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Pero entonces regresó el hijo de su viaje por Europa y todo cambió. Phillip vivía tratando de arrinconarla en los corredores, y al rechazar ella una y otra vez sus insinuaciones y requerimientos, él se se fue poniendo más y más agresivo.

Justo estaba empezando a pensar que debía buscar un empleo en otra parte, cuando los señores Cavender se fueron a Brighton, a hacer una visita de una semana a la hermana de la señora Cavender. Y entonces Phillip dedidió organizar una fiesta para unos veinte de sus mejores amigos.

Ya le había resultado difícil evitar los encuentros con Phillip antes, pero por lo menos se sentía algo protegida; Phillip no se atrevería a atacarla estando su madre en casa. Pero estando ausentes los señores Cavender, el joven parecía creer que podía hacer y tomar lo que fuera que se le antojara; y sus amigos no eran mejores.

Sabía que debería haberse marchado inmediatamente, pero la señora Cavender la había tratado bien y no le pareció correcto marcharse sin dar el aviso con dos semanas de antelación. Sin embargo, después de sufrir una persecución de dos horas por toda la casa, decidió que los buenos modales no valían su virtud, de modo que después de decirle al ama de llaves (compasiva, por suerte) que no podía continuar allí, metió sus pocas pertenencias en una pequeña bolsa, bajó sigilosamente por la escalera lateral de servicio y salió. La esperaba una caminata de dos millas hasta la ciudad, pero sin duda estaría infinitamente más segura en el camino, incluso en la oscuridad de esa negra noche, que quedándose en la casa Cavender. Además, sabía de una pequeña posada donde podría comer algo caliente y conseguir una habitación a un precio módico.

Acababa de dar la vuelta a la casa y tomar el camino de entrada cuando oyó un estridente grito.

Miró. Maldición. Era Phillip Cavender, que parecía estar más borracho y desagradable que de costumbre.

Echó a correr, rogando que el alcohol le hubiera estropeado la coordinación, porque sabía que no podría igualarlo en velocidad.

Pero al parecer su huida sólo sirvió para excitarlo, porque lo oyó gritar alegremente y luego oyó sus pasos, atronadores, acercándose, acercándose, hasta que sintió cerrarse su mano en la parte de atrás del cuello de su chaqueta, obligándola a detenerse.

Phillip rió triunfante, y ella se sintió más aterrada que nunca en toda su vida.

– Mira lo que tengo aquí -cacareó-. La señorita Sophie. Tendré que presentarte a mis amigos.

Sophie sintió la boca reseca y no supo si el corazón se le había parado o estaba latiendo al doble de velocidad.

– Suélteme, señor Cavender -dijo con la voz más severa que logró sacar. Sabía que a él le gustaba verla impotente y suplicante, y no estaba dispuesta a darle el gusto.

– Creo que no -dijo él.

La hizo darse media vuelta, por lo que se vio obligada a ver estirarse sus labios en una sonrisa babosa. Entonces él giró la cabeza ¡lacia un lado y gritó:

– ¡Heasley! ¡Flctcher! ¡Mirad lo que tengo aquí!

Horrorizada vio salir a dos hombres de las sombras, los que, a juzgar por su aspecto, estaban tan borrachos, o más, que Phillip.

– Siempre das las mejores fiestas -dijo uno de ellos en tono zalamero.

Phillip se hinchó de orgullo.

– ¡Suélteme! -repitió Sophie.

Phillip sonrió de oreja a oreja.

– ¿Qué os parece muchachos? ¿Obedezco a la dama?

– ¡Demonios, no! -contestó el más joven de los dos hombres. -Parecería que «dama» es una denominación algo incorrecta, ¿no crees? -dijo el otro, el que acababa de decir que Phillip daba las mejores fiestas.

– ¡Muy cierto! -exclamó Phillip-. Ésta es una criada, y, como todos sabemos, esta gentuza ha nacido para servir. -Dio un fuerte empujón a Sophie en la dirección de uno de sus amigos-. Ahí tienes. Échale una mirada a la mercancía.

Sophie lanzó un grito al sentirse así catapultada y aferró fuertemente su bolsa. La iban a violar, eso estaba claro. Pero su mente aterrada quería aferrarse a una hilacha de dignidad, y no permitiría que esos hombres desparramaran hasta la última de sus pertenencias sobre el frío suelo.

