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Es la opinión de esta cronista que los dos hacen muy buena pareja.

Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 30 de abril de 1817.

Diez minutos después, Sophie estaba sentada al lado de Benedict Bridgerton en su faetón.

– ¿Le ha entrado algo en el ojo? -le preguntó él.

Eso la sacó de su ensimismamiento.

– ¿Qué?

– No para de pestañear -explicó él-. Pensé que podría haberle entrado algo en el ojo.

Ella tragó saliva, tratando de reprimir un ataque de risa nerviosa.

¿Qué debía decirle? ¿La verdad? ¿Que pestañeaba y pestañeaba porque suponía que en cualquier momento despertaría de lo que podría ser sólo un sueño? ¿O tal vez una pesadilla?

– ¿Está bien, de verdad?

Ella asintió.

– Son los efectos de la conmoción, me imagino -dijo él.

Ella volvió a asentir; era mejor que él creyera que era eso lo que la afectaba.

¿Cómo era posible que no la hubiera reconocido? Llevaba dos años soñando con ese momento. Su Príncipe Encantado había acudido por fin a rescatarla, y ni siquiera sabía quién era ella.

– ¿Me dice su nombre otra vez? Lo siento muchísimo. Siempre tengo que oír dos veces un nombre para recordarlo.

– Señorita Sophie Beckett.

No había motivo para mentir; ella no le había dicho su nombre en el baile de máscaras.

– Es un placer conocerla, señorita Beckett -dijo él, sin apartar la vista del oscuro camino-. Yo soy el señor Benedict Bridgerton.

Sophie respondió a su presentación con una inclinación de la cabeza, aun cuando él no la estaba mirando. Guardó silencio un momento, principalmente porque no sabía qué decir en esa situación tan increíble. Ésa era la presentación que no tuvo lugar cuando se conocieron. Finalmente se limitó a decir:

– Lo que hizo fue muy valiente.

Él se encogió de hombros.

– Ellos eran tres y usted sólo uno. La mayoría de los hombres no habrían intervenido.

– Detesto a los matones -dijo él simplemente.

– Me habrían violado -continuó ella, asintiendo otra vez.

– Lo sé -dijo él. Y añadió-: Tengo cuatro hermanas.

Ella estuvo a punto de decir «Lo sé», pero se contuvo justo a tiempo. ¿Cómo podía saber eso una criada de Wiltshire?

– Supongo que por eso fue tan sensible a mi apurada situación.

– Me agrada pensar que otro hombre acudiría a ayudarlas si alguna vez se encontraran en una situación similar.

– Espero de corazón que nunca tenga que comprobarlo.

– Yo también -asintió él tristemente.

Continuaron el trayecto, envueltos en el silencio de la noche. Sophie se acordó del baile, cuando no habían parado de conversar ni siquiera un momento. La situación era diferente ahora. Ella era una criada, no una gloriosa mujer de la alta sociedad. No tenían nada en común. De todos modos, seguía esperando que él la reconociera, que parara el coche, la estrechara contra su pecho y le dijera que llevaba dos años buscándola. Pero muy pronto comprendió que eso no ocurriría. Él no podía reconocer a la dama en la criada y, dicha sea la verdad, ¿por qué habría de hacerlo?

Las personas ven lo que esperan ver. Y ciertamente Benedict Bridgerton no esperaba ver a una elegante dama de la sociedad bajo el disfraz de una humilde criada.

No había pasado ni un solo día en que no hubiera pensado en él, que no hubiera recordado sus labios sobre los suyos o la embriagadora magia de esa noche de disfraces. Él se había convertido en el centro de sus fantasías, en las que ella era otra persona, con otros padres. En sus sueños, lo conocía en un baile, tal vez su propio baile, ofrecido por sus amantísimos madre y padre. Él la cortejaba dulcemente, llevándole fragantes flores y robándole besos a hurtadillas. Y entonces, un apacible día de primavera, en medio de los trinos de los pájaros y una suave brisa, él hincaba una rodilla en el suelo y le pedía que se casara con él, haciéndole profesión de un amor y adoración eternos.

