—Éste fue un viaje para recordar en mi diario, condestable. —Chi-Yuen cogió una agarradera y pegó la frente al metal frío. La alegría todavía le temblaba en la boca.
—¿Con quién la comparte? —preguntó Reymont.
—Por el momento, con Jane Sadler. —Chi-Yuen abrió los ojos y los fijó en él—. A menos que tenga una idea diferente.
—¿Eh? Uh… Estoy con Ingrid Lindgren.
—¿Ya? —La alegría desapareció—. Perdóneme. No debería cotillear.
—No, yo soy el que le debe una disculpa —le dijo—. Por hacerla esperar sin nada que hacer, como si no pudiese manejarse en ingravidez.
—No puede haber excepciones. —Chi-Yuen volvía a estar seria. Extendió su cama, flotó sobre ella, y comenzó a atarse—. Quiero tenderme un rato a solas y pensar.
—¿En la Tierra?
—En muchas cosas. Estamos dejando más de lo que muchos todavía no han comprendido, Charles Reymont. Es una especie de muerte; quizá seguida por la resurrección, pero aun así muerte.
3
—…cero.
El motor iónico se encendió. Ningún hombre podría haber atravesado el grueso escudo para verlo y sobrevivir. Tampoco podría oírlo, o sentir la más mínima vibración de su poder. Era demasiado eficiente. En la llamada sala de motores, que era en realidad un centro nervioso electrónico, los hombres oían el pulso suave de las bombas que alimentaban la masa de reacción de los tanques. Pero apenas lo notaban, concentrados en los indicadores, pantallas y señales en código que controlaban el sistema. La mano de Boris Fedoroff nunca estaba muy lejos del interruptor principal. Entre él y el capitán Telander en el puente de mando fluía un murmullo de comentarios. No era necesario en el caso de la Leonora Christine. Naves mucho menos avanzadas podían operarse a sí mismas. Y eso exactamente era lo que hacía. Sus robots internos interconectados trabajaban con mayor velocidad y precisión —incluso con más flexibilidad, dentro de los límites de su programación— que cualquier esperanza de la carne mortal. Pero vigilar era una necesidad humana.
En el resto de la nave, la única prueba directa de movimiento que tuvieron aquellos que yacían en los camarotes fue el regreso a la gravedad. No era mucho, menos de un décimo de g, pero les daba un «arriba» y «abajo», cosa que agradecían sus cuerpos. Se soltaron de las camas. Reymont hizo un anuncio por el intercomunicador del salón:
—Condestable al personal libre. Pueden moverse ad libitum, es decir, hacia delante. —Su tono cambió a sarcástico—: Puede que recuerden que al mediodía de Greenwich se emitirá una ceremonia de adiós, con bendición y todo. La pondremos en la pantalla del gimnasio para aquellos que quieran verla.
La masa de reacción entró en la cámara de ignición. Los generadores termonucleares encendieron los furibundos arcos electrónicos que convertían esos átomos en iones; los campos magnéticos que separaban las partículas positivas y negativas; las fuerzas que los enfocaban en rayos; los pulsos que los impulsaban cada vez a mayor velocidad a medida que corrían por los anillos de los tubos de empuje, hasta que surgían apenas a menos velocidad que la misma luz. Su impulso era invisible. No había energía para malgastar en llamas. En su lugar, todo lo que las leyes de la física permitían se empleaba en empujar a la Leonora Christine hacia delante.
Una nave de su tamaño no podía acelerar por ese método como si fuese un crucero de vigilancia. Eso hubiese exigido más combustible del que podía llevar, cuando ya debía transportar medio centenar de personas, y atender sus necesidades durante diez o quince años y herramientas para satisfacer su curiosidad científica después de la llegada, y (si los datos enviados por los instrumentos de la sonda que la había precedido indicaban realmente que el tercer planeta de Beta Virginis era habitable) los suministros y máquinas con los que el hombre podría comenzar en un nuevo mundo. Realizó una espiral lenta fuera de la órbita terrestre. Los que la habitaban tuvieron amplias oportunidades para ir a las pantallas y observar cómo el hogar se perdía entre las estrellas.
