Al decir eso la boca le formó un rictus con las comisuras hacia abajo, de un modo nada atractivo, y Benedict observó que las arrugas de su entrecejo eran muy pronunciadas.
– ¿Hay algún problema? -preguntó, cortésmente.
Ella negó con la cabeza y agitó una mano como para restarle importancia.
– Simplemente que es muy difícil encontrar buen personal de servicio. Seguro que su madre dice lo mismo todo el tiempo.
Su madre jamás decía eso, pensó Benedict, pero tal vez se debía a que en su casa trataban muy bien a todos los criados, por lo que éstos eran muy fieles a la familia. Pero asintió de todos modos.
– Uno de estos días tendré que despedir a Sophie -continuó la condesa, sorbiendo por la nariz-. No es capaz de hacer nada bien.
Benedict sintió una vaga punzada de compasión por la pobre y desconocida Sophie. Pero lo último que deseaba era entrar en una conversación sobre la servidumbre con lady Penwood, de modo que cambió el tema haciendo un gesto hacia la tetera.
– Me imagino que el té ya está bien remojado.
– Ah, sí, por supuesto -dijo ella, mirando también la tetera y sonriendo-. ¿Cómo le gusta?
– Con leche y sin azúcar.
Mientras ella le servía la taza oyó el ruido de pies bajando la escalera, y se le aceleró el corazón. En cualquier momento aparecerían las hijas de la condesa en la puerta, y seguro que una de ellas sería la mujer que había conocido la noche anterior. Cierto que no le había visto gran parte de la cara, pero tenía bastante buena idea de su talla y altura. Y estaba bastante seguro de que tenía los cabellos largos y castaño claro.
Sí que la reconocería si la veía. ¿Cómo no iba a reconocerla?
Pero cuando entraron las dos damitas en la sala, supo al instante que ninguna de las dos era la mujer que ocupaba todos sus pensamientos. Una de ellas era demasiado rubia, y tenía un aire remilgado, muy afectado, toda una señorita melindres. No había alegría en su expresión, ni travesura en su sonrisa. La otra se veía bastante amistosa, pero era demasiado rolliza, y su pelo era muy oscuro.
Procuró ocultar su decepción. Sonrió durante las presentaciones y besó galantemente las manos de las dos, diciendo una o dos tonterías sobre lo encantado que estaba de conocerlas. Se empeñó decididamente en halagar a la regordeta, simplemente porque se veía a las claras que su madre prefería a la otra. Ese tipo de madres no merecían ser madres, pensó.
– ¿Y tiene más hijos? -preguntó a la condesa cuando acabaron las presentaciones.
Ella lo miró extrañada.
– No, claro que no. Si los tuviera los habría hecho venir a conocerle.
– Pensé que tal vez podría tener hijos pequeños en la sala de estudios. Tal vez de su unión con el conde.
Ella negó con la cabeza.
– Mi matrimonio con lord Penwood no fue bendecido con hijos. Es una lástima que el título haya salido de la familia Gunningworth.
Benedict no pudo dejar de notar que la condesa parecía más irritada que entristecida por su falta de prole Penwood.
– ¿Tenía hermanos o hermanas su marido? -preguntó, pensando si tal vez su dama misteriosa era una prima Gunningworth.
La condesa le dirigió una mirada suspicaz, la que él tuvo que reconocer que se merecía, tomando en cuenta que sus preguntas no eran las normales para una visita de tarde.
– Es evidente que mi marido no tenía ningún hermano -replicó la condesa-, puesto que el título salió de la familia.
Benedict comprendió que debía mantener cerrada la boca, pero había algo en esa mujer que lo irritaba tanto que no pudo resistirse a decir:
– Podría haber tenido un hermano que murió antes que él.
– Bueno, pues no.
Rosamund y Posy seguían con sumo interés la conversación, girando las cabezas de un lado a otro como si estuvieran viendo un partido de tenis.
– ¿Y hermanas? -preguntó él-. En realidad, lo único que me mueve a hacer estas preguntas es que pertenezco a una familia muy numerosa. No me imagino con un solo hermano o una sola hermana -añadió, haciendo un gesto hacia Rosamund y Posy-. Pensé que tal vez sus hijas disfrutarían de la compañía de primos y primas.
