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– Ya casi hemos llegado -le aseguró.

– Yo estoy… ¡Uy! Usted no está nada bien.

A él le había venido un acceso de tos, una tos ronca, profunda, de esa que ruge dentro del pecho. Se sentía como si le estuvieran ardiendo los pulmones, y como si alguien le hubiera pasado una navaja por la garganta.

– Estoy bien -logró decir, dando un ligero tirón a las riendas, para compensar la falta de dirección a los caballos mientras tosía.

– A mí no me parece que esté bien.

– Tuve un catarro de nariz la semana pasada -explicó él, haciendo un gesto de dolor. Condenación, sí que le dolían los pulmones.

– Eso no parece ser de la nariz -dijo ella, haciéndole una sonrisa que esperaba fuera traviesa.

Pero en realidad no le salió traviesa. La verdad, se veía tremendamente preocupada.

– Debe de haberse trasladado -musitó él.

– No quiero que se enferme por mi culpa.

Él trató de sonreír, pero le dolían demasiado los pómulos.

– Me habría cogido la lluvia igualmente, la trajera a usted o no.

– De todos modos…

Lo que fuera que iba a decir fue interrumpido por otro fuerte acceso de tos, ronca, profunda, de pecho.

– Lo siento -dijo él.

– Deje que conduzca yo -dijo ella alargando las manos para coger las riendas.

Él la miró incrédulo.

– Éste es un faetón, no una simple carreta para un caballo.

Ella venció el deseo de estrangularlo. Tenía la nariz moqueante, los ojos enrojecidos, no podía dejar de toser, y sin embargo encontraba la energía para actuar como un arrogante pavo real.

– Le aseguro que sé conducir un coche tirado por varios caballos.

– ¿Y dónde adquirió esa habilidad?

– En la misma familia que me permitía asistir a las clases de sus hijas -mintió Sophie-. Aprendí a conducir un coche cuando aprendieron las niñas.

– La señora de la casa debía tenerle mucho cariño -comentó él.

– Sí, bastante -repuso ella, reprimiendo la risa.

Araminta era la señora de la casa, y peleaba con uñas y dientes cada vez que su padre insistía en que ella debía recibir la misma educación que Rosamund y Posy. Las tres aprendieron a conducir caballos de tiro el año anterior a la muerte del conde.

– Yo conduciré, gracias -dijo Benedict, abruptamente.

Y estropeó todo el efecto encogiéndose con otro ataque de tos.

Sophie alargó las manos hacia las riendas.

– Por el amor de Dios…

– Tenga. Cójalas entonces. Pero yo la vigilaré.

– No esperaba menos -repuso ella, irritada.

La lluvia no hacía el camino ideal para llevar un coche, y ya hacía años que no tenía unas riendas en las manos, pero le parecía que le estaba saliendo bastante bien. Hay cosas que no se olvidan nunca, pensó.

En realidad, le resultaba bastante agradable hacer algo que no hacía desde su vida anterior, cuando era la pupila del conde, al menos oficialmente. En ese tiempo tenía ropa bonita, buena comida, estudios interesantes y…

Suspiró. No había sido perfecto, pero sí mucho mejor que cualquiera de las cosas que vinieron después.

– ¿Qué pasa? -preguntó él.

– Nada. ¿Por qué cree que pasa algo?

– Ha suspirado.

– ¿Y me oyó suspirar con este viento? -preguntó ella, incrédula.

– He estado muy atento. Ya estoy bastante mal -tos, tos, tos-, sin que usted nos haga aterrizar en un pozo.

Sophie decidió no honrarlo con una respuesta.

– Más allá tome el primer camino a la derecha -instruyó él-. Y llegaremos directamente a mi casa.

Ella siguió las instrucciones.

– ¿Tiene nombre su casa?

– Sí. Mi Cabaña.

– Podría habérmelo imaginado.

Él sonrió. Toda una hazaña, pensó ella, puesto que tenía una tos de perros.

– No es broma -dijo él.

Y tal cual, al cabo de un minuto detuvieron el coche delante de una elegante casa de campo en cuya fachada había un discreto letrero que decía: «Mi Cabaña».

– El propietario anterior le puso ese nombre -explicó Benedict, mientras le señalaba el camino al establo-, pero a mí me gusta también.

Sophie miró la casa, que si bien no era muy grande, de ninguna manera era una vivienda modesta.

– ¿Y a esto le llama cabaña?

– Yo no, el dueño anterior. Debería haber visto su otra casa. Un momento después estaban resguardados de la lluvia, habían bajado del coche y Benedict estaba desenganchando los caballos.

Llevaba guantes pero estaban tan empapados y resbaladizos, que él se los quitó y los arrojó lejos. Sophie lo observó trabajar; tenía los dedos arrugados como pasas y le temblaban de frío.

– Deje que le ayude -dijo, avanzando.

– Puedo hacerlo yo.

– Ya sé que puede, pero lo haría más rápido con mi ayuda.

Él se giró a mirarla, seguro que para rechazar la ayuda nuevamente, pero le vino un acceso de tos que lo hizo doblarse. Sophie se apresuró a llevarlo hasta un banco.

– Siéntese, por favor -le rogó-. Yo acabaré el trabajo.

Pensó que no iba a aceptar, pero él cedió.

– Lo lamento -dijo él con la voz ahogada.

– No hay nada que lamentar -dijo ella, dándose prisa en el trabajo; al menos la mayor prisa posible; todavía tenía adormecidos los dedos, y partes de la piel estaban blancas por haberla tenido tanto tiempo mojada.

– Esto no es muy caballeroso… -le vino otro acceso de tos, una tos más ronca y profunda- de mi parte.

– Ah, creo que esta vez puedo perdonarlo, tomando en cuenta la manera como me salvó esta noche.

Lo miró, tratando de hacerle una airosa sonrisa, pero le temblaron los labios y de pronto, inexplicablemente, se le llenaron de lágrimas los ojos y estuvo a punto de echarse a llorar. Se apresuró a girarse para que él no le viera la cara.

Pero él debió ver algo, o tal vez simplemente presintió que le pasaba algo, porque le preguntó:

– ¿Se siente mal?

– ¡Estoy muy bien! -repuso ella, pero la voz le salió forzada y ahogada, y antes de que se diera cuenta, él estaba a su lado, y ella estaba en sus brazos.

– Todo irá bien -la consoló él-. Ahora está a salvo.

Y le brotaron las lágrimas a torrentes. Lloró por lo que podría haber sido su destino esa noche; lloró por lo que había sido su destino los nueve años pasados; lloró por el recuerdo de cuando él la tenía en sus brazos en el baile de máscaras y lloró porque en ese momento estaba en sus brazos.

Lloró porque él era tan condenadamente bueno y aún estando claramente enfermo, y aún cuando ella no era, a sus ojos, nada más que una criada, seguía deseando cuidar de ella y protegerla.

Lloró porque no se había permitido llorar más tiempo del que tenía memoria, y lloró porque se sentía terriblemente sola.

Y lloró porque llevaba tanto tiempo soñando con él y él no la había reconocido.

Tal vez era mejor que él no la reconociera, pero su corazón seguía deseando que la reconociera.

Finalmente se acabaron las lágrimas. Él retrocedió un paso y, tocándole la barbilla, le preguntó:

– ¿Se siente mejor ahora?

Ella asintió, sorprendida de que fuera cierto.

– Estupendo. Se llevó un tremendo susto y… -Se apartó de un salto y se dobló con otro acceso de tos.

– Es absolutamente necesario que esté dentro -dijo ella, limpiándose las últimas lágrimas de las mejillas-. Dentro de la casa, quiero decir.

Él asintió.

– ¿Echamos una carrera hasta la puerta?

Ella agrandó los ojos, sorprendida. No podía creer que él tuviera el ánimo para hacer una broma de eso, cuando era evidente que se sentía muy mal.