La sorprendió lo mucho que se parecían todos: el mismo color de pelo, castaño oscuro, las bocas anchas, y la elegante estructura ósea. Los miró detenidamente tratando de comparar el color de los ojos, pero eso le resultó imposible a la tenue luz de la vela; además, normalmente en los retratos en miniatura no se distinguía bien el color de los ojos.
Junto a las miniaturas estaba el jarrón con la colección de piedras. Cogió unas cuantas y, una a una, las hizo rodar un poco en la mano. «¿Por qué son tan especiales para ti?», pensó en un susurro, devolviéndolas con sumo cuidado a su lugar. A ella le parecían simples piedras, pero tal vez él las encontraba más interesantes y únicas porque representaban recuerdos especiales. Encontró un pequeño cofre de madera que le fue absolutamente imposible abrir; tenía que ser una de esas cajas con truco de que había oído hablar, que venían de Oriente. Y lo más curioso, a un lado del escritorio había un gran cuaderno de dibujo; estaba lleno de dibujos a lápiz, principalmente paisajes, pero también algunos retratos. ¿Los había dibujado Benedict? Miró de cerca el margen inferior de cada dibujo; las pequeñas iniciales parecían ser dos bes.
Se le escapó una exclamación ahogada y una sonrisa no invitada le iluminó la cara. Jamás se habría imaginado que Benedict era un artista. Jamás había leído nada acerca de eso en Whistledown, y ciertamente eso era algo que la columnista de cotilleo podría haber descubierto a lo largo de los años.
Llevó el cuaderno cerca de la mesilla para examinarlo a la luz de la vela y fue pasando las páginas. Deseó sentarse a mirarlo y dedicar diez minutos a contemplar cada dibujo, pero consideró intromisión examinar sus dibujos con tanto detalle; tal vez sólo quería justificar su fisgoneo, pero no encontraba tan incorrecto echarles una mirada.
Los paisajes eran variados. Algunos eran de Mi Cabaña (¿o debía llamarla Su Cabaña?) y otros eran de una casa más grande; supuso que ésa era la casa de campo de la familia Bridgerton. En la mayoría de los paisajes no había ninguna estructura arquitectónica, sólo un arroyo burbujeante, un árbol agitado por el viento, una pradera bajo la lluvia. Y lo pasmoso era que los dibujos captaban el momento, verdadero y completo. Habría jurado que el agua del arroyo burbujeaba y que el viento agitaba las hojas de ese árbol.
El número de retratos era menor, pero ella los encontró infinitamente más interesantes. Había varios de una niña que tenía que ser su hermana menor, y unos cuantos de una mujer que supuso era su madre. Uno de los que más le gustó representaba un juego al aire libre. Al menos cinco hermanos Bridgerton sostenían unas largas mazas, y una de las niñas, dibujada en primer plano, estaba a punto de golpear una bola para hacerla pasar por un aro; tenía la cara arrugada por la concentración.
El dibujo le provocó deseos de reírse fuerte. Sintió la alegría de ese día, y eso la hizo sentir ansias de tener una familia.
Miró a Benedict, que seguía durmiendo apaciblemente. ¿Comprendería él la suerte que tenía por haber nacido en ese numeroso y amoroso clan?
Exhalando un largo suspiro, continuó pasando las páginas hasta que llegó al final. El último dibujo era diferente de los demás porque parecía ser una escena nocturna, y la mujer que llevaba recogida la falda hasta más arriba de los tobillos e iba corriendo por…
¡Buen Dios! Ahogó una exclamación, pasmada. ¡Era ella!
Se acercó el dibujo a la cara. Él había captado a la perfección los detalles del vestido, ese vestido maravilloso, mágico, que fuera suyo por una sola noche. Había recordado incluso sus guantes largos hasta los codos, y los detalles de su peinado. Su cara era menos reconocible, pero eso había que disculparlo, puesto que nunca se la había visto entera.
Bueno, nunca hasta esa noche.
