Había sido un día muy, muy largo, pensó adormilada. Un día realmente larguísimo, entre atender a sus quehaceres de la mañana, correr por toda la casa para escapar del asedio de Cavender y sus amigos… Se le cerraron los párpados. Sí, el día había sido extraordinariamente largo y…
De repente se sentó en la cama sobresaltada. El fuego del hornillo ardía suave, lo que significaba que debió quedarse dormida. Pero estaba agotadísima cuando se durmió, por lo tanto algo tuvo que despertarla. ¿Sería el señor Bridgerton? ¿La habría llamado? Cuando lo dejó para venir a acostarse no tenía muy buen aspecto, pero tampoco estaba a las puertas de la muerte.
Bajó de la cama de un salto, cogió una vela y corrió hacia la puerta de la habitación. Allí tuvo que cogerse la cinturilla de las calzas prestadas por Benedict, porque le iban bajando por las caderas. Cuando salió al corredor oyó el sonido que debió despertarla.
Era un gemido ronco, al que siguió un ruido de movimiento agitado y luego algo que sólo podía interpretarse como un quejido.
A toda prisa entró en la habitación de Benedict y se detuvo junto al hornillo a encender la vela. Él yacía en su cama con una inmovilidad casi antinatural. Se le acercó un poco, con los ojos fijos en su pecho. Sabía que no podía estar muerto, pero se sintió muchísimo mejor al ver que el pecho le subía y le bajaba con la respiración.
– ¿Señor Bridgerton? -susurró-. ¿Señor Bridgerton?
No hubo respuesta.
Se acercó otro poco y se inclinó sobre la cama.
– ¿Señor Bridgerton?
Él sacó bruscamente la mano y le cogió el hombro haciéndola perder el equilibrio y caer encima de la cama.
– ¡Señor Bridgerton! ¡Suélteme! -chilló.
Pero él comenzó a moverse, agitado, gimiendo y girándose a un lado y otro de la cama. Su cuerpo despedía tanto calor que ella comprendió que estaba muy afiebrado.
Cuando logró liberarse y bajar de la cama, él continuaba agitado, dándose vueltas y vueltas, y hablando dormido, encadenando palabras que formaban frases sin ningún sentido.
Después de observarlo un momento en silencio le puso la mano en la frente. La tenía ardiendo.
Se mordió el labio inferior, pensando qué podía hacer. No tenía ninguna experiencia en atender enfermos con fiebre, pero le parecía que lo lógico sería enfriarlo. Por otro lado, siempre había visto que las habitaciones de enfermos las mantenían calientes, bien cerradas para que no entrara aire, o sea que quizá…
En ese momento Benedict se dio otra vuelta y musitó:
– Bésame.
Sophie soltó la cinturilla de las calzas y éstas cayeron al suelo. Se le escapó un gritito y se apresuró a agacharse y cogerlas. Sujetando firmemente la cinturilla con la mano derecha, alargó la izquierda para darle unas palmaditas en la mano, pero lo pensó mejor y la retiro.
– Está soñando, señor Bridgerton -dijo.
– Bésame -repitió él.
A la tenue luz de la solitaria vela vio que a él se le movían rápidamente los ojos bajo los párpados. Qué increíble ver soñar a otra persona, pensó.
– ¡Bésame, caramba! -gritó él de pronto.
Sophie dio un salto atrás, sorprendida y se apresuró a afirmar la vela en la mesilla.
– Señor Bridgerton… -comenzó, con toda la intención de explicarle por qué no podía ni siquiera ocurrírsele besarlo, pero entonces pensó ¿por qué no?
Con el corazón desbocado, se inclinó y depositó unos suavísimos, ligerísimos besos en sus labios.
– Te amo -susurró-. Siempre te he amado.
Con un inmenso alivio, vio que él no se movía. Ése no era precisamente un momento que deseara que él recordara por la mañana. Y justo cuando acababa de convencerse de que él había vuelto a dormirse profundamente, él comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, dejando profundas depresiones en la almohada de plumas.
– ¿Dónde estás? -gruñó él, con voz ronca-. ¿Dónde te has metido?
– Estoy aquí -contestó ella.
