Benedict no logró recordar a ningún duque de setenta años haciendo un viaje al altar.
– ¿Ha hecho eso la condesa?
– No, pero lo haría. Mientras que yo… -Benedict tuvo que reprimir una sonrisa al ver a su madre señalar-. Permitiría que mis hijas se casaran con personas pobres si eso las hacía felices.
Benedict arqueó una ceja.
– Tendrían que ser pobres de buenos principios y muy trabajadores, eso sí -continuó ella-. Ningún jugador necesita hacer proposiciones.
No queriendo reírse de su madre, Benedict tosió discretamente en su pañuelo.
– Pero tú no deberías preocuparte por mí -dijo Violet, mirándolo de reojo y luego pellizcándole suavemente el brazo.
– Pues sí que debo -se apresuró a decir él.
Ella sonrió, muy serena.
– Dejaré de lado mis sentimientos por la condesa viuda si quieres a una de sus hijas. -Lo miró esperanzada-. ¿Quieres a una de sus hijas?
– No tengo idea -reconoció Benedict-. No logré saber su nombre. Sólo tengo su guante.
Violet lo miró severa.
– No te voy a preguntar cómo obtuviste su guante.
– Fue todo muy inocente, te lo aseguro.
La expresión de Violet era de enorme desconfianza.
– Tengo demasiados hijos varones para creerme eso -masculló.
– ¿Y las iniciales? -le recordó él.
Violet volvió a mirar detenidamente el guante.
– Es bastante viejo -dijo.
– Yo también pensé eso -asintió él-. Huele un poco a rancio, como si hubiera estado guardado mucho tiempo.
– Y el bordado también está desgastado -comentó ella-. No sé qué podría significar la L, pero la S podría ser de Sarah, la madre del difunto conde, que también murió. Lo cual tendría sentido, dada la antigüedad del guante.
Benedict estuvo un rato mirando el guante en las manos de su madre. Al fin dijo:
– Estoy bastante seguro de que no conversé con un fantasma anoche. ¿A quién crees que podría pertenecer el guante?
– No tengo idea. A alguien de la familia Gunningworth, me imagino.
– ¿Sabes dónde viven?
– Pues, en la casa Penwood. El nuevo conde no las ha echado todavía. No sé por qué. Tal vez teme que deseen vivir con él cuando tome residencia. Creo que ni siquiera ha venido a la ciudad para la temporada. No lo conozco.
– ¿Sabes por casualidad…?
– ¿Dónde está la casa Penwood? -terminó ella-. Claro que sí. No está lejos, sólo a unas cuantas manzanas de aquí.
Le dio la dirección y Benedict, en su prisa por ponerse en marcha, ya estaba a medio camino de la puerta cuando ella terminó.
– ¡Ah, Benedict! -lo llamó ella, sonriendo muy divertida.
– ¿Sí? -dijo él, volviéndose.
– Las hijas de la condesa se llaman Rosamund y Posy, por si te interesa.
Rosamund y Posy. Ninguno de los dos nombres le pareció adecuado, pero ¿qué sabía él? Era posible que su nombre Benedict no les pareciera adecuado a las personas que conocía. Giró sobre sus talones y nuevamente trató de salir, pero su madre lo detuvo con otro:
– ¡Ah, Benedict!
Volvió a girarse.
– ¿Sí, madre? -preguntó, en tono intencionadamente molesto.
– Me dirás lo que ocurre, ¿verdad?
– Por supuesto, madre.
– Mientes -dijo ella, sonriendo-. Pero te perdono. Es muy agradable verte enamorado.
– No estoy…
– Lo que tu digas, cariño -dijo ella, haciéndole un gesto de despedida.
Benedict decidió que no tenía ningún sentido contestar, así que sin nada más que una mirada al cielo con los ojos en blanco, salió de la sala y se apresuró a salir de la casa.
– ¡Soooophiiie!
Sophie levantó bruscamente la cabeza. La voz de Araminta sonaba más airada que de costumbre, si era posible eso. Araminta siempre estaba molesta con ella.
Señalándose a sí misma con un grandioso gesto.
– ¡Sophie! Maldición, ¿dónde se ha metido esa muchacha infernal?
