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Araminta palideció.

– ¿Te sientes mal, madre? -le preguntó Posy-. Estás muy pálida.

– Vino aquí en busca de ella -susurró Araminta.

– ¿De quién? -preguntó Rosamund.

– La mujer del vestido plateado.

– Bueno, no la va a encontrar aquí -terció Posy-, puesto que yo fui de sirena y Rosamund de María Antonieta. Y tú de reina Isabel, claro.

– Los zapatos -exclamó Araminta-. Los zapatos.

– ¿Qué zapatos? -preguntó Rosamund, irritada.

– Estaban rayados. Alguien usó mis zapatos. -La cara ya terriblemente pálida se le puso más blanca aún-. Era «ella». ¿Cómo lo hizo? Tuvo que ser ella.

– ¿Quién? -inquirió Rosamund.

– Madre, ¿de verdad no te sientes mal? -volvió a preguntar Posy-. Estás muy rara.

Pero Araminta ya había salido corriendo de la sala.

– Zapato estúpido -farfulló Sophie, frotando con un trapo el talón de uno de los zapatos más viejos de Araminta-. Éstos no se los ha puesto desde hace años.

Acabó de sacar brillo a la punta y colocó el zapato en su lugar en la muy ordenada hilera. Pero aún no cogía otro par cuando se abrió bruscamente la puerta del armario y fue a chocar con la pared, con tanta fuerza que ella casi lanzó un chillido de sorpresa.

– Ay, Dios, qué susto me ha dado -dijo a Araminta-. No la sentí venir y…

– Recoge tus cosas y lárgate -le dijo Araminta en voz baja y cruel-. Te quiero fuera de esta casa a la salida del sol.

A Sophie se le cayó de la mano el trapo con que estaba dando lustre a los zapatos.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– ¿He de tener un motivo? Las dos sabemos que hace un año dejé de recibir los fondos por tu cuidado. Baste decir que ya no te quiero aquí.

– Pero ¿adónde iré?

Araminta entrecerró los ojos hasta dejarlos convertidos en dos feas rajitas.

– Ése no es problema mío, ¿verdad?

– Pero…

– Tienes veinte años. Edad más que suficiente para hacerte tu camino en el mundo. No habrá más mimos de mi parte.

– Jamás me ha mimado -repuso Sophie en voz baja.

– No te atrevas a contestarme.

– ¿Por qué no? -replicó Sophie, con voz más aguda-. ¿Qué puedo perder? Me va a echar de la casa de todas maneras.

– Podrías tratarme con un poco de respeto -siseó Araminta, plantándole el pie sobre la falda, para clavarla en la posición de rodillas-, tomando en cuenta que todo este año te he vestido y alojado sólo por la bondad de mi corazón.

– Usted no hace nada por la bondad de su corazón. -Tironeó la falda, pero ésta estaba firmemente cogida bajo el tacón de Araminta-. ¿Por qué me ha mantenido aquí?

– Eres más barata que una criada normal -cacareó Araminta-, y disfruto dándote órdenes.

Sophie detestaba ser prácticamente la esclava de Araminta, pero la casa Penwood era un hogar después de todo. La señora Gibbons era su amiga y Posy normalmente era amistosa; el resto del mundo, en cambio, era… bueno… bastante temible. ¿Adónde podía ir? ¿Qué podía hacer? ¿Cómo se mantendría?

– ¿Por qué ahora? -preguntó.

– Ya no me eres útil -repuso Araminta, encogiéndose de hombros. Sophie miró la larga hilera de zapatos que acababa de limpiar.

– ¿No?

Araminta presionó el puntiagudo tacón de su zapato sobre la falda, haciéndolo girar hasta romper la tela.

– Anoche fuiste al baile, ¿verdad?

Sophie sintió que la sangre le abandonaba la cara y comprendió que Araminta veía la verdad en sus ojos.

– N-no -mintió-. ¿Cómo iba a…?

– No sé cómo lo hiciste, pero sé que estuviste ahí. -Con el pie tiro un par de zapatos en su dirección-. Ponte estos zapatos.

Sophie miró los zapatos. Consternada vio que eran los de satén blanco cosidos con hilo de plata, los que se había puesto la noche anterior.