El hombre que la cogió la manoseó groseramente y luego la empujó hacia el tercero. Éste acababa de pasarle el brazo por la cintura cuando alguien gritó:

– ¡Cavender!

Sophie cerró los ojos, desesperada. Otro hombre más. Cuatro.

Dios santo, ¿es que tres no eran suficientes?

– ¡Bridgerton! -gritó Phillip-. Únete a nosotros.

Sophie abrió los ojos. ¿Bridgerton?

De la oscuridad salió un hombre alto, de potente musculatura, avanzando con confiada soltura.

– ¿Qué tenemos aquí?

Dios santo, habría reconocido esa voz en cualquier parte. La había oído con mucha frecuencia en sus sueños. Era Benedict Bridgerton. Su Príncipe Encantado.

El aire nocturno estaba frío, pero Benedict lo encontró refrescante, después de haberse visto obligado a inspirar los efluvios del alcohol y tabaco en el interior de la casa. La luna brillaba bien redondeada, casi llena, y una suave brisa agitaba las hojas de los árboles. Total, que era una excelente noche para abandonar una fiesta aburrida y regresar a casa.

Pero lo primero es lo primero. Tenía que encontrar a su anfitrión y pasar por el proceso de agradecerle su hospitalidad e informarlo de su partida. Cuando llegó al peldaño inferior gritó:

– ¡Cavender!

– ¡Aquí! -llegó la respuesta.

Miró a la derecha. Cavender estaba junto a un majestuoso olmo con otros dos caballeros. Al parecer estaban divirtiéndose con una criada, empujándola de uno a otro.

Soltó un gemido. Estaba demasiado lejos para determinar si la criada estaba disfrutando de sus atenciones, y si no lo estaba, tendría que salvarla, y no era eso lo que tenía planeado hacer esa noche. Nunca le había gustado particularmente hacer el héroe, pero tenía muchas hermanas menores, cuatro exactamente, como para hacer caso omiso de una mujer en apuros.

– ¡Eh, ahí! -gritó caminando sin prisa, tratando de mantener una postura despreocupada.

Siempre era mejor caminar lentamente para evaluar la situación, que no abalanzarse a ciegas.

– ¡Bridgerton! -gritó Cavender-. ¡Unete a nosotros!

Benedict llegó al lugar justo en el momento en que uno de los hombres le pasaba un brazo por la cintura a la joven, desde atrás, y con la otra mano empezaba a pellizcarle y manosearle el trasero.

Miró a la criada a los ojos. Esos ojos estaban agrandados, aterrados, y lo miraban a él como si acabara de caer entero del cielo.

– ¿Qué tenemos aquí? -preguntó.

– Un poco de diversión -rió Cavender-. Mis padres tuvieron la amabilidad de contratar a este buen bocado como camarera de la planta superior.

– No parece estar disfrutando de vuestras atenciones -dijo Benedict tranquilamente.

– Sí que le gusta -contestó Cavender sonriendo-. Le gusta lo suficiente para mí, en todo caso.

– Pero no para mí -dijo Benedict avanzando.

– Puedes tener tu turno con ella -dijo Cavender Jovialmente-. Tan pronto como nosotros hayamos terminado.

– Has entendido mal.

Ante el filo acerado de su voz los tres hombres se quedaron inmóviles, mirándolo con recelosa curiosidad.

– Suelta a la muchacha.

Todavía pasmado por el repentino cambio de atmósfera y tal vez con los reflejos adormecidos por el alcohol, el hombre que sostenía a la muchacha no la soltó.

– No deseo luchar con vosotros -dijo Benedict, cruzándose de brazos-, pero lo haré. Y os aseguro que las posibilidades de tres contra uno no me asustan.

– Oye, tú -dijo Cavender enfadado-. No puedes venir aquí a darme órdenes en mi propiedad.

– La propiedad es de tus padres -enmendó Benedict, recordándoles a todos que Cavender todavía estaba con la leche en los labios.

– Es mi casa -replicó Cavender-, y ella es mi criada. Y hará lo que yo quiera.