– Muy bien -dijo él sonriendo, con esa perezosa sonrisa masculina-. ¿Qué me está permitido preguntar, entonces?
– La verdad, nada.
– ¿Nada de nada?
– Supongo que podría sentirme inducida a decirle que mi color preferido es el verde, pero aparte de eso no le daré ninguna pista sobre mi identidad.
– ¿Por qué tantos secretos?
– Si contestara a eso -repuso ella con una sonrisa enigmática, realmente entusiasmada con su papel de misteriosa desconocida-, eso sería el fin de mis secretos, ¿verdad?
Él se le acercó muy, muy ligeramente.
– Siempre podría crearse más secretos.
Sophie retrocedió un paso. La mirada de él se había tornado ardiente, y ella había oído bastantes conversaciones en el cuarto de los criados para saber lo que significaba eso. Por emocionante que fuera eso, no era tan osada como simulaba ser.
– Toda esta velada ya es suficiente secreto -dijo.
– Entonces pregúnteme algo. Yo no tengo ningún secreto.
Ella agrandó los ojos.
– ¿Ninguno? ¿De veras? ¿No tiene secretos todo el mundo?
– Yo no. Mi vida es absolutamente vulgar.
– Eso sí que me cuesta creerlo.
– Es cierto -dijo él, encogiéndose de hombros-. Jamás he seducido a una inocente, y ni siquiera a una mujer casada. No tengo deudas de juego, y mis padres eran absolutamente fieles entre ellos.
Lo cual quería decir que no era un hijo bastardo, pensó ella. Al pensar eso se le formó un nudo en la garganta. Y no porque él fuera legitímo, no, sino porque comprendió que él jamás la buscaría a ella, al menos no de la manera honorable, si llegaba a enterarse de que ella no lo era.
– No me ha hecho ninguna pregunta -le recordó él.
Ella pestañeó sorprendida. No se le había ocurrido que hablara en serio.
– M-muy bien -medio tartamudeó, cogida con la guardia baja-. ¿Cuál es su color preferido?
– ¿Y va a despercidiar su pregunta con eso? -sonrió él.
– ¿Sólo puedo hacer una pregunta?
– Más que justo, puesto que usted no me concede ninguna. -Acercó más la cara, con sus ojos brillantes-. Y la respuesta es el azul.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? -repitió él.
– Sí, ¿por qué? ¿Por el mar? ¿ Por el cielo? ¿O tal vez porque sencillamente le gusta?
Benedict la miró con curiosidad. Sí que era una pregunta muy rara ésa, por qué su color preferido era el azul. Cualquier otra persona habría aceptado la respuesta azul y ya está. Pero esa mujer, cuyo nombre todavía ignoraba, quería ahondar más, pasar de los cuáles a los por qués.
– ¿Es pintora? -le preguntó.
Ella negó con la cabeza.
– Sólo curiosa.
– ¿Por qué su color preferido es el verde?
Ella suspiró y en sus ojos brilló la nostalgia.
– La hierba, supongo, y tal vez las hojas de los árboles. Pero principalmente la hierba. La sensación que produce cuando uno corre descalzo en verano. El olor que despide después de que los jardineros la han recortado dejándola pareja con sus guadañas.
– ¿Qué tiene que ver el olor y la sensación que produce la hierba con el color?
– Nada, supongo. Y tal vez todo. Verá, yo vivía en el campo…
Se interrumpió bruscamente. No había sido su intención decirle ni siquiera eso, pero bueno, qué mal podía haber en que él supiera ese detalle inocente.
– ¿Y era más feliz ahí? -preguntó él dulcemente.
Ella asintió, sintiendo un tímido revuelo de rubor en la piel, producido por un nuevo conocimiento. Seguro que lady Whistledown nunca había tenido una conversación con Benedict Bridgerton acerca de cosas más profundas, porque jamás había escrito que él era el hombre más perspicaz de Londres. Cuando él la miraba a los ojos, tenía la curiosa sensación de que le veía hasta el alma.
– Entonces debe de gustarle pasear por el parque -dijo él.
– Sí -mintió ella.
Jamás tenía tiempo para ir al parque. Araminta ni siquiera le daba un día libre, como a los demás criados.
– Tendremos que hacer un paseo juntos -dijo él.
