—Todo —contestó ella triste. Señaló toda la habitación. Su armario estaba abierto, mostrando las vanidades inocentes de sus mejores galas. Los estantes estaban repletos de sus tesoros privados, hasta el límite de la masa permitida: una ajada copia de Bellman, un laúd, una docena de fotos esperando su turno para ser colgadas, retratos más pequeños de su familia, una muñeca kachina Hopi…—. Tú no trajiste nada personal.
—He tenido poco equipaje a lo largo de mi vida.
—Y parece que el camino fue difícil. Quizás algún día te atrevas a confiar en mí. —Se acercó a él—. Ahora no importa, Carl. No quiero acosarte. Te quiero dentro de mí otra vez. ¿Sabes?, esto ha dejado de ser una cuestión de amistad y conveniencia. Me he enamorado de ti.
Cuando alcanzaron la velocidad apropiada, en línea recta desde los dominios de la Tierra hacia el signo del zodiaco donde reinaba la Virgen, la Leonora Christine se liberó. Apagados los impulsores, se convirtió en un cometa más. Sólo la gravedad actuaba sobre ella, doblando su trayectoria y reduciendo su marcha.
Lo habían permitido. Pero el efecto debía mantenerse al mínimo. Las incertidumbres de la navegación interestelar eran demasiado grandes de por sí como para añadir factores extras. Así que la tripulación —los astronautas profesionales, para distinguirlos del personal científico y técnico— trabajaba con un límite de tiempo.
Boris Fedoroff guió un grupo fuera. Su trabajo era complejo. Se necesitaba habilidad para trabajar en condiciones de gravedad reducida y no agotarse intentando controlar las herramientas y el cuerpo. Aun al mejor hombre podían soltársele sus suelas de agarre de la estructura de la nave. Flotaría entonces, maldiciendo, mareado por las fuerzas de giro, hasta que llegase al final de su línea de rescate y volviese a la nave. La iluminación era pobre: brillo directo al sol, negro tinta en la sombra rota sólo por la iluminación no difusa de las lámparas de los cascos. El oído no funcionaba mejor. Las palabras tenían problemas para superar los sonidos de la dura respiración y la corriente sanguínea cuando se les confinaba en un traje espacial, y el borboteo cósmico en los auriculares de radio. A falta de una purificación de aire comparable a la de la nave, los desechos gaseosos no se eliminaban por completo. Se acumulaban durante horas hasta que se trabajaba lleno de sudor, vapor de agua, dióxido de carbono, sulfuro de hidrógeno, acetona… y la empapada ropa interior se pegaba a la piel… y se miraba las estrellas por el visor con el dolor de cabeza formando una banda tras los ojos.
Aun así, el módulo Bussard, la empuñadura y el pomo de la daga, fue separado. Alejarlo de la nave fue un trabajo peligroso y difícil. Sin fricción o peso, conservaba cada gramo de su considerable masa inercial. Era tan difícil detenerlo como ponerlo en marcha.
Finalmente se desplazó a popa unido a un cable. Fedoroff comprobó él mismo la posición.
—Hecho —gruñó—. Eso espero.
Sus hombres unieron sus líneas de seguridad al cable.
Él hizo lo mismo, habló con Telander en el puente y se soltó. El cable fue arrastrado a bordo, llevando consigo a los ingenieros.
Debían apresurarse. Aunque el módulo seguiría al casco más o menos en la misma órbita, había influencias diferenciales. Pronto provocarían un desvío indeseado en el alineamiento relativo. Pero todos debían estar dentro antes de la siguiente fase del proyecto. Las fuerzas que iban a activarse no serían amables con los organismos vivos.
La Leonora Christine extendió las redes del campo de recogida. Brillaban al sol, con el color de la plata, frente al cielo estrellado. Desde lejos hubiese parecido una araña, uno de esos pequeños arácnidos valientes que se aventuran en cometas hechas de seda cubierta de rocío. No era, después de todo, nada grande o importante en el universo.
