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Los hijos de vizconde no se casan con muchachas de humilde cuna. Ni siquiera en las novelas.

No, tenía que marcharse de Londres; mantenerse alejada de la tentación. Pero necesitaría dinero, el suficiente para vivir hasta que encontrara un empleo. El suficiente para…

Sus ojos se posaron en algo brillante: un par de zapatos metidos en el rincón. Pero no hacía una hora ella había limpiado esos zapatos y sabía que el brillo no provenía de los zapatos sino de unas pinzas enjoyadas que llevaban prendidas, las que eran fáciles de quitar y lo bastante pequeñas para guardarlas en el bolsillo.

¿Se atrevería?

Pensó en todo el dinero que había recibido Araminta por cuidar de ella, dinero que a la mujer jamás se le ocurrió compartir con ella.

Pensó en todos los años que había trabajado como doncella y criada sin recibir la más mínima paga.

Pensó en su conciencia y se apresuró a aplastarla. En momentos como ese no tenía espacio para una conciencia. Cogió las pinzas de los zapatos.

Y varias horas después, cuando subió Posy (contra los deseos de su madre) a abrirle la puerta para que saliera, empaquetó todas sus pertenencias y se marchó.

Ante su propia sorpresa, no miró atrás.

Capítulo 6

Hace ya tres años que no hay ninguna boda en la familia Bridgerton, y en varias ocasiones se ha oído declarar a lady Bridgerton que está casi desquiciada. Benedict no ha buscado novia (y es la opinión de esta cronista que a sus treinta años ya debería hacerlo); tampoco tiene novia Colin, aunque tal vez se le puede perdonar su tardanza porque, al fin y al cabo, sólo tiene veintiséis años.

La vizcondesa viuda tiene también dos hijas por las que preocuparse. Eloise está muy cerca de los veintiún años, y aunque le han hecho varias proposiciones, ha demostrado no tener ninguna inclinación a casarse. Francesca va a cumplir los veinte (por coincidencia, las dos jovenes están de cumpleaños el mismo día), y también parece más interesada en la temporada que en el matrimonio.

Esta cronista opina que lady Bridgerton no tiene por qué preocuparse en realidad. Es inconcebible que cualquiera de los hermanos Bridgerton no haga finalmente un matrimonio aceptable; además, sus dos hijos casados ya le han dado un total de cinco nietos, y supongo que ése es el deseo de su corazón.

Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 30 de abril de 1817.

Alcohol y cigarros; partidas de cartas y muchas mujeres de alquiler. Justo el tipo de fiesta de la que Benedict Bridgerton habría disfrutado inmensamente cuando acababa de salir de la universidad.

Pero en esos momentos estaba aburrido, hastiado.

Ni siquiera sabía por qué se le ocurrió asistir. Por puro aburrimiento, suponía. Hasta el momento la temporada de 1817 en Londres había sido una repetición de la del año anterior, y no había encontrado particularmente interesante la de 1816. Hacer lo mismo y lo mismo otra vez ya era peor que vulgar.

Tampoco conocía al anfitrión, un tal Phillip Cavender. Era una de esas situaciones del amigo de un amigo de un amigo, y en esos momentos deseaba fervientemente haberse quedado en Londres. Acababa de salir de un molesto catarro, y debería haber aprovechado ese pretexto para rechazar la invitación, pero su amigo, al que, por cierto, no veía desde hacía varias horas, había insistido, tentándolo, engatusándolo, hasta que él cedió.

Y cuánto lo lamentaba.

Avanzó por el corredor que salía del vestíbulo principal de la casa de los padres de Cavender. Por la puerta izquierda vio a un grupo jugando a las cartas; uno de los jugadores estaba sudando copiosamente.

– Idiota -masculló. El pobre hombre igual estaba a punto de perder su casa ancestral.

La puerta de la derecha estaba cerrada, pero oyó risitas femeninas y luego la risa de un hombre, seguidos por unos gruñidos y chillidos bastante desagradables.

