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– ¿Quiénes son ustedes?

Las palabras ya le habían salido por la boca cuando comprendió quiénes tenían que ser, necesariamente: el señor y la señora Crabtree, los cuidadores de Mi Cabaña.

– ¿Quién es usted? -preguntó el hombre, en un tono no menos belicoso.

– Sophie Beckett -respondió ella, atragantándose-. Eh… yo… -apuntó a Benedict, desesperada-. Él…

– ¡Dígalo, muchacha!

– ¡No la torturen! -graznó el enfermo.

Las tres cabezas se giraron hacia Benedict.

– ¡Está despierto! -exclamó Sophie.

– Quisiera Dios que no lo estuviera -masculló él-. Me arde la garganta como si tuviera fuego ahí.

– ¿Quiere que le vaya a buscar otro poco de agua? -le ofreció Sophie, solícita.

– Té, por favor.

Ella se levantó de un salto.

– Iré a prepararlo.

– Iré yo -dijo firmemente la señora Crabtree.

– ¿Quiere que la ayude? -preguntó Sophie, tímidamente. Algo en ese par la hacía sentirse diez años mayor. Los dos eran bajos y rechonchos, pero irradiaban autoridad.

La señora Crabtree negó con la cabeza.

– Buena ama de llaves sería yo si no supiera preparar un té.

Sophie tragó saliva; no sabía si la señora Crabtree estaba enfadada o hablaba en broma.

– No fue mi intención dar a entender que…

La señora Crabtree interrumpió la disculpa agitando la mano.

– ¿Le traigo una taza?

– A mí no debe traerme nada. Soy una c…

– Tráigale una taza -ordenó Benedict.

– Pero…

– Silencio -gruñó él apuntándola con el dedo. Después miró a la señora Crabtree con una sonrisa que podría haber derretido una cumbre de hielo-: ¿Tendría la amabilidad de añadir una taza para la señorita Beckett en la bandeja?

– Desde luego, señor Bridgerton, pero ¿podría decirle…?

– Puede decirme lo que quiera cuando vuelva con el té -le prometió él.

Ella lo miró severa.

– Tengo mucho que decir.

– De eso no me cabe la menor duda.

Benedict, Sophie y el señor Crabtree guardaron silencio mientras la señora Crabtree salía de la habitación, y cuando ya se había alejado bastante y no podía oír, el señor Crabtree se echó reír.

– ¡Le espera una buena, señor Bridgerton!

Benedict sonrió débilmente. El señor Crabtree se volvió hacia Sophie y le explicó:

– Cuando la señora Crabtree dice que tiene mucho que decir, es que tiene mucho que decir.

– Ah -dijo Sophie.

Le habría gustado decir algo más inteligente, pero con tan poco tiempo de aviso, lo único que se le ocurrió fue «ah».

– Y cuando tiene mucho que decir -continuó el señor Crabtree, con la sonrisa más ancha y astuta-, le gusta decirlo con inmenso vigor.

– Por suerte -terció Benedict, sarcástico- tendremos nuestro té para mantenernos ocupados.

El estómago de Sophie gruñó audiblemente. Benedict la miró brevemente, con expresión divertida.

– Y un buen poco de desayuno, también -añadió-, si conozco a la señora Crabtree.

– Ya está preparado, señor Bridgerton -asintió el señor Crabtree-. Vimos sus caballos en el establo esta mañana, al volver de la casa de nuestra hija, y la señora Crabtree se puso a trabajar en el desayuno inmediatamente. Sabe cuánto le gustan los huevos.

Benedict miró a Sophie y le sonrió con expresión de complicidad:

– Me encantan los huevos.

A ella volvió a gruñirle el estómago.

– Pero no sabíamos que estaba acompañado -dijo el señor Crabtree.

Benedict se echó a reír, y al instante hizo un gesto de dolor.

– No me imagino que la señora Crabtree no haya preparado comida suficiente para un pequeño ejército.

– Bueno, no tuvo tiempo para preparar un desayuno adecuado, con pastel de carne y pescado -explicó el señor Crabtree-, pero creo que tiene tocino, jamón, huevos y tostadas.

