Julia Quinn
Te Doy Mi Corazón
Prólogo
Todo el mundo sabía que Sophie Beckett era hija ilegítima.
Todos los criados lo sabían. Pero todos querían a Sophie; la querían desde el momento en que llegó a Penwood Park a los tres añitos, un pequeño bultito dejado en la grada de la puerta principal una lluviosa noche de julio, envuelto en una chaqueta demasiado grande. Y puesto que la querían, simulaban que era exactamente lo que el sexto conde de Penwood decía que era: la huérfana de un viejo amigo. Qué más daba que los ojos verde musgo y los cabellos rubio oscuro de Sophie fueran idénticos a los del conde. Qué más daba que la forma de su cara tuviera un extraordinario parecido con la de la madre del conde, que había muerto recientemente, o que su sonrisa fuera una réplica exacta de la sonrisa de la hermana del conde. Nadie deseaba herir los sentimientos de Sophie, ni arriesgarse a perder el empleo, haciendo notar esos parecidos.
El conde, un tal Richard Gunningworth, jamás hablaba de Sophie ni de sus orígenes, pero seguro que tenía que saber que era su hija bastarda. Nadie sabía el contenido de la carta que el ama de llaves sacó del bolsillo de la chaqueta que envolvía a Sophie aquella lluviosa noche en que la descubrieron en la puerta; el conde quemó la misiva a los pocos segundos de leerla; observó enroscarse el papel en las llamas, y luego ordenó que le prepararan una habitación a la pequeña, cerca de la sala de los niños. Y desde entonces, ella continuó en esa habitación. Él la llamaba Sophia, y ella lo llamaba «milord», y se veían unas pocas veces al año, cuando él venía de Londres a visitar la propiedad, lo que no hacía muy a menudo.
Pero tal vez lo más importante es que Sophie sabía que era bastarda. No tenía muy claro cómo lo supo, sólo sabía que lo sabía, y que tal vez lo había sabido toda su vida. No recordaba nada de su vida anterior a su llegada a Penwood Park, pero sí recordaba un largo viaje en coche a través de Inglaterra, y recordaba a su abuela, terriblemente delgada, la que tosiendo y resollando le decía que iba a ir a vivir con su padre. Y más que cualquier otra cosa, recordaba el momento cuando estaba de pie ante la puerta bajo la lluvia, sabiendo que su abuela estaba escondida entre los arbustos, esperando para ver si la llevaban al interior de la casa.
El conde le puso los dedos bajo la barbilla a la pequeña y le levantó la cara hacia la luz, y en ese momento los dos supieron la verdad.
Todos sabían que Sophie era bastarda y nadie hablaba de eso, y todos estaban muy felices con ese arreglo.
Hasta que el conde decidió casarse.
Sophie se sintió muy contenta cuando se enteró de la noticia. El ama de llaves le dijo que el mayordomo había dicho que el secretario del conde había dicho que el conde pensaba pasar más tiempo en Penwood Park ahora que era un hombre de familia. Y aunque ella no echaba exactamente de menos al conde cuando no estaba, pues era difícil echar de menos a alguien que no le prestaba mucha atención ni siquiera cuando estaba ahí, se le ocurrió que tal vez podría echarlo de menos si llegaba a conocerlo mejor, y que si llegaba a conocerlo mejor tal vez él no se marcharía con tanta frecuencia. Además, la camarera de la planta superior le dijo que el ama de llaves había dicho que el mayordomo de los vecinos había dicho que la futura esposa del conde ya tenía dos hijas, de edades cercanas a la de ella.
Después de pasar siete años sola en la sala de los niños, a ella le encantó esa noticia. A diferencia de los demás niños del distrito, a ella jamás la invitaban a las fiestas ni a los eventos de la localidad. En realidad nunca nadie la insultaba llamándola bastarda; hacer eso habría equivalido a llamar mentiroso al conde, el que después de declarar que ella era su pupila y estaba bajo su custodia, jamás volvio a tocar el tema. Pero al mismo tiempo, el conde jamás hizo ningún gran esfuerzo por lograr que la aceptaran. Así pues, a sus diez años, sus mejores amigos eran las criadas y los lacayos, y sus padres bien podrían haber sido el ama de llaves y el mayordomo.
