Y Sophie esperó.
El mayordomo presentó a los lacayos, a la cocinera jefe, al ama de llaves, a los mozos de cuadra.
Y Sophie continuó esperando.
Presentó a las cocineras, a las camareras de la planta superior, a las fregonas.
Y Sophie continuó esperando.
Finalmente el mayordomo, que se llamaba Rumsey, presentó a la más humilde de las criadas, una fregona muy joven llamada Dulcie que había entrado a trabajar ahí sólo hacía una semana. El conde movió la cabeza de arriba abajo, dio las gracias, y Sophie seguía esperando, sin tener la menor idea de qué debía hacer.
Entonces se aclaró la garganta y avanzó un paso, con una nerviosa sonrisa en la cara. No pasaba mucho tiempo con el conde, pero siempre que él visitaba Penwood Park la presentaban a él, y él siempre le dedicaba algunos minutos de su tiempo, para preguntarle cómo le iba en las clases y lecciones, y luego la instaba a volver a la sala de los niños.
Seguro que él seguiría queriendo saber cómo le iba en los estudios, aun cuando se hubiera casado. Seguro que querría saber que ya dominaba la ciencia de multiplicar fracciones y que no hacía mucho la señorita Timmons había declarado que su pronunciación del francés era «perfecta».
Pero él estaba ocupado diciéndoles algo a las hijas de la condesa y no la oyó. Volvió a aclararse la garganta, esta vez más fuerte, y dijo:
– ¿Milord? -Notó que la voz le salió más temblorosa que lo que hubiera querido.
El conde se volvió hacia ella.
– Ah, Sophia. No sabía que estabas aquí.
Sophie sonrió de oreja a oreja. No era que él hubiera hecho caso omiso de ella, después de todo.
– ¿Y quién es esta niña? -preguntó la condesa, acercándose más para verla mejor.
– Mi pupila -contestó el conde-. La señorita Sophia Beckett.
La condesa le clavó una mirada evaluadora, y entrecerró los ojos.
Y los entrecerró más.
Y los entrecerró más aún.
– Ya veo -dijo.
Y todos los presentes en el gran vestíbulo comprendieron al instante que sí lo veía.
– Rosamund -dijo la condesa girándose hacia sus dos hijas-. Posy. Venid conmigo.
Las niñas se pusieron inmediatamente al lado de su madre. Sophie se atrevió a sonreírles. La más pequeña le correspondió la sonrisa, pero la mayor, cuyo pelo era del color del oro batido, siguiendo el ejemplo de su madre, levantó la cara apuntando la nariz hacia arriba y firmemente desvió la vista.
Sophie tragó saliva y volvió a sonreír a la niña amistosa, pero esta vez la niña se mordió el labio inferior, indecisa, y bajó la vista hacia el suelo.
Dando la espalda a Sophie, la condesa dijo al conde:
– Supongo que tienes habitaciones preparadas para Rosamund y Posy.
– Sí. Cerca de la sala de los niños. Justo al lado de la de Sophia.
Después de un largo silencio, la condesa debió llegar a la conclusión de que ciertas batallas no han de lucharse delante de los sirvientes, porque se limitó a decir:
– Ahora querría subir a las habitaciones.
Acto seguido se marchó, llevando con ella al conde y a sus hijas. Sophie observó a la familia subir la escalera y, cuando las perdió de vista en el rellano, se giró hacia la señora Gibbons y le preguntó:
– ¿Cree que debería subir a ayudarlas? Podría enseñarles la sala de estudio a las niñas.
La señora Gibbons negó con la cabeza.
– Parecían cansadas -mintió-. Seguro que necesitan dormir una siesta.
Sophie frunció el ceño. Le habían dicho que Rosamund tenía once años y Posy diez. Era bastante raro que necesitaran una siesta.
La señora Gibbons le dio unas palmaditas en la espalda.
– Será mejor que vengas conmigo. Me irá bien tener compañía, y la cocinera me dijo que acaba de sacar del horno una buena cantidad de tortas dulces. Creo que todavía están calientes.
