Sophie le miró la mano unos segundos y de pronto comprendió lo que quería decir. Haciendo una inspiración temblorosa y nerviosa, retrocedió un paso y acercó las dos manos a la de él. Lentamente fue cogiendo las puntas de cada dedo, dándoles un tironcito, y así fue soltando la fina tela hasta que al fin pudo sacar todo el guante de su mano.
Con el guante colgando de sus dedos, le miró la cara. Él tenía una expresión de lo más rara en sus ojos. Hambre… y algo más; algo casi espiritual.
– Deseo acariciarte -susurró él.
Ahuecando la mano sin guante en su mejilla, le acarició suavemente la piel con las yemas de los dedos, deslizándolos hasta tocarle el pelo cerca de la oreja. Tironeó con suma suavidad hasta soltarle una guedeja. Liberada de las horquillas, la guedeja se enroscó en un amplio rizo, y Sophie no pudo apartar los ojos de su mechón de pelo dorado enrollado en el índice de él.
– Estaba equivocado -musitó él-. Es más suave que la seda.
De pronto ella sintió un feroz deseo de acariciarlo de la misma manera. Levantó la mano.
– Ahora me toca a mí -dijo en voz baja.
Con los ojos relampagueantes, él se puso a trabajar en el guante, soltándoselo en las puntas de los dedos, tal como había hecho ella. Pero luego, en lugar de quitárselo, puso los labios en el borde del largo guante y desde allí los deslizó hasta más arriba del codo, besándole la sensible piel del interior del brazo.
– También es más suave que la seda -susurró.
Con la mano libre, Sophie le cogió el hombro, ya nada segura de su capacidad de mantenerse firme sobre sus pies.
Él fue sacándole el guante, deslizándolo con terrible lentitud por el brazo, siguiendo su avance con los labios hasta llegar al interior del codo. Casi sin interrumpir el beso, la miró y le dijo:
– ¿No te importa si me quedo aquí un momento?
Ella negó con la cabeza, impotente.
Él deslizó la lengua por la curva del codo.
– Ooh -gimió ella.
– Pensé que podría gustarte eso -dijo él, quemándole la piel con sus palabras.
Ella asintió. O mejor dicho, tuvo la intención de asentir. No sabía si lo había conseguido.
Los labios de él continuaron su ruta, deslizándose seductoramente por el antebrazo hasta llegar al interior de la muñeca. Allí se detuvieron un momento y luego fueron a posarse en el centro mismo de la palma.
– ¿Quién eres? -le preguntó, levantando la cabeza, pero sin soltarle la mano.
Ella negó con la cabeza.
– Tengo que saberlo.
– No puedo decirlo. -Al ver que él no aceptaría una negativa, añadió la mentira-: Todavía.
Él le cogió un dedo y lo frotó suavemente con los labios.
– Quiero verte mañana -le dijo dulcemente-. Deseo ir a visitarte y ver dónde vives.
Ella no contestó, simplemente se mantuvo firme, tratando de no llorar.
– Deseo conocer a tus padres y darle unas palmaditas a tu condenado perro -continuó él, con la voz algo trémula-. ¿Comprendes lo que quiero decir?
De abajo seguían llegando los sonidos de la música y la conversación, pero lo único que ellos oían en la terraza era el sonido áspero de sus respiraciones.
– Deseo… -su voz ya era un murmullo, y en sus ojos apareció una vaga expresión de sorpresa, como si no pudiera creer la verdad de sus palabras-. Deseo tu futuro. Deseo todos los trocitos de ti.
– No digas nada más -le suplicó ella-. Por favor, no digas ni una palabra más.
– Entonces dime tu nombre. Dime cómo encontrarte mañana.
– Eh… -En ese instante oyó un extraño sonido, exótico y vibrante-. ¿Qué es eso?
– Un gong -respondió él-. Para señalar que es la hora de quitárse las máscaras.
– ¿Qué? -preguntó ella, aterrada.
– Debe de ser la medianoche.
– ¿Medianoche? -exclamó ella.