Eso era una locura, una estupidez. No deseaba estar ahí. Detestaba jugar a las cartas cuando las apuestas eran sumas superiores a lo que podían permitirse los participantes y jamás había tenido el menor interés en copular de una manera tan pública. No sabía qué le había ocurrido al amigo que lo llevó allí, y no le caían muy bien los demás invitados.

– Me marcho -anunció, aunque no había nadie que lo escuchara.

Tenía una pequeña propiedad no muy lejos de allí, a una hora de trayecto en realidad. Aunque no era mucho más que una rústica casita de campo, en esos momentos se le antojó que era el mismísimo cielo.

Pero los buenos modales le ordenaban que buscara a su anfitrión para informarlo de su partida, aun cuando el señor Cavender estuviera tan borracho que al día siguiente no recordara nada de la conversación.

Pero al cabo de diez minutos de infructuosa búsqueda, Benedict ya comenzaba a desear que su madre no hubiera sido tan firme en su empeño de inculcar buenos modales a todos sus hijos. Entonces le habría resultado mucho más fácil marcharse simplemente y ya está.

– Tres minutos más -gruñó-. Si dentro de tres minutos no encuentro al puñetero idiota, me marcho.

Justo en ese momento pasaron por su lado dos jóvenes tambaleantes que al enredarse en sus propios pies soltaron una ruidosa carcajada. El aire se impregnó de efluvios alcohólicos, y Benedict retrocedió discretamente un paso, no fuera a ser que uno de ellos se viera obligado a echarle encima el contenido de su estómago.

Le tenía muchísimo cariño a sus botas.

– ¡Bridgerton! -exclamó uno de ellos.

Benedict los saludó con una seca inclinación de la cabeza. Los dos eran unos cinco años menores que él y no los conocía bien.

– Ése no es un Bridgerton -dijo el otro con la voz estropajosa-. Ése es… vaya, pues sí que es un Bridgerton. Tiene el pelo y la nariz. -Entrecerró los ojos-. ¿Pero cuál de los Bridgerton?

– ¿Habéis visto a nuestro anfitrión? -les preguntó Benedict, pasando por alto la pregunta.

– ¿Tenemos un anfitrión?

– Pues, claro -dijo el primero-. Cavender. Un tipo condenadamente amable, dejarnos usar su casa…

– La casa de sus padres -enmendó el otro-. No la ha heredado todavía, el pobre.

– ¡Eso! La casa de sus padres. Muy agradable el muchacho de todos modos.

– ¿Alguno de vosotros lo ha visto? -gruñó Benedict.

– Está fuera -contestó el que al principio no recordaba que tenían un anfitrión-. Justo delante de la casa.

– Gracias.

Sin más, pasó junto a ellos en dirección a la puerta. Bajaría la cscalinata, presentaría sus respetos a Cavender y se dirigiría al establo a recoger su faetón. Tal vez ni siquiera tendría que aminorar el paso.

Era hora de buscarse otro empleo, pensó Sophie Beckett.

Habían transcurrido casi dos años desde que se marchara de Londres, dos años desde que por fin dejara de ser la esclava de Araminta, dos años desde que se quedara totalmente sola.

Después de salir de la casa Penwood empeñó las pinzas de los zapatos de Araminta, pero los diamantes de que tanto alardeara Araminta resultaron no ser diamantes sino simples imitaciones, y no le dieron mucho dinero por ellos. Intentó encontrar trabajo como institutriz, pero en ninguna de las agencias a las que se presentó estuvieron dispuestos a aceptarla. Sí que tenía buena educación, pero no tenía ninguna recomendación; además, la mayoría de las mujeres no querían contratar a una persona tan joven y bonita.

Finalmente compró un billete en un coche de línea hasta Wiltshire, puesto que eso era lo más lejos que podía ir si quería reservarse la mayor parte de su dinero para emergencias. Afortunadamente, no tardó mucho en encontrar empleo, como camarera de la planta superior en la casa del señor y señora Cavender. Éstos eran una pareja normal, que esperaban buen trabajo de sus criados pero no exigían lo imposible. Después de trabajar tantos años para Araminta, el trabajo en casa de los Cavender le pareció casi como hacer vacaciones.