Sophie asintió y la siguió. Esa tarde tendría tiempo de sobra para conocer a las dos niñas. Les enseñaría la sala de los niños, se harían amigas y dentro de poco tiempo serían como hermanas.
Sonrió. Sería maravilloso tener hermanas.
Ocurrió que Sophie no se encontró con Rosamund ni con Posy, ni con el conde ni la condesa, si es por eso, hasta el día siguiente. Cuando entró en la sala de los niños para cenar, vio que la mesa estaba puesta para dos personas, no para cuatro, y la señorita Timmons (que se había recuperado milagrosamente de su dolencia) le dijo que Rosamund y Posy estaban tan cansadas por el viaje que no cenarían esa noche.
Pero las niñas tenían que recibir sus clases, de modo que a la mañana siguiente llegaron a la sala arrastrando penosamente los pies detrás de la condesa. Sophie ya llevaba casi una hora trabajando en sus lecciones, y levantó la vista de su deber de aritmética con gran interés. Pero esta vez no sonrió a las niñas; le pareció que era mejor no hacerlo.
– Señorita Timmons -dijo la condesa.
– Milady -respondió la señorita Timmons inclinándose en una venia.
– Ha dicho el conde que usted enseñará a mis hijas.
– Pondré el mayor esmero, milady.
La condesa hizo un gesto hacia la niña mayor, la que tenía el pelo dorado y los ojos color aciano. Sophie pensó que era tan bonita como la muñeca de porcelana que le enviara el conde desde Londres cuando cumplió siete años.
– Ella es Rosamund -dijo la condesa-. Tiene once años. Y ella es Posy -añadió, indicando a la otra niña, que no había apartado los ojos de sus zapatos-. Tiene diez.
Sophie miró a Posy con gran interés; a diferencia de su madre y de su hermana, tenía el pelo y los ojos muy oscuros, y las mejillas un poco rollizas.
– Sophie también tiene diez años -repuso la señorita Timmons.
La condesa frunció los labios.
– Quiero que lleve a las niñas a hacer un recorrido por la casa y el jardín.
La señorita Timmons asintió.
– Muy bien. Sophie, deja la pizarra. Después podremos volver a la aritmética…
– Sólo a mis hijas -interrumpió la condesa, con voz cálida y fría al mismo tiempo-. Quiero hablar con Sophie a solas.
Sophie tragó saliva y trató de levantar la vista hasta los ojos de la condesa, pero no logró pasar más arriba del mentón. Mientras la señorita Timmons hacía salir de la sala a las niñas, se puso de pie, esperando más órdenes de la nueva esposa de su padre.
– Sé quién eres -le dijo la condesa tan pronto como se cerró la puerta.
– ¿Mii…milady?
– Eres su bastarda, y no intentes negarlo.
Sophie guardó silencio. Ésa era la verdad, claro, pero nunca nadie lo había dicho jamás en voz alta. Al menos no a su cara.
La condesa le cogió el mentón y se lo apretó y tironeó hasta que ella se vio obligada a mirarla a los ojos.
– Escucha -le dijo la condesa en tono amenazador-. Puede que vivas en Penwood Park y que compartas las clases con mis hijas, pero no eres otra cosa que una bastarda y eso serás toda tu vida. No cometas jamás, nunca, el error de pensar que vales tanto como el resto de nosotras.
Sophie dejó escapar un suave gemido. La condesa le tenía enterradas las uñas bajo la barbilla.
– Mi marido -continuó la condesa- siente una especie de equivocada obligación hacia ti. Es admirable que se ocupe de reparar sus errores, pero es un insulto para mí que te tenga en mi casa, te alimente, te vista y te eduque como si fueras su verdadera hija.
Pero es que era su verdadera hija, pensó Sophie, y ésa había sido su casa desde mucho más tiempo que de la condesa.
La condesa le soltó bruscamente el mentón.
– No quiero verte -siseó-. No quiero que me hables, y no intentes jamás estar en mi compañía. Tampoco hablarás con Rosamund ni con Posy fuera de las horas de clase. Ellas son las hijas de la casa ahora, y no deben asociarse con niñas de tu calaña. ¿Alguna pregunta?