Sophie evadió la respuesta, recordándole:
– Aún no me ha dicho por qué el azul es su color preferido.
Él ladeó ligeramente la cabeza y entrecerró los ojos, justo lo suficiente para darle a entender que había notado su evasiva. Pero dijo:
– No lo sé. Tal vez, como a usted, me recuerda algo que echo de menos. Hay un lago en Aubrey Hall, donde me crié, en Kent. Pero el agua siempre está más gris que azul.
– Probablemente refleja el cielo -comentó ella.
– Que la mayor parte del tiempo está más gris que azul -observó él, riendo-. Tal vez eso es lo que echo en falta: cielos azules y luz del sol.
– Si no lloviera, esto no sería Inglaterra -repuso ella sonriendo.
– Una vez fui a Italia. Allí siempre había sol.
– Un verdadero cielo.
– Eso diría uno, pero me sorprendí echando de menos la lluvia.
– No me lo puedo creer -exclamó ella, riendo-. Y a mí que me parece que me he pasado la mitad de mi vida mirando por la ventana y gruñéndole a la lluvia.
– Si no hubiera lluvia, la echaría de menos.
Sophie se puso pensativa. ¿Había cosas en su vida que echaría de menos si desaparecieran? No echaría de menos a Araminta, eso seguro, y tampoco a Rosamund. Tal vez echaría de menos a Posy, y ciertamente echaría de menos el sol que entraba por la ventana de su cuarto del ático por las mañanas. Echaría de menos las risas y bromas de los criados y que de tanto en tanto la incluyeran en la diversión, aun sabiendo que era la hija bastarda del difunto conde.
Pero no iba a echar en falta esas cosas, ni siquiera tendría la oportunidad de echarlas de menos, porque no iba a irse a ninguna parte. Después de esa noche, de esa increíble, maravillosa y mágica noche, volvería a su vida de siempre.
Pensaba que si fuera más fuerte, más valiente, se habría marchado de la casa Penwood hacía años. Pero ¿eso le habría cambiado en algo la vida? Bien que no le gustaba vivir con Araminta, pero marcharse no mejoraría su vida. Tal vez le habría gustado ser una institutriz, y sin duda estaba bien cualificada para ese trabajo, pero esos empleos eran escasos para mujeres sin recomendaciones, y estaba clarísimo que Araminta no le daría ninguna.
– Está muy callada -dijo Benedict dulcemente.
– Estaba pensando.
– ¿En qué?
– En lo que echaría de menos y no echaría de menos si mi vida cambiara drásticamente.
La mirada de él se intensificó.
– ¿Y supone que va a cambiar drásticamente?
Ella negó con la cabeza y trató de eliminar la tristeza de su voz al contestar:
– No.
– ¿Y desea que cambie? -dijo él en voz muy baja, casi en un susurro.
– Sí -suspiró ella, y añadió, sin poder contenerse-: Oh, sí.
Él le cogió las manos, las llevó hasta sus labios y le besó suavemente cada una.
– Entonces comenzaremos inmediatamente -prometió-. Y mañana estará transformada.
– Esta noche estoy transformada -susurró ella-. Mañana ya habré desaparecido.
Benedict la atrajo hacia él y depositó el más suavísimo y fugaz beso en su frente.
– Entonces tenemos que envolver toda una vida en esta noche.
Capítulo 3
Esta cronista espera con la respiración agitada ver qué disfraces elegirá la alta sociedad para el baile de máscaras de los Bridgerton. Se rumorea que Eloise Bridgerton tiene planeado vestirse de Juana de Arco y Penelope Featherington, que se presenta en su tercera temporada y acaba de regresar de una visita a sus primos irlandeses, se disfrazará de duende. La señorita Posy Reiling, hijastra del difunto conde de Penwood, piensa ponerse un disfraz de sirena, el cual esta cronista no ve las horas de contemplar; en cambio su hermana mayor, la señorita Rosamund Reiling, ha tenido muy en secreto su disfraz.
En cuanto a los hombres, si podemos guiarnos por bailes de máscaras anteriores, los gordos se vestirán de Enrique VIII, los más esbeltos de Alejandro Magno o tal vez de demonios, y los hastiados (seguro que los cotizados hermanos Bridgerton entran en esta categoría) llevarán el traje negro de noche normal con sólo un antifaz para hacer honor a la ocasión.