—No eres la única, Emma. Lo esperaban. La gente empieza a entender con algo más que el cerebro, con todo su ser, lo que significa un viaje como éste.
—A ti no parece que te moleste.
—No desde que el brillo del Sol se tragó a la Tierra. Y antes tampoco demasiado. Duele decir adiós. Pero tengo experiencia en eso. Una aprende a mirar hacia delante.
—Siento vergüenza —dijo Glassgold—. Cuando yo he tenido mucha más experiencia que tú. ¿O eso me ha hecho débil de espíritu?
—¿Realmente tuviste más que yo? —La pregunta de Chi-Yuen era apagada.
—¿Cómo?… sí. ¿No? ¿O no te acuerdas? Mis padres siempre fueron personas acomodadas. Mi padre es ingeniero en una planta de desalinización, y mi madre es agrónomo. El Negev es hermoso cuando crecen las cosechas, y es tranquilo y amable, no apresurado como Tel Aviv o Haifa. Aunque disfruté estudiando en la universidad. Tuve la oportunidad de viajar, con buenas compañías. Mi trabajo iba bien. Sí, era afortunada.
—¿Entonces por qué te alistaste para ir a Beta 3?
—Interés científico… una evolución planetaria completamente nueva…
—No, Emma. —Los mechones de ala de cuervo se agitaron cuando Chi-Yuen negó con la cabeza—. Las primeras naves trajeron datos para mantener la investigación durante cientos de años, en la misma Tierra. ¿De qué huyes?
Glassgold se mordió el labio.
—No debí curiosear —se disculpó Chi-Yuen—. Esperaba ayudarte.
—Te lo diré —dijo Glassgold—. Tengo la impresión de que podrías ayudarme. Eres más joven que yo, pero has visto más. —Los dedos se enredaban en su regazo—. Aunque yo misma no estoy muy segura. ¿Cómo empezaron las ciudades a parecer vulgares y vacías? Y cuando volvía a casa para visitar a mi gente, el campo me parecía pagado de sí mismo y vacío. Creí que podría encontrar… ¿un propósito?… ahí fuera. No sé. Me presenté por un impulso. Cuando me llamaron para las pruebas de verdad, mis padres montaron tal jaleo que ya no pude echarme atrás. Sin embargo, siempre fuimos una familia muy unida. Fue tan doloroso dejarlos. Mi padre, grande y seguro de sí mismo, pareció de pronto pequeño y viejo.
—¿Había también un hombre? —preguntó Chi-Yuen—. Lo hubo para mí. Te lo digo porque no es un secreto, él y yo estábamos prometidos, y todo lo que era público sobre esta tripulación acabó en los informes.
—Un compañero de estudios —dijo Glassgold humilde—. Le amaba. Todavía le amo. Él apenas sabía que yo existía.
—No es raro —contestó Chi-Yuen—. Una lo supera o se convierte en una enfermedad. Tienes buena salud en la cabeza, Emma. Lo que necesitas es salir de tu concha. Únete a tus compañeros. Preocúpate de ellos. Sal de tu camarote por un rato y métete en el de un hombre.
Glassgold enrojeció.
—No hago esas cosas.
Chi-Yuen arqueó las cejas.
—¿Eres virgen? No nos lo podemos permitir, no si queremos empezar una población en Beta 3. El material genético es escaso.
—Quiero un matrimonio decente —dijo Glassgold con algo de furia—, y tanto niños como Dios provea. Pero sabrán quién es su padre. No hago ningún daño si no juego al ridículo juego de ir cambiando de camas mientras viajamos. Ya tenemos a bordo suficientes chicas que lo hacen.
—Como yo. —Chi-Yuen no estaba enfadada—. Sin duda se desarrollarán relaciones estables. Mientras tanto, de vez en cuando, ¿por qué no dar y recibir unos pocos momentos de placer?
—Lo siento —dijo Glassgold—. No debería criticar asuntos privados. Especialmente cuando nuestras vidas han sido tan distintas.
—Verdad. No estoy de acuerdo en que tu vida fuese más afortunada que la mía. Al contrario.
—¿Qué? —A Glassgold se le abrió la boca—. ¡No puedes hablar en serio!
Chi-Yuen sonrió.