Él abrió los ojos y por un instante pareció estar totalmente lúcido.
– No tú -dijo y volviendo a cerrar los ojos continuó moviendo la cabeza de lado a lado.
– Bueno, yo soy lo único que tiene -masculló Sophie-. No se mueva -añadió con una risita nerviosa-. Vuelvo enseguida.
Y con el corazón acelerado por el miedo y los nervios, salió corriendo de la habitación.
Si algo había aprendido Sophie en sus tiempos de criada era que la mayoría de las casas se organizaban esencialmente de la misma manera. Y por ese motivo no tuvo ningún problema para encontrar sábanas limpias para cambiarle las mojadas a Benedict; también encontró un jarro, que llenó de agua fría, y unas cuantas toallitas para humedecerle la frente.
Cuando entró en el dormitorio, él yacía inmóvil otra vez, pero su respiración era superficial y rápida. Volvió a tocarle la frente; no podía estar segura, pero le pareció que estaba más caliente.
Dios santo; ésa no era buena señal, y ella no estaba en absoluto cualificada para atender a un paciente con fiebre. Ni Araminta, ni Rosamund ni Posy habían estado enfermas ni un solo día, jamás, y los Cavender eran personas extraordinariamente sanas también. Lo más cercano a cuidar de un enfermo que había hecho en toda su vida era atender a la madre de la señora Cavender, que no podía caminar. Pero jamás había cuidado de alguien con fiebre.
Metió una toallita en la jarra y la estrujó para que no chorreara.
– Esto tendría que hacerle sentir mejor -susurró, aplicándosela cuidadosamente sobre la frente-. Al menos eso espero -añadió, en tono muy poco seguro.
Él no hizo el menor intento de retirar la cabeza al contacto con la mojada y fría toalla. Eso ella lo interpretó como excelente señal, de modo que mojó y estrujó otra. Pero no tenía idea de dónde podía ponerla. El pecho no le pareció un lugar adecuado, y de ninguna manera iba a bajarle la manta hasta más abajo de la cintura, a no ser que el pobre hombre estuviera en las puertas de la muerte, y aún en ese caso, no sabía qué demonios podría hacer por ahí abajo que lo resucitara. Así que finalmente le pasó la toalla mojada por detrás de las orejas y por los costados del cuello.
– ¿Se siente mejor con esto? -le preguntó, sin esperar respuesta, lógicamente, sino pensando que debía continuar con su conversación unilateral-. La verdad es que no sé mucho de cuidar enfermos, pero me parece que le iría bien algo fresco en la frente. Si yo estuviera enferma, seguro que me gustaría.
Él se movió inquieto, musitando palabras incoherentes.
– ¿Ah, sí? -contestó ella, tratando de sonreír pero sin conseguirlo-. Me alegra que piense eso.
Él masculló otra cosa.
– No -dijo ella, pasándole la toalla fresca por la oreja-. Me parece mejor lo que dijo primero.
Él se quedó inmóvil.
– Será un placer para mí reconsiderarlo -dijo ella, preocupada-. No se ofenda, por favor.
Él no se movió.
Sophie suspiró. No se podía conversar mucho rato con un hombre inconsciente sin empezar a sentirse absolutamente idiota. Le quitó la toalla de la frente y puso la mano. La sintió pegajosa; pegajosa y todavía caliente, combinación que no habría creído posible.
Dedidió no volver a ponerle la toalla, así que la dejó encima de la jarra. Era muy poco lo que podía hacer por él en ese preciso momento, de modo que se incorporó, y para estirar las piernas dio una lenta vuelta por la habitación, deteniéndose a coger y examinar desvergonzadamente todo lo que podía cogerse y también examinando algunas de las cosas fijas.
La colección de retratos en miniaturas fue su primera parada. Había nueve sobre el escritorio; coligió que eran de los padres y hermanos de Benedict. Comenzó a poner las de los hermanos por orden de edad, pero luego se le ocurrió que lo más probable era que los retratos no se hubieran pintado todos al mismo tiempo, por lo que igual podía estar mirando el retrato de su hermano mayor a los quince años y el del hermano menor a los veinte.