Una explicación bastante débil, pensó, pero tendría que servir.
– Tenía una hermana -contestó la condesa, arrugando la nariz, desdeñosa-. Pero vivió y murió soltera. Era una mujer de inmensa fe, que eligió dedicar su vida a las obras de caridad.
Bueno, fin de la teoría de la prima.
– Disfruté muchísimo en su baile de máscaras anoche -dijo Rosamund repentinamente.
Benedict la miró sorprendido. Las dos muchachas habían estado tan calladas que él había olvidado que sabían hablar.
– En realidad fue el baile de mi madre. Yo no participé en la preparación. Pero le transmitiré su elogio.
– Por favor -dijo Rosamund-. ¿Disfrutó del baile, señor Bridgerton?
Benedict estuvo un momento mirándola antes de contestar. La joven tenía una expresión dura en los ojos, como si deseara una información concreta.
– Sí, mucho -contestó.
– Observé que pasó gran parte del tiempo con una dama en particular -insistió Rosamund.
Lady Penwood giró bruscamente la cabeza para mirarlo, pero no dijo nada.
– ¿Sí? -musitó Benedict.
– Llevaba un traje plateado -continuó Rosamund-. ¿Quién era?
– Una mujer misteriosa -dijo él con una sonrisa enigmática. No había ninguna necesidad de que ellas supieran que para él también era un misterio.
– Supongo que a nosotras puede decirnos su nombre -terció lady Penwood.
Benedict se limitó a sonreír, y se levantó. No iba a obtener más información ahí.
– Me temo que debo marcharme, señoras -dijo afablemente, haciéndoles una cortés venia.
– Y al final no vio las cucharas -le recordó lady Penwood. -Eso tendré que reservarlo para otra ocasión -dijo él.
Era improbable que su madre se hubiera equivocado respecto al blasón Penwood. Además, si pasaba otro rato más en compañía de la dura y rígida condesa de Penwood, igual podría vomitar.
– Ha sido agradable -mintió.
– Pues sí -convino lady Penwood, acompañándolo a la puerta-. Breve, pero agradable.
Benedict no se tomó la molestia de sonreír.
– ¿Qué te parece que ha sido esto? -dijo Araminta cuando oyó cerrarse la puerta de calle, después de salir Benedict Bridgerton.
– Bueno -dijo Posy-, tal vez…
– No te lo he preguntado a ti -gruñó Araminta.
– Bueno, ¿a quién se lo preguntaste, entonces? -replicó Posy, con más sentido común del que la caracterizaba.
– Tal vez me vio de lejos -dijo Rosamund- y…
– No te vio de lejos -ladró Araminta, atravesando la sala a largos pasos.
Rosamund retrocedió, sorprendida. Su madre rara vez le hablaba en tono tan impaciente.
– Tú misma dijiste que estaba enamorado de una mujer con vestido plateado.
– No dije «enamorado» exactamente.
– No me discutas por esas tonterías. Estuviera enamorado o no, no vino aquí en busca de ninguna de vosotras -dijo Araminta, recalcando el «vosotras», con su buena dosis de desdén-. No sé qué pretendía. Parecía… -Se interrumpió para caminar hasta la ventana. Haciendo a un lado la cortina, vio al señor Bridgerton en la acera sacando algo del bolsillo-. ¿Qué hace? -susurró.
– Creo que tiene un guante en la mano -dijo Posy, servicial.
– No es un guante -replicó Araminta, acostumbrada como estaba a contradecir lo que fuera que dijera Posy-. Vaya, pues sí que es un guante.
– Me parece que sé conocer un guante cuando veo uno -masculló Posy.
– ¿Qué está mirando? -preguntó Rosamund, dando un codaro a su hermana para que se apartara.
– Hay algo en el guante -dijo Posy-. Tal vez un bordado. Tenemos algunos guantes con el blasón Penwood bordado en el borde. Tal vez ése tiene el mismo.