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– Un caballero desea verla, milady -dijo él, pasándole una tarjeta de visita blanca.

Araminta la cogió y leyó el nombre. Agrandó los ojos.

– ¡Oh! -Volviéndose al instante al mayordomo, ladró-: ¡Té! ¡Galletas! El mejor servicio de plata. ¡Inmediatamente!

El mayordomo se alejó a toda prisa, y Sophie se quedó mirando a Araminta con curiosidad no disimulada.

– ¿Tal vez yo podría ayudar en algo? -preguntó.

Araminta pestañeó dos veces y la miró como si se hubiera olvidado de su presencia.

– No -espetó-. Estoy muy ocupada para molestarme contigo. Sube inmediatamente. -La miró otro momento, y añadió-: ¿Y qué estabas haciendo aquí, por cierto?

Sophie hizo un gesto hacia el comedor, de donde acababa de salir.

– Usted me pidió que puliera…

– Te pedí que te ocuparas de mis zapatos -chilló Araminta.

– Muy bien -dijo Sophie al fin. En su opinión, ésa era una manera muy rara de actuar, incluso para Araminta-. Primero voy a guardar las…

– ¡Sube ahora mismo!

Sophie corrió hacia la escalera.

– ¡Espera!

– ¿Sí? -preguntó, vacilante.

Araminta frunció los labios en un gesto nada atractivo.

– Asegúrate de que Rosamund y Posy estén bien peinadas.

– Por supuesto.

– Después puedes ordenarle a Rosamund que te encierre en mi ropero.

Sophie la miró fijamente. ¿Quería que ella diera la orden de que la encerraran en un ropero?

– ¿Me has entendido?

Sophie ni siquiera logró hacer un gesto de asentimiento. Algunas cosas eran sencillamente demasiado humillantes.

Araminta se le acercó hasta poner la cara casi tocándole la de ella.

– No me has contestado. ¿Has entendido?

Sophie asintió, pero apenas. Al parecer, cada día que pasaba le proporcionaba más pruebas de la intensidad del odio que Araminta sentía por ella.

– ¿Por qué me tiene aquí? -preguntó, antes de pensarlo mejor.

– Porque te encuentro útil -fue la respuesta.

Sophie se quedó un momento observándola alejarse y luego subió corriendo la escalera. Después de ver que los peinados de Rosamund y Posy estaban bastante aceptables, con un suspiro se acercó a Posy y le dijo:

– Enciérrame en ese ropero, por favor.

Posy la miró sorprendida.

– ¿Qué has dicho?

– Me ordenaron que se lo pidiera a Rosamund, pero no me siento capaz de hacerlo.

Posy asomó la cabeza en el inmenso armario empotrado con gran interés.

– ¿Puedo preguntar para qué?

– Tengo que limpiar los zapatos de tu madre.

Posy tragó saliva, incómoda.

– Lo siento.

– Yo también -dijo Sophie, suspirando-. Yo también.

Capítulo 5

Y para añadir otro comentario acerca del baile de máscaras, el disfraz de sirena de la señorita Posy Reiling fue algo desafortunado, pero no tan horroroso, en opinión de esta cronista, como los de la señora Featherington y sus dos hijas mayores, que iban disfrazadas de frutero: Philippa de naranja, Prudence de manzana, y la señora Featherington de racimo de uvas.

Lamentablemente, ninguna de las tres se veía ni un poquitín apetitosa.

Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 7 de junio de 1815.

¿En qué se había convertido su vida que estaba obsesionado por un guante?, pensó Benedict. Desde el momento en que tomó asiento en la sala de estar de lady Penwood se había palpado unas diez veces el bolsillo de la chaqueta para cerciorarse de que el guante seguía ahí. Tan nervioso estaba, cosa rarísima en él, que no sabía bien qué le diría a la condesa viuda cuando llegara. Pero normalmente tenía bastante facilidad de palabra; ya se le ocurriría algo llegado el momento.

Golpeteando el suelo con el pie, miró el reloj de la repisa del hogar. Hacía unos quince minutos que le entregó su tarjeta al mayordomo, lo cual significaba que lady Penwood no tardaría mucho en aparecer. Parecía ser una regla no escrita que todas las damas de la alta sociedad hicieran esperar a sus visitas por lo menos quince minutos; veinte si se sentían especialmente malhumoradas.