Pero por fin iba a tener hermanas.
Ah, sabía muy bien que no podría llamarlas hermanas. Sabía que la presentarían como Sophia Maria Beckett, la pupila del conde, pero ella las «sentiría» como hermanas. Y eso era lo que verdaderamente importaba.
Y así, una tarde de febrero, Sophie se encontró en el gran vestíbulo principal junto con todos los criados reunidos allí, esperando, mirando por la ventana para ver llegar por el camino de entrada el coche del conde que traía a la nueva condesa y a sus dos hijas. Y al conde, claro.
– ¿Cree que le caeré bien? -preguntó en un susurro a la señora Gibbons, el ama de llaves-. A la esposa del conde, quiero decir.
– Claro que le caerás bien, cariño -le susurró la señora Gibbons.
Pero Sophie vio que en sus ojos no había tanta seguridad como en el tono de su voz. Tal vez la nueva condesa no aceptaría de buena gana la presencia de la hija bastarda de su marido.
– ¿Y tendré las clases con sus hijas?
– No tiene ningún sentido que te den las clases por separado.
Sophie asintió, pensativa, y entonces vio el coche avanzando por el camino de entrada. Se revolvió inquieta.
– ¡Han llegado! -susurró, nerviosa.
La señora Gibbons alargó la mano para darle una palmadita en la cabeza, pero ella ya había corrido hasta la ventana, y estaba con la cara prácticamente pegada al cristal.
El conde bajó primero del coche y se volvió a ayudar a bajar a dos niñas. Éstas vestían abrigos negros iguales. Una llevaba una cinta rosa en el pelo; la otra, una cinta amarilla. Cuando las niñas se hicieron a un lado, el conde alargó la mano hacia el interior del coche para ayudar a bajar a una última persona.
A Sophie se le quedó el aire atrapado en la garganta mientras esperaba la aparición de la condesa. Cruzó los deditos y de sus labios salió una sola súplica: «Por favor. Por favor, que me quiera».
Tal vez si la condesa la amaba, el conde la amaría también, y tal vez, aunque no la llamara hija, la tratara como si lo fuera, y entonces serían una verdadera familia.
Mirando por la ventana, Sophie vio bajar del coche a la condesa, y sus movimientos tan elegantes y gráciles le recordaron a la delicada alondra que de vez en cuando chapoteaba en el agua del bebedero del jardín. Incluso su sombrero estaba adornado por una larga pluma color turquesa que brillaba al sol del crudo invierno.
– Qué hermosa es -susurró.
Echó una rápida mirada a la señora Gibbons para calibrar su reacción, pero el ama de llaves estaba muy erguida, en rígida posición firme, sus ojos fijos al frente, esperando que el conde hiciera entrar a su nueva familia para hacer las presentaciones.
Sophie tragó saliva, sin saber dónde tenía que situarse. Todos los demás parecían tener un lugar asignado. Los criados estaban formados según categorías, desde el mayordomo a la más humilde de las fregonas. Incluso los perros estaban sentados sumisamente en un rincón, sus correas sujetas firmemente por el encargado de los perros cazadores.
Pero ella era una desarraigada. Si de verdad fuera la hija de la casa, estaría junto a su institutriz esperando a la nueva condesa. Si de verdad fuera la pupila del conde, estaría en ese lugar también. Pero la señorita Timmons había cogido un fuerte catarro y se negó a salir de la sala de estudio de los niños para bajar. Ninguno de los criados creyó ni por un instante que estuviera enferma de verdad. Había estado muy bien la noche anterior, pero todos comprendían su mentira. Después de todo, Sophie era la hija ilegítima del conde, y nadie habría querido ser la persona que hiciera un insulto a la condesa presentándole a la bastarda de su marido.
Y la condesa tendría que ser ciega o tonta, o las dos cosas, para no darse cuenta al instante de que la niña era algo más que la pupila del conde.
Repentinamente abrumada por la timidez, Sophie fue a ponerse en un rincón, encogida, cuando dos lacayos abrieron las puertas con ademán triunfal. Primero entraron las dos niñas, que se hicieron a un lado para que entrara el conde llevando a la condesa. El conde presentó a la condesa y a sus hijas al mayordomo, y el mayordomo les presentó al resto de los criados.