En ese momento Benedict emitió un gemido y cuando ella lo miró vio que se estaba moviendo inquieto. Cerró el cuaderno y fue a dejarlo en su lugar. Después se acercó a la cama.
– ¿Señor Bridgerton? -susurró.
Cómo deseaba llamarlo Benedict, tutearlo. Así era como pensaba en él; así lo había llamado siempre en sus sueños esos dos largos años. Pero eso sería una familiaridad inexcusable, y ciertamente no iba bien con su posición como criada.
– ¿Señor Bridgerton? -repitió-. ¿Se siente mal?
Él abrió los ojos.
– ¿Se le ofrece algo?
Él cerró y abrió los ojos varias veces, y ella no pudo saber si la había oído o no. Parecía tener los ojos desenfocados, y ni siquiera podía saber si la veía.
– ¿Señor Bridgerton?
– Sophie -dijo él, con voz rasposa. Seguro que tenía la garganta seca e irritada-. La criada.
– Estoy aquí -dijo ella, asintiendo-. ¿Qué se le ofrece?
– Agua.
– Enseguida.
Había metido las toallitas en el agua de la jarra, pero decidió que ése no era el momento para ser delicada, de modo que cogió el vaso que había subido de la cocina y lo llenó.
– Tenga.
Él tenía las manos temblorosas, de modo que ella continuó sujetando el vaso mientras él se lo llevaba a la boca. Bebió dos sorbos y volvió a poner la cabeza en la almohada.
– Gracias -susurró.
Sophie le tocó la frente. Seguía caliente, pero él parecía estar lúcido otra vez, por lo que decidió interpretar eso como señal de que había empezado a bajarle la fiebre.
– Creo que se sentirá mejor por la mañana.
Él se rió. No fuerte ni con nada parecido a vigor, pero se rió.
– No lo creo -graznó.
– Bueno, no totalmente recuperado -concedió ella-, pero creo que se sentirá mejor que ahora.
– Bueno, sería difícil que me sintiera peor.
Sophie le sonrió.
– ¿Se siente capaz de moverse hacia un lado de la cama para que pueda cambiarle las sábanas?
Él asintió e hizo lo que le pedía. Después cerró los ojos cansados, mientras ella iba de uno a otro lado de la cama.
– Ése es un buen truco -comentó cuando ella terminó.
– La madre de la señora Cavender solía ir de visita con frecuencia -explicó ella-. Estaba postrada en cama, así que tuve que aprender a cambiarle las sábanas sin que ella se levantara. No es demasiado difícil.
Él asintió.
– Ahora me volveré a dormir.
Sophie le dio una palmadita tranquilizadora en el hombro, no pudo evitarlo.
– Se sentirá mejor por la mañana -susurró-. Se lo prometo.
Capítulo 9
Dicen que los médicos son los peores pacientes, pero es la opinión de esta cronista que cualquier hombre es un paciente terrible. Podríamos decir que ser un paciente exige paciencia, y Dios sabe que la mitad masculina de nuestra especie no goza precisamente de demasiada paciencia.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 2 de mayo de 1817
Lo primero que hizo Sophie a la mañana siguiente fue chillar.
Se había quedado dormida sentada en el sillón de respaldo recto junto a la cama de Benedict, con los brazos y piernas en posición muy poco elegante y la cabeza ladeada en una postura bastante incómoda. Al principio su sueño fue ligero, con los oídos aguzados por si le llegaba alguna señal de malestar de la cama del enfermo. Pero después de una hora o algo así de un total y bendito silencio, el agotamiento pudo con ella y cayó en un sueño profundo, ese tipo de sueño del que uno debería despertar en paz, con una llana y descansada sonrisa en la cara.
Y posiblemente a eso se debió que cuando abrió los ojos y vio a dos personas desconocidas mirándola fijamente, se llevó un susto tan grande que a su corazón le llevó cinco minutos completos volver a latir con normalidad.