Era un hermoso sueño despierta, superado solamente por aquél en que vivían felices para siempre, con tres o cuatro espléndidos hijos, todos nacidos dentro del sacramento del matrimonio.

Pero aún con todas esas fantasías, jamás se imaginó que volvería a verlo en la realidad, y mucho menos que él la rescataría de un trío de atacantes licenciosos.

Le habría encantado saber si él alguna vez pensaba en la misteriosa mujer de traje plateado con la que compartiera un apasionado beso. Le gustaba creer que sí pensaba, pero dudaba de que para él hubiera significado tanto como para ella. Él era un hombre, al fin y al cabo, y lo más probable era que hubiera besado a muchas mujeres.

Y para él, esa noche única habría sido muy parecida a cualquier otra. Ella seguía leyendo la hoja Whistledown siempre que lograba ponerle las manos encima a una. Sabía que él asistía a veintenas de bailes. ¿Por qué, pues, iba a destacar en sus recuerdos un baile de máscaras?

Suspirando se miró las manos, en las que todavía aferraba el cordón de su pequeña bolsa. Le habría gustado tener guantes, pero a comienzos de ese año había tenido que tirar su único par por inservihlc, y no había podido comprarse otro. Tenía las manos ásperas y agrietadas, y ya se le estaban enfriando los dedos.

– ¿Es eso todo lo que posee? -le preguntó Benedict, haciendo un gesto hacia la bolsa.

Ella asintió.

– No tengo mucho. Sólo una muda de ropa y unos pocos efectos personales.

Pasado un momento él comentó:

– Tiene una dicción muy refinada para ser una criada.

No era él la primera persona que le hacía esa observación, por lo que ya tenía una respuesta preparada:

– Mi madre era el ama de llaves de una familia muy buena y generosa. Me permitían que asistiera a algunas clases con sus hijas.

Habían llegado a una encrucijada y con un diestro movimiento de las muñecas él hizo entrar a los caballos por el camino de la izquierda.

– ¿ Por qué no trabaja ahí? -le preguntó-. Supongo que no se refiere a los Cavender.

– No -contestó ella, tratando de inventar una respuesta adecuada. Nunca nadie se había molestado en hacerle más preguntas sobre esa explicación; a nadie le había interesado ella tanto como para que le importara saber más-. Mi madre murió -dijo al fin-, y yo no me llevaba bien con la nueva ama de llaves.

Él pareció aceptar eso y continuaron en silencio unos minutos. El silencio de la noche sólo era interrumpido por esporádicas ráfagas de viento y el rítmico clap clap de los cascos de los caballos. Finalmente, ya incapaz de contener su curiosidad, ella preguntó:

– ¿Adónde vamos?

– Tengo una casita de campo no muy lejos -repuso él-. Pasaremos allí una o dos noches y después la llevaré a la casa de mi madre. Estoy seguro de que ella le encontrará un puesto entre su personal.

A ella empezó a retumbarle el corazón.

– Esa casita suya…

– Estará bien acompañada -dijo él con un asomo de sonrisa-. Están allí los cuidadores, y le aseguro que no hay ninguna posibilidad de que el señor y la señora Crabtree permitan que ocurra algo incorrecto en su casa.

– Creí que la casa era suya.

Él ensanchó la sonrisa.

– Llevo años tratando de que la consideren mía, pero nunca he tenido éxito.

Sophie no pudo evitar que se le curvaran las comisuras de la boca.

– Me parece que son personas que me van a gustar muchísimo.

– Eso espero.

Nuevamente se hizo el silencio. Sophie mantenía los ojos escrupulosamente fijos al frente. Tenía un miedo de lo más ridículo de que si sus ojos se encontraban con los de él, él la reconocería. Pero eso era pura fantasía. Él ya la había mirado a los ojos, y más de una vez, y seguía pensando que ella no era otra cosa que una criada.

Pero pasados unos minutos sintió un extrañísimo hormigueo en la mejilla, y al girar la cara hacia él comprobó que él la miraba una y otra vez con expresión rara.