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– ¿Es cierto eso?

Ella asintió.

– Pero es que estoy tan bien disfrazada que nadie me reconocería en estos momentos.

Él arqueó una ceja.

– ¿Y si se quitara el antifaz? ¿La reconocería entonces?

Ella se apartó de la baranda y avanzó unos pasos hacia el centro de la terraza.

– Eso no lo contestaré.

Él la siguió.

– Ya me lo parecía. Pero quise preguntarlo de todos modos.

Sophie se giró y se quedó sin aliento al ver que él estaba a menos de un palmo de ella. Lo había oído seguirla, pero no se imaginó que estuviera tan cerca. Abrió los labios para hablar, pero con inmensa sorpresa, no supo qué decir. Al parecer, lo único que sabía hacer era mirarlo, mirar esos ojos oscuros, oscuros, que la perforaban desde detrás del antifaz.

Hablar era imposible. Incluso respirar era difícil.

– Aún no ha bailado conmigo -dijo él.

Ella no se movió. Se quedó donde estaba cuando él le puso su enorme mano en la espalda, a la altura de la cintura. Le hormigueó la piel en el lugar del contacto, y sintió el aire denso, caliente.

Eso era deseo, comprendió. Eso era lo que había oído a las criadas cuando hablaban en susurros. Eso era lo que ninguna dama de buena crianza debía ni siquiera saber.

Pero ella no era una dama de buena crianza, pensó desafiante. Era una hija ilegítima, la bastarda de un noble. No era miembro de la alta sociedad ni lo sería jamás. ¿Tenía que atenerse a sus reglas?

Siempre había jurado que jamás sería la amante de un hombre, que jamás traería un hijo al mundo a sufrir el destino de un bastardo. Pero tampoco había planeado nada tan atrevido. Eso sólo era un baile, una velada, tal vez un beso.

Eso bastaba para arruinar una reputación, pero ¿qué tipo de reputación tenía ella, para empezar? Estaba excluida de la sociedad, era una inaceptable. Y deseaba una noche de fantasía.

Levantó la cara.

– O sea que no va a huir -musitó él, sus ojos oscuros destellando algo ardiente y excitante.

Ella negó con la cabeza, comprendiendo otra vez que él le había leído los pensamientos. Debería asustarla que él le leyera la mente con tanta facilidad, pero en la oscura seducción de la noche, mientras el aire le movía las guedejas sueltas, y la música subía desde el salón, eso era algo emocionante.

– ¿Dónde pongo la mano? -preguntó-. Quiero bailar.

– Sobre mi hombro -explicó él-. No, un pelín más abajo. Ahí.

– Seguro que me cree la más tonta de las tontas. No saber bailar…

– En realidad creo que es muy valiente por reconocerlo. -Con la mano libre buscó la mano libre de ella, se la cogió y la levantó lentamente-. La mayoría de las mujeres que conozco habrían fingido desinterés o una lesión.

Ella lo miró a los ojos, aun sabiendo que eso la dejaría sin aliento.

– No tengo la habilidad de una actriz para fingir desinterés.

La mano en la espalda la apretó un poco más.

– Escuche la música -le dijo él, con la voz extrañamente ronca-. ¿Nota cómo sube y baja?

Ella negó con la cabeza.

– Ponga más atención -le susurró él, acercándole los labios al oído-. Un, dos, tres; un, dos, tres -continuó acentuando el «un».

Sophie cerró los ojos y trató de desentenderse del interminable murmullo de conversaciones en el salón hasta que por fin lo único que oía era el crescendo de la música. Empezó a respirar más lento y de pronto se encontró meciéndose al ritmo de la música, moviendo la cabeza atrás y adelante, mientras Benedict le daba sus instrucciones numéricas.

– Un, dos, tres; un, dos, tres.

– La siento -susurró ella.

Él sonrió. No supo cómo sabía eso; seguía con los ojos cerrados. Pero percibió su sonrisa, la oyó en su respiración.

– Muy bien -dijo él-. Ahora míreme los pies y permítame que la guíe.

Ella abrió los ojos y le miró los pies.

– Un, dos, tres; un, dos, tres.

Vacilante, hizo los pasos con él, y justo le pisó el pie.

