Sophie negó con la cabeza.
– Estupendo.
Dicho eso, la condesa salió rápidamente de la sala, dejando a Sophie con las piernas y los labios temblorosos. Y muchísimas lágrimas.
Con el tiempo Sophie se fue enterando de más cosas acerca de su precaria situación. Los criados siempre lo sabían todo, por lo tanto todo llegaba finalmente a sus oídos.
La condesa, cuyo o nombre era Araminta, había insistido desde el primer día en que la expulsaran de la casa. Pero el conde se negó. No era necesario que amara a Sophie, le dijo tranquilamente, ni siquiera era necesario que le cayera bien; pero tenía que soportarla. Él había reconocido su responsabilidad hacia la niña durante siete años y no estaba dispuesto a dejar de hacerlo.
Siguiendo el ejemplo de Araminta, Rosamund y Posy trataban a Sophie con hostilidad y desdén, aunque estaba claro que el corazón de Posy no era dado a la tortura y la crueldad como lo era el de Rosamund. No había nada que gustara más a Rosamund que pellizcarle y retorcerle la piel del dorso de la mano cuando la señorita Timmons no estaba mirando. Ella nunca decía nada; dudaba de que la señorita Timmons tuviera el valor de reprender a Rosamund (la que sin duda correría a contarle una falsedad a Araminta), y si alguien advertía que sus manos siempre tenían moretones, nadie lo decía jamás.
Posy le demostraba amabilidad de tanto en tanto, aunque con más frecuencia que menos se limitaba a suspirar y decir:
– Mi mamá dice que no debo ser simpática contigo.
En cuanto al conde, nunca intervenía.
Y así continuó la vida de Sophie durante cuatro años, hasta que el conde sorprendió a todo el mundo una tarde mientras tomaba el té en la rosaleda, cuando, llevándose la mano al pecho y emitiendo una resollante exclamación, cayó de bruces sobre los adoquines.
No recuperó el conocimiento.
Su muerte fue una conmoción para todo el mundo. El conde sólo tenía cuarenta años. ¿Quién podía imaginar que le fallaría el corazón siendo tan jovcn? Y nadie se sorprendió más que Araminta, la que desde su noche de bodas había intentado desesperadamente concebir al importantísimo heredero.
– ¡Podría estar encinta! -se apresuró a decir a los abogados del conde-. No pueden darle el título a un primo lejano. Yo podría estar embarazada
Pero no estaba embarazada, y cuando se leyó el testamento del conde un mes después (los abogados decidieron darle el tiempo a la condesa para que comprobara si estaba embarazada), Araminta se vio obligada a sentarse al lado del nuevo conde, un joven bastante disipado que se pasaba la mayor parte del tiempo borracho.
La mayoría de los deseos expresados por el conde en su testamento eran del tipo normal. Dejaba legados a los criados leales. Dejaba fondos para Rosamund, Posy e incluso Sophie, asegurando respetables dotes para las tres niñas.
Y entonces el abogado llegó al nombre de Araminta.
A mi esposa Araminta Gunnzngworth, condesa de Penwood, dejo un ingreso anual de dos mil libras…
– ¿Sólo eso? -exclamó Araminta.
… a menos que acceda a albergar, proteger y cuidar de mi pupila, la señorita Sophia Maria Beckett, hasta que cumpla los veinte años, en cuyo caso el ingreso anual se triplicará a seis mil libras.
– No la quiero -susurró Araminta.
– No tiene por qué hacerlo -le recordó el abogado-. Puede…
– ¿Vivir con unas míseras dos mil libras al año? -ladró ella-. Creo que no.
El abogado, que vivía con bastante menos de dos mil libras al año, guardó silencio.
El nuevo conde, que había estado bebiendo sin parar durante toda la reunión, se limitó a encogerse de hombros. Araminta se puso de pie.
– ¿Cuál es su decisión? -le preguntó el abogado.
– La acepto -contestó ella en voz baja.
– ¿Voy a buscar a la niña para decírselo?
