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—Podría unirme a él —ofreció Lindgren.

Telander agitó la cabeza.

—No. Los oficiales deben vivir en la zona de oficiales. La razón teórica, que estén cerca del puente, no es la verdadera. En los próximos cinco años descubrirá, Ingrid, que los símbolos son muy importantes. —Se encogió de hombros—. Bien, los otros camarotes sólo están a un nivel por debajo. Me atrevo a suponer que sería capaz de llegar allí con rapidez si fuese necesario. Suponiendo que a su compañero asignado no le importe el cambio, que sea como usted quiere.

—Gracias —dijo ella en voz baja.

—No puedo evitar estar un poco sorprendido —confesó Telander—. No me parece el tipo que usted elegiría. ¿Cree que su relación durará?

—Espero que sí. Él dice que está dispuesto. —Se salió de su confusión con un ligero ataque—. ¿Qué hay de usted? ¿Ha establecido ya alguna relación?

—No. En su momento, sin duda, en su momento. Al principio estaré muy ocupado. A mi edad esas cuestiones no son tan urgentes. —Telander se rió y luego se puso serio—. No estamos sobrados de tiempo, y no podemos malgastarlo. Por favor, realicé las inspecciones y…

El transbordador se encontró con la nave y se acopló. Anclajes de enlace se extendieron para mantener su casco rechoncho contra la amplia curva de la Leonora Christine. Los robots —unidades actuadoras-sensoras-computadoras— que dirigían las maniobras de la terminal hicieron que las esclusas se uniesen en un beso exacto. Algo más que eso se les exigiría más tarde. Ambas cámaras fueron vaciadas, las válvulas exteriores hacia dentro, permitiendo que el tubo de plástico se convirtiese en un sello hermético. Los cierres fueron represurizados y comprobados en busca de una posible fuga. Cuando no se encontró ninguna se abrieron las válvulas interiores.

Reymont se desató. Flotando en caída libre en el asiento dio un vistazo a toda la sección de pasajeros. El químico americano Norbert Williams también se estaba soltando.

—Pare —le ordenó Reymont. Aunque todos hablaban sueco no todos lo entendían bien. Para los científicos, el inglés y el ruso seguían siendo las verdaderas lenguas internacionales—. Quédese en su sito. Les dije en el embarcadero que los escoltaría individualmente a sus camarotes.

—No tiene que preocuparse por mí —le contestó Williams—. Puedo manejarme bien en ingravidez. —Era bajo, de cara redonda, pelo rubio rojizo, aficionado a las ropas chillonas y hablaba en voz alta.

—Todos tienen algo de experiencia —dijo Reymont—. Pero eso no es lo mismo que conseguir los reflejos adecuados por la práctica.

—Nos equivocaremos un poco, ¿y qué?

—Que puede producirse un accidente. No es probable, lo admito, pero posible, y mi tarea es ayudar a evitar tales posibilidades. Mi conclusión es que debo ayudarles a llegar a sus camarotes, donde permanecerán hasta nueva orden.

Williams se puso rojo.

—Mire, Reymont…

Los ojos del condestable, que eran grises, lo recorrieron por completo.

—Es una orden directa —dijo Reymont, con lentitud—. Tengo la autoridad suficiente. No comencemos el viaje con una infracción.

Williams se ató de nuevo. Sus movimientos eran innecesariamente enérgicos, y tenía los labios apretados uno contra el otro. Unas gotitas de sudor salieron de su frente y flotaron por el pasillo; el fluorescente del techo hizo que brillasen.

Charles Reymont habló al piloto por el intercomunicador. Aquel hombre no subiría a bordo de la nave, pero se iría en cuanto descendiese la carga humana.

—¿Le importa si abrimos las contraventanas? Para que los amigos puedan ver algo mientras esperan.

—Adelante —dijo la voz—. No hay peligro. Y… no volverán a ver la Tierra durante una temporada, ¿no?

Reymont anunció el permiso. Manos ansiosas se volvieron locas en la parte de la nave orientada al espacio, corriendo los paneles que cubrían las ventanas. Reymont se concentró en hacer de guía.