– La hora para que te quites la máscara.
Sin darse cuenta, Sophie se llevó la mano a la sien y la apretó sobre el antifaz, como si pudiera pegárselo a la cara por pura fuerza de voluntad.
– ¿Te sientes mal? -le preguntó Benedict.
– Tengo que irme -exclamó ella y, sin añadir palabra, se cogió la falda y salió corriendo de la terraza.
– ¡Espera! -lo oyó gritar
Sintió la ráfaga de aire que produjo él al mover el brazo en un vano intento de cogerle el vestido.
Pero ella era rápida y, tal vez más importante aún, se encontraba en un estado de terror absoluto, y bajó la escalera como si el fuego del infierno fuera mordiéndole los talones.
Irrumpió en el salón de baile. Sabiendo que Benedict resultaría un resuelto perseguidor, tenía más posibilidades de que él le perdiera la pista en medio de una gran muchedumbre. Sólo tenía que atravesar el salón, para poder salir por la puerta lateral y dar la vuelta a la casa por fuera hasta donde la esperaba el coche.
Los invitados se estaban quitando las máscaras y era enorme el bullicio con las fuertes risas. Se fue abriendo camino, sorteando y empujando lo que fuera para llegar al otro lado del salón. Desesperada miró atrás por encima del hombro. Benedict ya había entrado en el salón y estaba escrutando la muchedumbre con su intensa mirada. Al parecer no la había visto todavía, pero ella sabía que la vería; su vestido plateado la convertía en objetivo fácil.
Continuó apartando a personas de su camino. La mitad de ellas casi ni se fijaban; tal vez estaban demasiado borrachas.
– Perdón – musitó, al enterrarle el codo en las costillas a un Julio César.
Oyó otro «Perdón», que más parecía un gruñido; eso fue cuando Cleopatra le pisó un dedo del pie.
– Perdón -exclamó, y prácticamente se quedó sin aliento, porque se encontró cara a cara con Araminta.
O, mejor dicho, cara a máscara, porque ella seguía con el antifaz puesto. Pero si alguien podía reconocerla, ésa era Araminta. Y entonces…
– Mira por donde pisas -dijo Araminta altivamente.
Y mientras ella la miraba boquiabierta, paralizada, Araminta se recogió la falda de reina Isabel y se alejó.
Bueno, Araminta no la había reconocido. Si no hubiera estado tan desesperada por salir de la casa Bridgerton antes de que Benedict le diera alcance, se habría detenido a reírse encantada.
Nuevamente miró hacia atrás. Benedict la había visto y estaba abriéndose paso por entre la muchedumbre con mucha más eficiencia que ella. Tragando saliva sonoramente y con renovada energía, continuó y casi tiró al suelo a dos diosas griegas antes de llegar por fin a la puerta lateral.
Volvió la cabeza el tiempo suficiente para ver a Benedict detenido por una anciana con un bastón; salió corriendo por la puerta, corriendo dio la vuelta a la casa hasta la fachada, donde la esperaba el coche de la casa Penwood, tal como le dijera la señora Gibbons.
– ¡Vamos, vamos! -gritó desesperada al cochero.
Y el coche emprendió la marcha.
Capítulo 4
Más de un invitado al baile de máscaras ha informado a esta cronista que a Benedict Bridgerton se le vio en compañía de una dama desconocida que vestía un traje plateado.
Por mucho que lo ha intentado, esta cronista ha sido absolutamente incapaz de descubrir la identidad de la misteriosa dama. Y si esta cronista no ha podido descubrir la verdad, podéis estar seguros de que su identidad es un secreto muy bien guardado.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 7 de junio de 1815
Ella había desaparecido.
De pie delante de la casa Bridgerton, en la acera, Benedict escudriñó la calle. Era una locura. Toda Grosvenor Square estaba atiborrada de coches. Ella podía estar en cualquiera de ellos, o simplemente sentada en algún lugar sobre los adoquines, protegiéndose del tráfico. También podía estar en uno de los tres coches que acababan de salir del enredo y desaparecido en la esquina.