Esta vez el estómago de Sophie lanzó un rugido. Ella se puso la mano en el estómago, resistiendo apenas el deseo de sisearle «¡Cállate!».

– Debería habernos dicho que venía -continuó el señor Crabtree-. No habríamos ido de visita si lo hubiéramos sabido.

– Fue una decisión de último momento -explicó Benedict, estirando el cuello a uno y otro lado-. Fui a una fiesta desagradable y decidí marcharme.

– ¿De dónde viene ella? -preguntó el señor Crabtree haciendo un gesto hacia Sophie.

– Estaba en la fiesta.

– Yo no estaba en la fiesta -enmendó Sophie-. Simplemente estaba allí.

El señor Crabtree la miró con desconfianza.

– ¿Cuál es la diferencia?

– No estaba en la fiesta. Era criada en la casa.

– ¿Usted es una criada?

– Eso es lo que he estado tratando de decirle.

– Usted no parece criada. -Miró a Benedict-. ¿A usted le parece criada?

Benedict se encogió de hombros, indeciso.

– No sé qué parece.

Sophie lo miró enfurruñada. Tal vez eso no era un insulto, pero no era un cumplido tampoco.

– Si es la criada de otros, ¿qué hace aquí? -insistió el señor Crabtree.

– ¿Podría reservar la explicación para cuando vuelva la señora Crabtree? Porque estoy seguro de que ella repetirá todas sus preguntas.

El señor Crabtree lo miró un momento, pestañeó, asintió y se volvió hacia Sophie.

– ¿Por qué va vestida así?

Sophie se miró y comprobó, horrorizada, que se había olvidado que vestía ropas de hombre, ropas tan grandes que apenas lograba que las calzas no le cayeran a los pies.

– Mi ropa estaba empapada -explicó-, por la lluvia.

Él asintió, comprensivo.

– Vaya tormenta la de anoche. Por eso nos alojamos con nuestra hija. Teníamos pensado volver a casa, ¿sabe?

Benedict y Sophie se limitaron a asentir.

– No vive muy lejos -continuó el señor Crabtree-, sólo al otro lado del pueblo. -Miró a Benedict, que se apresuró a hacer un gesto de asentimiento-. Ha tenido otro bebé, una niña.

– Felicitaciones -dijo Benedict.

Por su cara, Sophie comprendió que no decía eso por simple educación. Lo decía en serio.

Se oyeron fuertes pisadas procedentes de la escalera; sin duda era la señora Crabtree que volvía con el desayuno.

– Tendría que ir a ayudarle -dijo Sophie, poniéndose de pie de un salto y corriendo hacia la puerta.

– Una vez criada, siempre criada -comentó sabiamente el señor Crabtree.

Benedict no habría podido asegurarlo, pero creyó ver a Sophie hacer un mal gesto.

Pasado un minuto, entró la señora Crabtree llevando un espléndido servicio de té de plata.

– ¿Dónde está Sophie? -preguntó Benedict.

– La envié a buscar el resto -contestó la señora Crabtree-. Notardará nada. Simpática muchacha -añadió con toda naturalidad-, pero necesita un cinturón para esas calzas que le prestó.

Benedict sintió una sospechosa opresión en el pecho al pensar en Sophie, la criada, con sus calzas en los tobillos. Tragó saliva, incómodo, al comprender que esa opresiva sensación bien podía ser deseo.

Y a continuación gimió y se llevó la mano al cuello, porque la saliva tragada para aliviar la incomodidad le producía más incomodidad después de una noche tosiendo.

– Necesita uno de mis tónicos -dijo la señora Crabtree.

Él negó enérgicamente con la cabeza. Ya había probado uno de esos tónicos, y estuvo vomitando durante tres horas.

– No aceptaré una negativa -le advirtió ella.

– Jamás acepta una negativa -añadió el señor Crabtree.

– El té hará maravillas -se apresuró a decir Benedict-. No me cabe duda.

Pero la atención de la señora Crabtree ya se había desviado a otra cosa.

– ¿Dónde está esa muchacha? -masculló, y fue a asomarse a la puerta.

– ¡Sophie! ¡Sophie!

– Si consigue impedirle que me traiga un tónico -le susurró Benedict al señor Crabtree rápidamente- cuente con cinco libras en el bolsillo.