– Aquí está la muchacha infernal -masculló Sophie, dejando sobre la mesa la cuchara de plata que había estado puliendo. En su calidad de doncella de Araminta, Rosamund y Posy, no debería tener que añadir esa tarea a su lista de quehaceres, pero Araminta realmente se deleitaba en hacerla trabajar como una esclava.
Se levantó y salió al corredor. Sólo Dios sabía por qué estaba fastidiada Araminta esta vez.
– Estoy aquí -gritó. Miró a uno y otro lado-. ¿Milady? Apareció
Araminta en la esquina del corredor, pisando fuerte.
– ¿Qué significa esto? -chilló, levantando algo que tenía en la mano derecha.
Sophie le miró la mano y logró arreglárselas para reprimir una exclamación ahogada. Araminta tenía los zapatos que ella se había puesto la noche anterior.
– N-no sé q-qué quiere decir -tartamudeó.
– Estos zapatos son nuevos. ¡Nuevos!
Sophie guardó silencio hasta que cayó en la cuenta de que Araminta exigía una respuesta.
– Mmm, ¿cuál es el problema?
– ¡Mira esto! -chilló Araminta, pasando el dedo por uno de los tacones-. Está rayado. ¡Rayado! ¿Cómo puede haber ocurrido esto?
– No lo sé, milady. Tal vez…
– No hay tal vez que valga. Alguien se ha puesto mis zapatos.
– Le aseguro que nadie se ha puesto sus zapatos -replicó Sophie, sorprendida de que la voz le saliera tan tranquila-. Todos sabemos lo delicada que es usted con su calzado.
Araminta entrecerró los ojos y la miró con desconfianza.
– ¿Es un sarcasmo eso?
Sophie pensó que si Araminta tenía que preguntar quería decir que le había salido muy bien el sarcasmo.
– ¡No, claro que no! -mintió-. Simplemente quise decir que usted cuida muy bien de sus zapatos. Duran más así. -Puesto que Araminta no decía nada, añadió-: Y eso significa que no tiene necesidad de comprar muchos pares.
Decir lo cual era una absoluta ridiculez, pues Araminta ya tenía más pares de zapatos que los que podría usar una persona en toda su vida.
– Esto es culpa tuya -gruñó la mujer.
Según Araminta, todo era siempre culpa de ella, pero esta vez tenía la razón, de modo que Sophie simplemente tragó saliva y dijo:
– ¿Que quiere que haga al respecto, milady?
– Quiero saber quién usó mis zapatos.
– Tal vez se rayaron en el armario -sugirió Sophie-. Tal vez usted los rozó por casualidad con el pie al pasar.
– Nunca hago nada «por casualidad» -ladró Araminta.
Eso era cierto, pensó Sophie. Todo lo que hacía Araminta, lo hacía con intención.
– Puedo preguntarlo a las criadas. Tal vez alguna de ellas sepa algo.
– Las criadas son una manada de idiotas. Lo que saben cabe en la uña de mi dedo meñique.
Sophie esperó por si Araminta añadía «A excepción de ti», pero lógicamente no lo dijo.
– Puedo tratar de limpiarlo. Seguro que podré hacer algo para borrar la marca de rozadura.
– Los tacones están revestidos en satén -dijo Araminta, burlona-. Si logras encontrar una manera de pulir eso, tendríamos que admitirte en el Colegio Real de Científicos de Tejidos.
A Sophie le habría gustado preguntar si existía un Colegio Real de Científicos de Tejidos, pero Araminta no tenía mucho sentido del humor, ni siquiera cuando no estaba irritada. Hacer una broma en ese momento sería una clara invitación al desastre.
– Podría frotarlo -sugirió-. O cepillarlo.
– Haz eso. Por cierto, mientras estás en ello…
Maldición. Todo lo malo comenzaba cuando Araminta decía
«Mientras estás en ello…».
– … podrías limpiar todos mis zapatos.
Sophie tragó saliva. La colección de zapatos de Araminta estaba formada por al menos ochenta pares.
– ¿Todos?
– Todos. Y mientras estás en ello…
Bueno, ¿más aún?
– ¿Lady Penwood?
Afortunadamente Araminta se interrumpió a mitad de la orden para volverse a ver qué quería el mayordomo.