La cuarta era Chi-Yuen Ai-Ling. Se había girado por completo en su red de seguridad para orientarse hacia la portilla. Tenía los dedos apretados contra la superficie.

—Ahora usted, por favor —dijo Reymont. Ella no respondió—. Señorita Chi-Yuen. —Le tocó el hombro—. Usted es la siguiente.

—¡Oh! —Parecía como si la hubiesen sacado de un sueño. Tenía lágrimas en los ojos—. Yo, disculpe. Estaba perdida…

Las naves unidas se acercaban a otro amanecer. La luz se extendía sobre el inmenso horizonte de la Tierra, rompiéndose en miles de colores desde el escarlata de hojas de arce hasta el azul del pavo real. Momentáneamente pudo verse un ala de luz zodiacal, como un halo sobre el disco de fuego que se elevaba. Más allá estaban las estrellas y la luna creciente. Debajo estaba el planeta, brillando con sus océanos, sus nubes donde caminaban la lluvia y el trueno, sus continentes verdes-marrones-nevados y ciudades como joyas. Se veía, se sentía que aquel mundo vivía.

Chi-Yuen abrió torpemente las hebillas. Sus manos parecían demasiado finas para el trabajo.

—Odio tener que dejar de mirar —susurró en francés—. Descansa bien, Jacques.

—Podrá mirar por las pantallas de la nave, una vez que comencemos a acelerar —le dijo Reymont en la misma lengua.

La sorpresa de oírle hablar la devolvió a la vida ordinaria.

—Entonces nos estaremos yendo —dijo, pero con una sonrisa. Su estado de ánimo era, evidentemente, más de éxtasis que de tristeza.

Era pequeña, de huesos delicados. Su figura parecía la de un chico con la túnica de cuello alto y los pantalones de corte ancho de las nuevas modas orientales. Sin embargo, los hombres solían estar de acuerdo en que tenía el rostro más encantador de la nave, rodeado de pelo negro azulado que le llegaba hasta el hombro. Cuando hablaba en sueco, el rastro de entonación china que le daba lo convertía en una canción.

Reymont la ayudó a soltarse y pasó el brazo por su cintura. No se molestó en arrastrarse con los zapatos de enlace. En su lugar, puso un pie contra el asiento y voló por el pasillo. En la escotilla cogió una agarradera, hizo un arco, se dio otro empujón y quedó dentro de la nave espacial. En general, aquellos a los que escoltaba se relajaban; le era más fácil llevarlos pasivamente que luchar contra sus torpes esfuerzos por ayudar. Pero Chi-Yuen era diferente. Ella sabía cómo hacerlo. Sus movimientos conjuntos se convirtieron en una danza suave y grácil. Después de todo, como planetóloga tenía mucha experiencia en caída libre.

Su vuelo no fue menos estimulante por ser explicable.

La escalera que venía de la escotilla atravesaba varias capas concéntricas de cubiertas de almacenamiento: escudo extra y protección para el cilindro del eje de la nave en el que se alojaba el personal. Los ascensores podrían funcionar allí, para elevar cargas pesadas adelante o atrás contra la aceleración. Pero probablemente las escaleras que serpenteaban en el interior de pozos paralelos a los huecos de los ascensores serían más utilizadas. Reymont y Chi-Yuen usaron una de ellas para ir de la cubierta de centro de masa, dedicada a la maquinaria eléctrica y giroscópica, en dirección a la proa hasta la zona de personal. Ingrávidos, se empujaron por la escalera sin tocar un travesaño. A la velocidad que adquirieron, la fuerza centrífuga y de Coriolis les provocó un ligero mareo, como una borrachera ligera que les hiciese reír.

—Y ahí vamos otra vez… ¡uuuh!

Los camarotes de aquellos que no eran oficiales se dividían en dos corredores que bordeaban una fila de baños. Cada compartimento tenía dos metros de alto y cuatro metros cuadrados; había dos puertas, dos armarios, dos vestidores con estantes y dos camas plegables. Esas dos se podían unir para formar una cama mayor, o separarse. En el segundo caso, era posible bajar una pantalla del techo y así convertir la habitación doble en dos individuales.