—Como mucho conoces la superficie de mi pasado. Adivino lo que piensas. Mi país dividido, empobrecido, paralizado por las consecuencias de las revoluciones y las guerras civiles. Mi familia culta y preocupada por la tradición pero pobre, con la pobreza desesperada que sólo los aristócratas caídos en tiempos terribles conocen. Sus sacrificios para mantenerme en la Sorbona, cuando llegó la oportunidad. Después de licenciarme, el trabajo duro y el sacrificio que realicé a cambio, ayudándoles a volver a ponerse en pie. —Volvió el rostro hacia la luz del sol y añadió con calma—: Sobre mi hombre. Nosotros también éramos estudiantes, en París. Más tarde, como ya te he dicho, tenía que alejarme de él a menudo por el trabajo. Finalmente fue a visitar a mis padres en Pekín. Yo iba a unirme a él lo antes posible, y nos hubiésemos casado, en ley y sacramento así como de hecho. Hubo disturbios. Lo mataron.
—¡Oh, Dios mío…! —empezó a decir Glassgold.
—Ésa es la superficie —la interrumpió Chi-Yuen—. La superficie. ¿No lo entiendes?, también tuve un hogar lleno de amor, quizá más que el tuyo, porque me entendían tan bien que no se resistieron a que los abandonase para siempre. Vi muchas partes del mundo, más de lo que puede verse viajando cuidadosamente en primera clase. Tuve a mi Jacques. Y a otros, antes y después, como él hubiese querido. Voy al exterior sin pesares ni heridas que no sanarán. La suerte es mía, Emma.
Glassgold no respondió con palabras.
Chi-Yuen la cogió de la mano y se levantó.
—Debes liberarte de ti misma —dijo la planetóloga—. Al final, sólo tú puedes enseñarte a ti misma cómo hacerlo. Pero quizá pueda ayudarte un poco. Ven a mi camarote. Te haremos un vestido que te haga justicia. La fiesta del Día de la Alianza está cerca, y pretendo que te lo pases bien.
Piense: un solo año luz es un abismo inconcebible. Numerable pero inconcebible. A velocidad ordinaria —digamos, el ritmo razonable de un coche en el tráfico metropolitano, dos kilómetros por minuto— se invertirían casi nueve millones de años en atravesarlo. Y en la vecindad del Sol las estrellas están a una media de nueve años luz de distancia. Beta Virginis estaba a treinta y dos.
Aun así, tales espacios podían conquistarse. Una nave acelerando continuamente a gravedad uno habría recorrido medio año luz en algo menos de un año de tiempo. Y estaría moviéndose a casi la velocidad límite: trescientos mil kilómetros por segundo.
Aparecieron problemas prácticos. ¿De dónde saldría la masa-energía para hacer algo así? Incluso en un universo newtoniano, la idea de un cohete que transportase tanto combustible desde el principio sería ridícula. Era aún más cierto en el verdadero cosmos einsteniano, en el que la masa de la nave y la carga aumentan con la velocidad, alcanzando el infinito a medida que la velocidad se acerca a la de la luz.
¡Pero el combustible y la masa de reacción estaban en el espacio! El universo estaba repleto de hidrógeno. Es cierto, las concentraciones no eran muy grandes para los estándares terrestres: alrededor de un átomo por centímetro cúbico en la vecindad galáctica del Sol. Aun así, eso significaba treinta mil millones de átomos por segundo, golpeando cada centímetro cúbico de la sección transversal de la nave a medida que se aproximaba a la velocidad de la luz (la cifra era más o menos igual en las primeras fases del viaje, ya que el medio interestelar era más denso cerca de una estrella). Las energías eran increíbles. Se emitirían megaroentgens de radiación dura por el impacto: y menos de mil r en una hora es fatal. Ningún apantallamiento ayudaría. Aunque fuera imposiblemente grueso al empezar, acabaría erosionándose.
Aun así, en los días de la Leonora Christine había medios no materiales disponibles: campos magnetohidrodinámicos, cuyos pulsos se extendían por millones de kilómetros para atrapar átomos por los dipolos —sin necesidad de ionización— y controlar su flujo. Esos campos no servían pasivamente como simples armaduras. Desviaban el polvo, sí, y todos los gases menos el dominante hidrógeno. Pero éste era forzado a popa —en largas curvas que evitaban el casco por un margen razonable— hasta que entraba en un torbellino de electromagnetismo compresor y ardiente centrado en el motor Bussard.