– ¡Uy! ¡Perdón!

– Mis hermanas lo han hecho mucho peor -le aseguró él-. No renuncie.

Ella volvió a intentarlo y de pronto sus pies sabían qué hacer.

– Oohh -suspiró, sorprendida-. Esto es maravilloso.

– Levante la vista -le ordenó él, suavemente.

– Pero me tropezaré.

– No. Yo lo evitaré -le prometió él-. Míreme a los ojos.

Ella obedeció y en el instante en que sus ojos se encontraron con los de él, algo pareció caer en su lugar en su interior, y no pudo desviar la vista. Él la hizo girar en círculos y espirales por toda la terraza, al principio lento, después más y más rápido, hasta que ella estaba sin aliento y algo mareada.

Y durante todo eso, sus ojos estaban clavados en los de él.

– ¿Qué siente? -le preguntó Benedict.

– ¡Todo! -contestó ella, riendo.

– ¿Qué oye?

– La música. -Agrandó los ojos, entusiasmada-. Oigo la música como no la había oído nunca antes.

Él aumentó la presión de la mano en la espalda y el espacio entre ellos disminuyó en varias pulgadas.

– ¿Qué ve? -le preguntó él.

Ella tropezó, pero no apartó los ojos de los de él.

– Mi alma -susurró-. Veo mi alma.

– ¿Qué ha dicho? -susurró él, dejando de bailar.

Ella guardó silencio. El momento le parecía muy intenso, muy importante, y tenía miedo de estropearlo.

No, eso no era cierto. Tenía miedo de mejorarlo, y de que ello la hiciera sufrir más aún cuando volviera a la realidad a medianoche.

¿Cómo demonios iba a volver a limpiar los zapatos de Araminta después de eso?

– Sé lo que dijo -dijo Benedict con voz ronca-. La oí, y…

– No diga nada -lo interrumpió ella.

No quería que él le dijera que sentía lo mismo, no quería oír nada que la hiciera suspirar por ese hombre eternamente.

Pero tal vez ya era demasiado tarde para eso.

Él la miró fijo durante un momento terriblemente largo, y luego dijo.

– No hablaré. No diré ni una sílaba.

Y entonces, antes de que ella tuviera un segundo para respirar, los labios de él estaban sobre los suyos, exquisitamente suaves, seductoramente tiernos.

Con intencionada lentitud, él deslizó los labios por los de ella, y ese delicado roce le produjo a ella espirales de estremecimientos y hormigueos por todo el cuerpo.

Él le tocaba los labios y ella lo sentía hasta en los dedos de los pies. Era una sensación singularmente extraña, singularmente maravillosa.

Entonces la mano que él tenía apoyada en su espalda, la que la había guiado con tanta facilidad durante el vals, comenzó a acercarla más hacia él. La presión era lenta pero inexorable, y ella fue sintiendo más y más calor a medida que sus cuerpos estaban más cerca, y prácticamente se sintió arder cuando repentinamente sintió todo el largo de su cuerpo apretado contra el de ella.

Él parecía muy grande y muy potente, y en sus brazos se sentía como si fuera la mujer más hermosa del mundo.

De pronto todo le pareció posible, tal vez incluso una vida libre de servidumbre y estigma.

La boca de él se hizo más apremiante, y con la lengua le hizo cosquillas en la comisura de la boca. La mano con que él todavía sostenía la de ella en la postura para el vals, se deslizó por su brazo y luego subió por su espalda hasta posarse en la nuca, donde le acarició las guedejas sueltas de su peinado.

– Tu pelo es como la seda -susurró él.

Ella se echó a reír, porque él llevaba guantes.

Él se apartó y la miró con expresión divertida.

– ¿De qué te ríes?

– ¿Cómo puedes saber cómo es mi pelo? Llevas guantes.

Él sonrió, una sonrisa sesgada, de niño, que le produjo revoloteos en el estómago y le derritió el corazón.

– No sé cómo lo sé, pero lo sé -dijo. Con la sonrisa más sesgada aún, añadió-: Pero para estar seguro, tal vez sea mejor tocarlo con la mano sin guante. -Puso la mano delante de ella-. ¿Me harás el bonor?