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– No sabía que la esclavitud era legal en este país.

– Tiene que hacer lo que yo diga.

– ¿Sí?

– Si no, la despediré.

– Muy bien -dijo Benedict con un asomo de sonrisa burlona-. Pregúntaselo, entonces. Pregúntale si desea copular con vosotros tres. Porque eso es lo que teníais pensado, ¿verdad?

Cavender farfulló algo sin saber qué decir.

– Pregúntaselo -repitió Benedict, sonriendo, principalmente porque sabía que su sonrisa enfurecería al hombre menor-. Y si dice no, puedes despedirla ahora mismo.

– No se lo preguntaré -gimió Cavender.

– Bueno, entonces no puedes esperar que lo haga, ¿verdad? -Miró a la muchacha. Era muy atractiva, con una melena corta de rizos castaño claro y unos ojos que se veían casi demasiado grandes en su cara-. Muy bien -dijo- mirando nuevamente a Cavender-. Yo se lo preguntaré.

La muchacha entreabrió los labios, y Benedict tuvo la extrañísima impresión de que se habían visto antes. Pero eso era imposible, a no ser que hubiera trabajado para alguna otra familia aristocrática. E incluso en ese caso, sólo la habría visto de paso. Su gusto en mujeres no iba jamás hacia las criadas, y la verdad, tendía a no fijarse en ellas.

– Señorita… -Frunció el ceño-. Oiga, ¿cómo se llama?

– Sophie Beckett -repuso ella, con la voz sofocada, como si tuviera un inmenso sapo atrapado en la garganta.

– Señorita Beckett -continuó él-, ¿tendría la amabilidad de contestar la siguiente pregunta?

– ¡No! -explotó ella.

– ¿No va a contestar? -le preguntó él, con una expresión de diversión en los ojos.

– No, no quiero copular con esos tres hombres.

Las palabras le salieron casi a borbotones de la boca.

– Bueno, parece que eso resuelve el asunto -dijo Benedict. Miró al hombre que todavía la tenía cogida-. Te sugiero que la sueltes para que Cavender pueda despedirla de su empleo.

– ¿Y adónde irá? -se burló Cavender-. Puedo asegurarte que no volverá a trabajar en este distrito.

Sophie miró a Benedict, pensando lo mismo.

Benedict se encogió de hombros despreocupadamente.

– Le encontraré un puesto en la casa de mi madre. -La miró a ella y arqueó una ceja-. Supongo que eso es aceptable, ¿no?

Sophie estaba boquiabierta, con horrorizada sorpresa. ¿Benedict quería llevarla a su casa?

– Ésa no es exactamente la reacción que yo esperaba -comentó él, sarcástico-. Ciertamente será más agradable que su empleo aquí. Como mínimo, puedo asegurarle que no la violarán. ¿Qué dice?

Desesperada, Sophie miró a los tres hombres que habían intentado violarla. En realidad no tenía otra opción; Benedict Bridgerton era su único medio para salir de la propiedad Cavender. Eso sí, de ninguna manera podría trabajar para su madre; sería absolutamente insoportable estar tan cerca de él y seguir siendo una criada. Pero encontraría la manera de evitar eso después; en ese momento lo que necesitaba era librarse de Phillip.

Miró a Benedict y asintió, sin atreverse a hablar. Se sentía como si se estuviera ahogando, aunque no sabía si eso se debía a miedo o a alivio.

– Muy bien -dijo él-. ¿Nos vamos entonces?

Ella miró intencionadamente el brazo que la seguía reteniendo.

– Vamos, por el amor de Dios -gruñó Benedict-. ¿La vas a soltar o tendré que destrozarte la maldita mano con un disparo?

Benedict ni siquiera tenía una pistola en la mano, pero su tono fue tal que el hombre la soltó al instante.

– Estupendo -dijo Benedict ofreciendo el brazo a la criada. Ella dio unos pasos y colocó la temblorosa mano sobre su codo.

– ¡No puedes llevártela! -chilló Phillip.

– Ya lo he hecho -repuso Benedict mirándolo desdeñoso.

– Lamentarás haber hecho esto -dijo Phillip.

– Lo dudo. Y ahora, ¡fuera de mi vista!

Después de emitir unos cuantos resoplidos, Phillip se volvió hacia sus amigos.

