– ¿Nos hemos conocido? -preguntó él de pronto.
– No -repuso ella, con la voz más ahogada de lo que habría querido-. Creo que no.
– Tiene razón, sin duda -musitó él-, pero de todos modos, tengo la impresión de que la he visto antes.
– Todas las criadas somos iguales -dijo ella, con sonrisa irónica.
– Eso solía pensar yo -dijo él entre dientes.
Ella giró la cara hacia delante, sorprendida. ¿Por qué le había dicho eso? ¿Es que no quería que él la reconociera? ¿Es que no se había pasado la última media hora esperando, deseando, soñando y…?
Y ése era el problema. Estaba soñando. En sus sueños, él la amaba; en sus sueños, él le pedía que se casara con él. En la realidad, era posible que él le pidiera que fuera su querida, y eso era algo que había jurado no hacer jamás; en la realidad, era posible que él se sintiera obligado por el honor a devolverla a Araminta, la cual, con toda probabilidad la llevaría directamente ante el magistrado por haberle robado las pinzas de los zapatos, puesto que no había creído ni por un momento que Araminta no hubiera notado su desaparición.
No, era mejor que él no la reconociera. Eso sólo le complicaría la vida, Y considerando que no tenía ninguna fuente de ingresos, que en realidad tenía muy poco aparte de la ropa que llevaba puesta, a su vida no le hacía falta ninguna complicación en esos momentos.
Sin embargo, se sentía inexplicablemente desilusionada de que él no hubiera sabido al instante quién era.
– ¿Eso ha sido una gota de lluvia? -preguntó, ansiosa por llevar la conversación a temas menos espinosos.
Benedict miró hacia arriba. En ese momento la luna estaba oscurecida por nubes.
– No parecía que iba a llover cuando nos marchamos -musitó. Le cayó un goterón en el muslo-. Pero creo que tiene razón.
Ella contempló el cielo.
– El viento ha arreciado bastante. Espero que no sea una tormenta.
– Seguro que habrá tormenta -dijo él, irónico-, ya que estamos en un coche abierto. Si hubiera cogido mi berlina, no habría ni una sola nube en el cielo.
– ¿Cuánto falta para llegar a su casa?
– Más o menos una media hora, diría yo. -Frunció el ceño-. Eso si no nos refrena la lluvia.
– Bueno, no me importa un poco de lluvia -dijo ella, valientemente-. Hay cosas mucho peores que mojarse.
Los dos sabían exactamente a qué se refería.
– Creo que olvidé darle las gracias -añadió ella, su tono dulce, sereno.
Al instante Benedict giró la cabeza para mirarla. Por todo lo más sagrado, había algo condenadamente conocido en esa voz. Pero cuando sus ojos le escrutaron la cara, lo que vio fue a una simple criada. Una criada muy atractiva, cierto, pero criada de todos modos. No una persona con la que pudiera haberse cruzado.
– No fue nada -dijo finalmente.
– Para usted, tal vez. Para mí lo fue todo.
Incómodo por ese agradecimiento, él se limitó a hacer un gesto de asentimiento e hizo uno de esos gruñidos que tienden a emitir los hombres cuando no saben qué decir.
– Fue un acto muy valeroso -continuó ella. Él volvió a gruñir.
Y en ese momento los cielos se abrieron en serio.
Al cabo de más o menos un minuto, la ropa de Benedict estaba totalmente empapada.
– ¡Llegaré allí lo más rápido que pueda! -gritó a voz en cuello para hacerse oír por encima del ruido del viento.
– ¡No se preocupe por mí! -gritó ella.
Pero cuando él la miró vio que estaba muy acurrucada, rodeándose fuertemente con los brazos, para conservar lo mejor posible el calor del cuerpo.
– Permítame que le preste mi chaqueta.
Ella negó con la cabeza y se echó a reír.
– Lo más probable es que me moje más, con lo empapada que está.
Él azuzó a los caballos para que apretaran el paso, pero el camino estaba cada vez más lodoso y el viento azotaba a la lluvia a uno y otro lado, formando una cortina que disminuía la ya mediocre visibilidad.