Araminta negó con la cabeza.
– Se lo diré yo personalmente.
Pero cuando Araminta encontró a Sophie se calló unas cuantas cosas importantes.
Capítulo 1
La invitación más codiciada en la temporada de este año tiene que ser sin duda alguna la del baile de máscaras en la casa Bridgerton, que se celebrará el próximo lunes. En efecto, una no puede dar dos pasos sin verse obligada a escuchar a alguna mamá de la alta sociedad haciendo elucubraciones sobre quién asistirá y, tal vez lo más importante, quién se disfrazará de qué.
Sin embargo, ninguno de estos temas son ni de cerca tan interesantes como el de los dos hermanos Bridgerton solteros. (Antes que alguien señale que existe un tercer hermano Bridgerton soltero, permitid que esta cronista os asegure que conoce muy bien la existencia de Gregory Bridgerton. Pero sólo tiene catorce años, por lo tanto no corresponde hablar de él en esta determinada columna, la que trata, como suelen tratar las columnas de esta cronista, del más sagrado de los deportes: la caza de marido.)
Si bien los señores Bridgerton no poseen ningún título de nobleza, se los considera dos de los principales partidos de la temporada. Es un hecho bien sabido que ambos son dueños de respetables fortunas, y no hace falta ser muy observador para advertir que también poseen la belleza Bridgerton, como la poseen los ocho miembros de esta prole.
¿Aprovechará alguna damita el misterio de una noche de máscaras para cazar a uno de los cotizados solteros?
Esta cronista ni siquiera hará el intento de elucubrar.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 31 de mayo de 1815
¡Sophie! ¡Soophiie!
Continuaron los gritos, fuertes como para romper los cristales, o por lo menos un tímpano.
– ¡Voy Rosamund! ¡Voy!
Cogiéndose la falda de lana basta, Sophie subió a toda prisa la escalera, pero en el cuarto peldañ:, se resbaló y alcanzó justo a cogerse de la baranda para no caer sentada. Tendría que haber recordado que los peldaños estarían resbaladizos; ella misma había ayudado a la criada de la planta baja a encerarlos esa mañana.
Deteniéndose con un patinazo en la puerta del dormitorio de Rosamund, tratando de recuperar el aliento, dijo:
– ¿Sí?
– El té está frío.
«Estaba caliente cuando te lo traje hace una hora, holgazana pesada», deseó decir Sophie, pero dijo:
– Te traeré otra tetera.
Rosamund sorbió por la nariz.
– Procura hacerlo.
Sophie estiró los labios formando un gesto que los cegatones podrían llamar sonrisa, y cogió la bandeja.
– ¿Dejo las galletas?
Rosamund negó con su hermosa cabeza.
– Quiero de las recién hechas.
Con los hombros ligeramente encorvados por el peso del contenido de la bandeja, Sophie salió de la habitación y tuvo buen cuidado de no comenzar a refunfuñar hasta cuando se había alejado bastante por el corredor. Rosamund vivía pidiendo té y luego no se molestaba en tomárselo hasta pasada una hora. Entonces, lógicamente, el té ya se había enfriado, por lo que tenía que pedir que le llevaran otra tetera con té caliente.
Lo cual significaba que ella vivía subiendo y bajando la escalera a toda prisa, arriba y abajo, arriba y abajo. A veces le parecía que eso era lo único que hacía en su vida.
Subir y bajar, subir y bajar.
Y claro, también estaban el arreglar ropa, el planchar, peinar, limpiar y abrillantar los zapatos, zurcir, remendar, hacer las camas, en fin.
– ¡Sophie!
Se giró y vio a Posy caminando hacia ella.
– Sophie, quería preguntarte, ¿encuentras que este color me sienta bien?
Con mirada evaluadora contempló el disfraz de sirena que le enseñaba Posy. El corte no era el adecuado, pues Posy continuaba conservando la gordura de cuando era niña, pero el color sí hacía resaltar lo mejor de su piel.