– Vámonos de aquí -les dijo. Luego miró a Benedict-. Y tú no creas que vas a recibir otra invitación a alguna de mis fiestas.

– Se me parte el corazón -contestó Benedict, con voz burlona. Phillip farfulló otro poco, indignado, y luego él y sus dos amigos echaron a andar hacia la casa.

Durante un momento Sophie los observó alejarse y luego volvió lentamente la mirada hacia Benedict. Cuando estaba atrapada por Phillip y sus lascivos amigos sabía lo que deseaban hacerle y casi deseó morir. Y de pronto, ahí estaba Benedict Bridgerton, ante ella, como un héroe de sus sueños, y llegó a creer que había muerto, ¿porque cómo podía estar él ahí con ella si no estaba en el cielo?

Estaba tan absolutamente pasmada que casi olvidó que el amigo de Phillip la tenía apretada contra él y le tenía cogido el trasero de la manera más humillante. Por un breve instante el mundo pareció desvanecerse y lo único que era capaz de ver, lo único que percibía, era a Benedict Bridgerton.

Fue un momento perfecto.

Pero entonces reapareció el mundo, aplastante, como con un estallido, y lo primero que se le ocurrió pensar fue ¿qué hacía él ahí? Ésa era una fiesta asquerosa, toda de borrachos y rameras. Cuando lo conoció dos años atrás, él no le dio la impresión de ser un hombre que frecuentara ese tipo de reuniones. Pero sólo estuvo con él unas pocas horas; tal vez se formó un juicio equivocado de él. Cerró los ojos, angustiada. Durante esos dos años pasados, Benedict Bridgerton había sido la luz más brillante en su monótona y penosa existencia. Si se había formado una opinión equivocada de él, si él era poco mejor que Phillip y sus amigos, se quedaría sin nada.

Ni siquiera con un recuerdo de amor.

Pero él acababa de salvarla; eso era irrefutable. Tal vez lo importante no era el motivo de que él hubiera ido a la fiesta de Phillip sino sólo que había ido y la había salvado.

– ¿Se siente mal? -le preguntó él.

Ella negó con la cabeza, mirándolo a los ojos, esperando que él la reconociera.

– ¿Está segura?

Ella asintió, y siguió esperando. No tardaría en reconocerla.

– Estupendo. La estaban zarandeando brutalmente.

– Lo superaré.

Sophie se mordió el labio inferior. No sabía cómo reaccionaría él cuando se diera cuenta de quién era ella. ¿Estaría encantado? ¿Se pondría furioso? El suspenso la mataría.

– ¿Cuánto le llevará empaquetar sus cosas?

Ella pestañeó, algo aturdida, y entonces cayó en la cuenta de que seguía aferrando fuertemente su bolsa.

– Lo tengo todo aquí. Ya había salido de la casa para marcharme cuando me cogieron.

– Inteligente muchacha -comentó él, aprobador.

Ella se limitó a mirarlo, sin poder creer que no la hubiera reconocido.

– Vámonos, entonces -dijo él-. El sólo estar en la propiedad de Cavender me enferma.

Ella guardó silencio, pero adelantó ligeramente el mentón y ladeo la cabeza, observándole la cara.

– ¿Seguro que se encuentra bien? – le preguntó él.

Y entonces Sophie empezó a pensar. Dos años atrás, cuando lo conoció, ella tenía cubierta la mitad de la cara por un antifaz. Llevaba ligeramente empolvado el pelo, lo que la hacía parecer más rubia de lo que era en realidad. Además, después se lo había cortado y vendido la melena a un fabricante de pelucas. Sus cabellos en otro tiempo largos y ondeados eran ahora rizos cortos.

Sin tener a la señora Gibbons para alimentarla, había adelgazado muchísimo.

Y, si lo pensaba bien, sólo habían estado en mutua compañía escasamente una hora y media.

Lo miró fijamente a los ojos. Y entonces comprendió. Él no la reconocería. No tenía la menor idea de quién era ella. No supo si echarse a reír o a llorar.

Capítulo 7

A todos los invitados al baile de los Mottram el jueves pasado les quedó claro que la señorita Rosamund Reiling se ha propuesto conquistar al señor Phillip Cavender.