– ¡Póntelos! -chilló Araminta-. Los pies de Rosamund y de Posy son demasiado grandes para estos zapatos. Tú eres la única que podrías haberlos usado anoche.

– ¿Y por eso cree que fui al baile? -preguntó Sophie, con la voz trémula de terror.

– Ponte los zapatos, Sophie.

Se puso de pie y obedeció. Lógicamente, los zapatos le quedaban perfectos.

– Has sobrepasado tus límites -dijo Araminta en voz baja-. Hace muchos años te advertí que no olvidaras tu lugar en este mundo. Eres hija ilegítima, una bastarda, el fruto de…

– ¡Sé qué significa bastarda!

Araminta arqueó una ceja, burlándose altivamente de ese estallido.

– Eres indigna de alternar con la sociedad educada -continuó-, y sin embargo te atreviste a simular que vales tanto como el resto de nosotros asistiendo al baile de máscaras.

– ¡Sí, me atreví! -exclamó Sophie, ya sin importarle que Araminta hubiera descubierto su secreto-. Me atreví y volvería a atreverme. Mi sangre es tan azul como la suya, y mi corazón mucho más bondadoso, y…

Un instante estaba de pie chillándole a Araminta y el siguiente estaba en el suelo con la mano en la mejilla, roja por la bofetada.

– No te compares jamás conmigo -le advirtió Araminta.

Sophie continuó en el suelo. ¿Cómo pudo haberle hecho eso su padre, dejarla al cuidado de una mujer que la odiaba tanto? ¿Tan poco la quería? ¿O simplemente había estado ciego?

– Mañana por la mañana ya estarás fuera de aquí -continuó Araminta en voz baja-. No quiero volver a verte la cara.

Sophie se levantó y fue hasta la puerta. Araminta le puso violentamente la mano sobre el hombro.

– Pero no antes de acabar el trabajo que te he asignado.

– Me llevará hasta la mañana terminarlo -protestó ella.

– Ése es problema tuyo, no mío.

Dicho eso, Araminta cerró la puerta de un golpe y dio vuelta a la llave en la cerradura, con un clic muy fuerte.

Sophie miró la parpadeante llama de la vela que había llevado ahí para iluminar el largo y oscuro ropero. La mecha no duraría de ninguna manera hasta la mañana siguiente.

Y de ninguna manera ella iba a limpiar el resto de los zapatos de Araminta; ciertamente de ninguna manera.

Se sentó en el suelo, con las piernas y los brazos cruzados y estuvo mirando la llama hasta que se le pusieron los ojos turbios. Cuando saliera el sol a la mañana siguiente, su vida cambiaría para siempre. La casa Penwood podría no haber sido un lugar precisamente acogedor, pero por lo menos era un lugar seguro.

No tenía casi nada de dinero. No había recibido ni un cuarto de penique de Araminta en los siete años pasados. Por suerte, todavía tenía un poco del dinero para gastos menores que recibía cuando su padre estaba vivo y la trataban como a su pupila, no como a la esclava de su mujer. Y aunque tuvo muchas oportunidades de gastarlo, siempre había sabido que podía llegar ese día, por lo que le pareció prudente guardar los pocos fondos que tenía.

Pero esas pocas libras no la llevarían muy lejos. Necesitaba un pasaje para marcharse de Londres, y eso era caro; tal vez más de la mitad de sus ahorros. Tal vez podría quedarse un tiempo en la ciudad, pero los barrios pobres de Londres eran sucios y peligrosos, y ciertamente los ahorros que tenía no le permitirían vivir en ninguno de los barrios mejores. Además, si iba a estar sola, bien que podía volver al campo, que tanto le gustaba.

Y eso sin tomar en cuenta que Benedict Bridgerton estaba en Londres. La ciudad era grande y no le cabía la menor duda de que podría evitar encontrarse con él durante años, pero su miedo terrible era que no desearía evitarlo; seguro que iría a mirar su casa con la esperanza de ver un atisbo de él cuando saliera por la puerta principal.

Y si él la veía… bueno, no sabía qué podría ocurrir. Era posible que él estuviera furioso por su engaño. Podría desear hacerla su amante. Podría no reconocerla.

Lo único que sabía con certeza era que él no se arrojaría a sus pies declarándole su amor eterno ni le pediría la mano en matrinionio.