Aun así, lo que hacía era impresionante a escala humana. La planta de energía activó los generadores del campo de recogida. De sus redes de control surgía un campo de fuerzas magnetohidrodinámicas —invisible pero que se extendía por miles de kilómetros—; una combinación dinámica, no estática, pero mantenida y ajustada con absoluta precisión; enormemente fuerte pero aún más enormemente compleja.
Las fuerzas atraparon la unidad Bussard, la trajeron a una posición micrométricamente exacta con respecto al casco y la fijaron en su lugar. Los monitores verificaron que todo estaba en orden. El capitán Telander hizo una última comprobación con la Patrulla en Luna, recibió la señal de partida y dio una orden. En ese momento, los robots se hicieron cargo.
La baja aceleración del impulso iónico le había dado una modesta velocidad hacia delante, cuantificable en decenas de kilómetros por segundo. Era suficiente para activar el motor estelar. La potencia disponible se incrementó en varios órdenes de magnitud. A gravedad uno, la ¡Leonora Christine comenzó a moverse!
4
En una de las habitaciones jardín había una pantalla sintonizada con el exterior. Oscuridad y diamantes quedaban bordeados por helechos, orquídeas, fucsias arqueadas y buganvillas. Una fuente tintineaba y relucía. El aire era más cálido allí que en la mayor parte de los lugares de a bordo, húmedo, lleno de perfumes y verde.
Nada de eso eliminaba por completo el pulso subyacente de energías. Los sistemas Bussard no habían sido desarrollados hasta tener la fluidez de los cohetes eléctricos. Siempre, y también ahora, la nave suspiraba y temblaba. La vibración era ligera, en el mismo límite de la conciencia, pero se abría paso por entre el metal, los huesos y quizá los sueños.
Emma Glassgold y Chi-Yuen Ai-Ling estaban sentadas en un banco entre las flores. Habían estado paseando, forjando una amistad. Sin embargo, desde su llegada al jardín habían permanecido en silencio.
Abruptamente Glassgold hizo una mueca y apartó la vista de la pantalla.
—Fue un error venir aquí —dijo—. Vámonos.
—¿Por qué?, creo que es encantador —contestó sorprendida la planetóloga—. Una huida de paredes desnudas que necesitarán años para convertirse en agradables.
—No podemos huir de eso. —Glassgold señaló la pantalla. En aquel momento estaba dirigida a popa y mostraba una imagen del Sol, encogido hasta ser sólo la estrella más brillante.
Chi-Yuen la miró minuciosamente. La bióloga molecular era igualmente pequeña y morena, pero sus ojos eran redondos y azules, su rostro redondo y rosa, su cuerpo estaba un poco rellenito. Se vestía de forma sencilla estuviese trabajando o no; y sin rechazar por completo las actividades sociales era más una observadora que una participante.
—En… ¿cuánto tiempo?… un par de semanas —siguió— hemos alcanzado las fronteras del Sistema Solar. Cada día… no, cada veinticuatro horas; «día» y «noche» ya no significan nada… cada veinticuatro horas ganamos ochocientos cuarenta y cinco kilómetros por segundo de velocidad.
—Una persona pequeña como yo agradece tener el peso de la Tierra —dijo Chi-Yuen intentando sonar animada.
—No me malinterpretes —respondió Glassgold apresurada—. No gritaré: «¡Demos la vuelta! ¡Demos la vuelta!» —Intentó un chiste propio—. Eso decepcionaría al psicólogo que me examinó. —El chiste se disipó—. Es sólo… encuentro que necesito tiempo… para acostumbrarme, poco a poco, a esto.
Chi-Yuen asintió. Ella, en su más reciente y colorido cheong-sam —entre sus hobbies se encontraba el realizar sus propias ropas—, podía casi haber pertenecido a una especie diferente a la de Glassgold. Pero palmeó la mano de la otra mujer y dijo: