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Pero se enrolló el cordón de la bolsa en las manos, se cogió la falda y echó a correr hacia la puerta de la casa. Cuando llegó a la escalinata, estaba riendo por el ejercicio, riendo de la ridiculez de correr como una loca para escapar de la lluvia cuando ya estaba empapada hasta los huesos.

Ciertamente Benedict le había ganado en llegar al pequeño pórtico. Podía estar enfermo, pero tenía las piernas considerablemente más largas y fuertes.

Cuando ella se detuvo con un patinazo a su lado, él estaba golpeando la puerta.

– ¿No tiene llave? -gritó ella para hacerse oír por encima del rugiente viento.

Él negó con la cabeza.

– No tenía planeado venir aquí.

– ¿Cree que sus cuidadores le oirán?

– Pues, espero que sí, maldita sea -masculló él.

Ella se pasó la mano por los ojos para quitarse el agua y fue a mirar por la ventana más cercana.

– Está muy oscuro. ¿Cree que podrían no estar en casa?

– No sé en qué otra parte podrían estar.

– ¿No, tendría que haber al menos una criada o un lacayo?

– Vengo tan rara vez que me pareció tonto contratar toda una plantilla de personal. Hay criadas que sólo vienen por el día cuando es necesario.

Sophie hizo un gesto de preocupación.

– Yo sugeriría que buscáramos alguna ventana abierta, pero claro, con la lluvia, eso es improbab6e.

– Eso no es necesario -dijo él sombriamente -. Sé dónde está la otra llave.

Ella lo miró sorprendida.

– ¿Y por qué lo dice tan triste?

A él le vino otro acceso de tos.

– Porque significa que tengo que volver a meterme bajo esta maldita lluvia -contestó después.

Sophie comprendió que él estaba llegando al límite de su paciencia; ya había dicho palabrotas dos veces delante de ella, y no parecía ser el tipo de hombre que maldice delante de una mujer, aunque sea una criada.

– Espere aquí -ordenó él, y antes de que ella pudiera responder, ya había bajado del pórtico y echado a correr.

A los pocos minutos, oyó girar una llave en la cerradura, se abrió la puerta y apareció Benedict con una vela encendida y chorreando agua por el suelo.

– No sé dónde estan el señor y la señora Crabtree -dijo, con la voz rasposa por la tos-, pero ciertamente no están aquí.

Sophie tragó saliva.

– ¿Estamos solos?

– Completamente -asintió él.

Ella echó a andar hacia la escalera.

– Será mejor que vaya a buscar un cuarto para criados.

– Ah, pues no -gruñó él, cogiéndole el brazo.

– ¿Que no?

– Usted, querida muchacha, no irá a ninguna parte -dijo él, negando con la cabeza.

Capítulo 8

Tengo la impresión de que hoy en día no se pueden dar dos pasos en un baile de Londres sin tropezarse con una señora de la sociedad lamentándose de las dificultades de encontrar buen servicio. Efectivamente, esta cronista llegó a creer que la señora Featherington y lady Penwood se iban a enzarzar en una pelea a puñetazos en la velada musical de los Smythe-Smith de la semana pasada. Parece ser que hace un mes lady Penwood le birló la doncella a la señora Featherington en sus mismas narices, prometiéndole que le pagaría mejor y le regalaría ropa desechada. (Es preciso hacer notar que la señora Featherington también le daba ropa desechada a la pobre muchacha, pero cualquiera que haya visto los atuendos de las señoritas Featherington comprenderá por qué la doncella no consideraba esto un beneficio.)

Pero la trama se complicó cuando la susodicha doncella volvió a toda prisa donde la señora Featherington a suplicarle que la volviera a emplear. Parece que la idea que tiene lady Penwood sobre el trabajo de una doncella incluye deberes que corresponderían más exactamente a la fregona, camarera de la planta superior «y» cocinera.

Alguien debería decirle a esta señora que una sola criada no puede hacer el trabajo de tres.

Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 2 de mayo de 1817.

– Antes de que cualquiera de los dos vaya a buscar una cama, vamos a encender el hogar y calentarnos. No la salvé de Cavender sólo para que se muera de gripe.

Sophie lo observó agitarse con otro acceso de tos, tan fuerte que lo obligó a doblarse por la cintura. No pudo dejar de comentar:

– Con su perdón, señor Bridgerton, pero yo diría que de los dos es usted el que está en más peligro de contraer la gripe.

– Cierto -resolló él-, y puedo asegurarle que no tengo el menor deseo de contraerla. Así pues… -nuevamente se dobló, atacado por la tos.

– ¿Señor Bridgerton? -dijo ella, preocupada.

Él tragó saliva y escasamente logró decir:

– Ayúdeme a encender el fuego -tos, tos- antes de que la tos me deje inconsciente.

Sophie frunció el ceño, preocupada. Los accesos de tos eran cada vez más seguidos, y cada vez la tos sonaba más ronca, como si le saliera del fondo del pecho.

No le llevó mucho tiempo encender el fuego; ya tenía bastante experiencia en encenderlo como criada, y muy pronto los dos estaban con las manos lo más cerca posible de las llamas sin quemarse.

– Me imagino que su muda de ropa no estará seca -dijo él, haciendo un gesto hacia la empapada bolsa.

– Lo dudo -repuso ella, pesarosa-. Pero no importa. Si estoy bastante rato aquí, se me secará la ropa.

– No sea tonta -se mofó él, girándose para que el fuego le calentara la espalda-. Seguro que le encontraré algo para que pueda cambiarse.

– ¿Tiene ropa de mujer aquí? -preguntó ella, dudosa.

– No será tan quisquillosa que no pueda ponerse unas calzas y una camisa por una noche, ¿verdad?

Hasta ese momento ella había sido tal vez así de quisquillosa, pero dicho de esa manera, le pareció bastante tonto.

– Supongo que no -dijo. Sí que parecía atractiva cualquier ropa seca.

– Estupendo -dijo él enérgicamente-. Entonces usted podría ir a encender los hornillos en dos dormitorios mientras yo busco ropa para los dos.

– Yo puedo dormir en un cuarto para la servidumbre -se apresuró a decir Sophie.

– Eso no es necesario -dijo él saliendo de la sala e indicándole que lo siguiera-. Tengo habitaciones para invitados, y usted no es una criada aquí.

– Pero soy una criada -repuso ella, corriendo detrás.

– Haga lo que quiera, entonces. -Empezó a subir la escalera, pero tuvo que detenerse a la mitad, con otro ataque de tos-. Puede subir al ático, donde encontrará algún cuarto diminuto para el servicio, con un pequeño jergón duro, o puede elegir una habitación con colchón de pluma y edredón de plumón.

Sophie pensó que debía recordar su lugar en el mundo y subir el siguiente tramo de escalera hasta el ático, pero, ay, Dios, un colchón de plumas y un edredón de plumón se le antojaba el cielo en la tierra. Hacía años que no dormía con esas comodidades.

– Buscaré una pequeña habitación para invitados -accedió-. Eh… la más pequeña que tenga.

La boca de Benedict medio se curvó en una sonrisa que insinuaba un «se lo dije».

– Elija la que quiera, pero no ésa -dijo, señalando la segunda puerta de la izquierda-. Ésa es la mía.

– Encenderé el hornillo allí inmediatamente, entonces.

Él necesitaba el calor más que ella; además, sentía una extraordinaria curiosidad por ver cómo era el interior de su dormitorio. Se pueden saber muchas cosas de una persona por la decoración de su dormitorio. Aunque claro, se dijo, haciendo un gesto displicente, eso si la persona tenía los fondos suficientes para decorar su habitación de la manera preferida. Sinceramente dudaba de que alguien pudiera haberse hecho una idea sobre ella por la decoración del pequeño torreón que había ocupado en la casa de los Cavender; eso sin contar que no tenía ni un penique a su nombre.

Dejando su bolsa en el corredor, entró en el dormitorio de Benedict. Era una habitación hermosa, acogedora y masculina, y muy cómoda. Pese a que Benedict había dicho que rara vez iba allí, había todo tipo de efectos personales en el escritorio y las mesillas: retratos en miniatura de los que debían de ser sus hermanos y hermanas, libros encuadernados en piel, e incluso un pequeño jarrón de cristal lleno de…