No hay espacio para malgastar en el espacio. Cada centímetro cúbico en el interior del casco debía ser útil. Pero personas lo suficientemente inteligentes y sensibles como para aventurarse allá fuera se hubiesen vuelto locas en un ambiente «funcional». Por el momento los mamparos eran metal y plástico desnudo. Pero los que tenían talento artístico hacían planes. Reymont vio a Emma Glassgold, bióloga molecular, en un comedor, dibujando un mural que representaría un bosque alrededor de un lago iluminado por el sol. Desde el comienzo, las secciones residenciales y de recreo estaban cubiertas por un material verde y elástico como la hierba. El aire que salía de los ventiladores estaba más que purificado por las plantas de la sección hidropónica y los coloides del equilibrador Darrell. El aire pasaba por cambios de temperatura, ionización, olor. En ese momento olía a tréboles frescos, con un rastro apetitoso añadido si pasabas por la cocina, ya que la comida de gourmet compensa muchas carencias.
Igualmente, las zonas comunes formaban un laberinto que ocupaba toda una cubierta. El gimnasio, que servía también de teatro y sala de reuniones, era la unidad mayor. Pero incluso el comedor era lo bastante grande para permitir que los comensales estirasen las piernas y se relajasen. Cerca había talleres para hobbies, cuartos para juegos sedentarios, una piscina, pequeños jardines y emparrados. Algunos de los diseñadores de la nave habían propuesto poner las cajas de sueño en ese nivel. ¿Debía recordarse a la gente que fuese allí que debían conformarse con fantasmagóricos sustitutos de la realidad que habían dejado atrás? Pero el proceso era en cierta forma un entretenimiento; ponerlas en la enfermería podía ser desagradable, y ésa era la única alternativa.
No había necesidad inmediata para esos aparatos. El viaje apenas había comenzado. Una alegría ligeramente histérica llenaba la atmósfera. Los hombres armaban escándalo, las mujeres hablaban, las risas eran desmesuradas a la hora de la comida y los frecuentes bailes eran ocasiones para flirtear. Reymont contempló un partido de balonmano. A baja gravedad, cuando de hecho se puede caminar por una pared, la acción se hacía espectacular.
Siguió hasta la piscina. Estaba situada en un hueco fuera del corredor principal y podía contener a varias personas sin apretujones; pero a aquella hora, 21.00, nadie la usaba.
Jane Sadler estaba en el borde, con el ceño fruncido. Era canadiense, una biotécnica del departamento de ciclos orgánicos. Físicamente era una rubia alta, con rasgos ordinarios pero el resto se apreciaba con gran facilidad en pantalones cortos y camiseta.
—¿Problemas? —preguntó Reymont.
—Oh, hola, condestable —respondió en inglés—. Nada malo, excepto que no puedo imaginar la mejor forma de decorar esto. Se supone que debo presentar algunas recomendaciones al comité.
—¿No tenían planeado un efecto de baño romano?
—¡Uh-uh! Sin embargo, eso es muy amplio. ¿Ninfas y sátiros, o álamos, o templos, o qué? —rió—. A la mierda. Propondré N y S. Si no queda bien, siempre podremos hacer algo encima, hasta que se nos acabe la pintura. Nos dará algo más en que entretenernos.
—¿Quién puede aguantar cinco años, y cinco más si tenemos que regresar, sólo en hobbies? —dijo Reymont lentamente.
Sadler rió de nuevo.
—Nadie. No se preocupe. Todos los de a bordo tienen un programa completo de trabajo ya preparado, ya sea la investigación teórica, escribir la gran novela de la era espacial o enseñar griego a cambio de cálculo tensorial.