Qué regla más estúpida, pensó, irritado. Por qué el resto del mundo no valoraba la puntualidad, como él, era algo que no sabría jamás, pero…

– ¡Señor Bridgerton!

Alzó la vista y vio entrar a una mujer rubia, bastante atractiva y vestida a la última moda. Le pareció vagamente conocida, pero eso era de esperar. Seguro que en muchas ocasiones habrían asistido a los mismos eventos sociales, aun cuando no los hubieran presentado.

– Usted debe de ser lady Penwood -dijo, levantándose y haciendo una cortés venia.

– Pues sí -repuso ella con una graciosa inclinación de la cabeza-. Estoy encantada de que haya decidido honrarnos con una visita. Ciertamente ya he informado a mis hijas de su presencia. No tardarán en bajar.

Benedict sonrió. Eso era exactamente lo que había esperado. Lo habría sorprendido si ella se hubiera comportado de otra manera. Ninguna madre de hijas casaderas desatendía jamás a un hermano Bridgerton.

– Me hace ilusión conocerlas -dijo.

Ella frunció ligeramente el ceño.

– ¿Quiere decir que aún no las conoce?

Maldición. La señora quería saber por qué había ido a visitarlas.

– He oído decir cosas muy encantadoras de ellas -improvisó, tratando de no gruñir.

Si lady Whistledown llegaba a enterarse de esa visita, y al parecer se enteraba de todo, muy pronto se propagarían por toda la ciudad los rumores de que él andaba buscando esposa, y había puesto su interés en las hijas de la condesa. ¿Por qué, si no, iba a visitar a dos mujeres a las que ni siquiera había sido presentado?

Lady Penwood sonrió de oreja a oreja.

– Mi Rosamund está considerada una de las jóvenes más hermosas de la temporada.

– ¿Y su Posy? -preguntó él con algo de perversidad. A ella se le tensaron las comisuras de la boca.

– Posy es… eh… encantadora.

Él sonrió, benigno:

– No veo la hora de conocer a Posy.

Lady Penwood pestañeó y luego trató de disimular su sorpresa con una sonrisa un tanto dura.

– No me cabe duda de que a Posy le encantará conocerle.

En ese momento entró una criada con un servicio de té de plata, muy elegante, y a un gesto de lady Penwood, lo dejó sobre una mesa. Pero antes de que pudiera salir la criada, la condesa le preguntó (en tono algo brusco, en opinión de Benedict):

– ¿Dónde están las cucharas Penwood?

La criada se inclinó en una venia bastante aterrada y contestó:

– Sophie las estaba puliendo en el comedor, milady, pero tuvo que subir cuando usted…

– ¡Silencio! -interrumpió lady Penwood, aun cuando había sido ella la que preguntó por las cucharas-. Me imagino que el señor Bridgerton no será tan quisquilloso que necesite tomar el té con cucharillas con monograma.

– Claro que no -musitó Benedict, pensando que lady Penwood sí tenía que ser muy quisquillosa, si había sacado a relucir el tema.

– ¡Vete! -ordenó la condesa a la criada agitando enérgicamente la mano-. ¡Fuera de aquí!

La criada se apresuró a salir y la condesa se volvió hacia él y le explicó:

– Nuestra mejor cubertería de plata lleva grabado el blasón Penwood.

– ¿Ah, sí? -exclamó él, inclinándose un poco, con evidente interés. Ésa habría sido una excelente manera de verificar que el blasón bordado en el guante era el de los Penwood-. No tenemos nada así en la casa Bridgerton -añadió, con la esperanza de que no fuera mentira; jamás se había fijado en la forma de los cubiertos-. Me encantaría verlo.

– ¿Sí? -preguntó ella, con los ojos brillantes de admiración-. Sabía que era usted un hombre de buen gusto y refinamiento.

Benedict sonrió, principalmente para no gruñir.

– Tendré que enviar a alguien al comedor a buscar un cubierto. Suponiendo que esa muchacha infernal haya hecho su trabajo.