Maldición, eso era justo lo que necesitaba, pensó Benedict. Había estado acatarrado toda la semana anterior, y era posible que no estuviera recuperado del todo. Un trayecto bajo la helada lluvia sin duda le produciría una recaída, y se pasaría todo el mes con moqueo y los ojos acuosos, todos esos molestos y nada atractivos síntomas.
Claro que…
No pudo contener una sonrisa. Claro que si volvía a enfermar, su madre no intentaría engatusarlo para que asistiera a todas las fiestas de la ciudad, con la esperanza de que encontrara por fin una dama adecuada para establecerse en un tranquilo y feliz matrimonio.
Dicho sea en su honor, él siempre tenía bien abiertos los ojos, estaba siempre atento por si encontraba una novia adecuada. No era en absoluto contrario al matrimonio. Su hermano Anthony y su hermana Daphne estaban espléndida y felizmente casados. Pero sus matrimonios eran espléndidos y felices porque tuvieron la sensatez de casarse con las personas correctas, y él estaba muy seguro de que aún no había encontrado a la persona correcta para él.
No, pensó, retrocediendo la mente a unos años atrás, eso no era del todo cierto. Una vez conoció a alguien…
A la dama de traje plateado.
Cuando la tenía en sus brazos haciéndola girar por la pequeña terraza en su primer vals, sintió algo distinto en su interior, una sensación de hormigueo, de revoloteo. Eso tendría que haberlo asustado de muerte.
Pero no lo asustó. Lo dejó sin aliento, excitado… y resuelto a tenerla.
Pero entonces ella desapareció. Fue como si el mundo hubiera sido plano y ella hubiera caído por el borde. No se había enterado de nada en esa irritante entrevista con lady Penwood. Y cuando interrogó a sus amigos y familiares, ninguno sabía absolutamente nada de una joven vestida con un traje plateado.
Había llegado sola y se había marchado sola, eso estaba claro. A todos los efectos, era como si ni siquiera existiera.
La había buscado en todos los bailes, fiestas y conciertos. Demonios, había asistido al doble de funciones sociales, con la sola esperanza de verla.
Pero siempre había vuelto a casa decepcionado.
Y llegó el momento en que decidió dejar de buscarla. Él era un hombre práctico y ya suponía que algún día sencillamente renunciaría. Y en cierto modo renunció. Al cabo de unos meses volvió a la costumbre de rechazar más invitaciones de las que aceptaba. Y otros pocos meses después descubrió que nuevamente era capaz de conocer a mujeres y no compararlas automáticamente con ella.
Pero no podía dejar de estar atento por si la veía. Tal vez no sentía la misma urgencia, pero siempre que asistía a un baile o tomaba asiento en una velada musical, se sorprendía paseando la mirada por la muchedumbre y aguzando los oídos por si escuchaba el timbre de su risa.
Ella estaba en alguna parte. Hacía tiempo que se había resignado al hecho de que no era probable que la encontrara, y llevaba más de un año sin buscarla activamente, pero…
Sonrió con tristeza. Simplemente no podría dejar de buscarla. De un modo extraño, eso se había convertido en parte de su ser. Su nombre era Benedict Bridgerton, tenía siete hermanos, era bastante hábil con una espada y en el dibujo, y siempre tenía los ojos bien abiertos por si veía a la única mujer que le había tocado el alma.
Seguía esperando, deseando, observando. Y aunque se decía que tal vez ya era hora de casarse, no lograba armarse del entusiasmo para hacerlo.
Porque, ¿y si ponía el anillo en el dedo de una mujer y al día siguiente la veía?
Eso le rompería el corazón.
No, sería algo más que eso: le destrozaría el alma.
Exhaló un suspiro de alivio cuando divisó el pueblo de Rosemeade. Eso significaba que estaba a cinco minutos de su casa y, bueno, no veía las horas de zambullirse en una bañera con agua caliente.
Miró a la señorita Beckett. Ella también estaba tiritando, pero, pensó bastante admirado, no había emitido ni la más mínima queja. Trató de buscar entre las mujeres que conocía a alguna que hubiera hecho frente a los elementos con tanta fortaleza, y no encontró ninguna. Incluso su hermana Daphne, que era valiente como nadie, ya habría estado aullando por el frío.