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Había un extraño vínculo entre él y la criada. Él la había salvado a ella y ella lo había salvado a él. Ah, dudaba de que la fiebre de esa noche lo hubiera matado; si hubiera sido realmente grave, estaría batallando con ella en esos momentos. Pero ella lo había cuidado, lo había puesto cómodo y tal vez lo hizo avanzar en el camino a la recuperación.

– ¿Me hará el favor de vigilar que coma por lo menos otro plato? -le pidió la señora Crabtree-. Voy a ir a prepararle una habitación.

– Uno de los cuartos para los criados -dijo Sophie.

– No sea tonta. Mientras no la contratemos, no es una criada aquí.

– Pero…

– No se hable más -interrumpió la señora Crabtree.

– ¿Quieres que te ayude, querida? -le preguntó el señor Crabtree.

Ella asintió y al instante siguiente la pareja ya se había marchado.

Sophie detuvo el proceso de comer tanta comida como era humanamente posible para mirar la puerta por donde acababan de desaparecer. Sin duda la consideraban una de ellos, porque si no hubiera sido una criada de ninguna manera la habrían dejado a solas con Benedict. Las reputaciones se podían arruinar con mucho menos.

– Ayer no comió nada en todo el día, ¿verdad? -le preguntó Benedict en voz baja.

Ella negó con la cabeza.

– La próxima vez que vea a Cavender lo voy a dejar convertido en una pulpa sanguinolenta -gruñó él.

Si ella fuera una persona mejor se habría sentido horrorizada, pensó Sophie, pero no pudo evitar una sonrisa al imaginarse a Benedict defendiendo más su honor. O a Phillip Cavender con la nariz recolocada en la frente.

– Vuelva a llenarse el plato -le dijo él-. Aunque sólo sea por mi bien. Le aseguro que antes de marcharse la señora Crabtree contó los huevos y las lonjas de jamón que había en la fuente, y querrá mi cabeza si no ha disminuido el número cuando vuelva.

– Es una señora muy buena -dijo ella, poniéndose huevos en el plato. El primero le había aplacado apenas el hambre; no necesitaba que la instaran a comer.

– La mejor.

Con suma pericia, ella equilibró una loncha de jamón entre el tenedor y la cuchara de servir y la trasladó a su plato.

– ¿Cómo se siente esta mañana, señor Bridgerton?

– Muy bien, gracias. O si no bien, por lo menos condenadamente mejor que anoche.

– Estuve muy preocupada por usted -dijo ella, quitando el borde de grasa del jamón con el tenedor y luego cortando un trozo con el cuchillo.

– Ha sido muy amable al cuidar de mí.

Ella masticó y tragó. Luego dijo:

– No fue nada en realidad. Cualquiera lo habría hecho.

– Tal vez, pero no con tanta gracia y buen humor.

El tenedor de ella quedó inmóvil a medio camino.

– Gracias -dijo-. Ése es un hermoso cumplido.

– Yo no… mmm…

Benedict se interrumpió y se aclaró la garganta. Ella lo miró con curiosidad, esperando que acabara lo que fuera que iba a decir.

– No, nada -musitó él.

Decepcionada, ella se metió el trozo de jamón en la boca.

– ¿No hice nada de lo que tenga que pedir disculpas? -soltó él de pronto, a toda prisa.

Sophie tosió y escupió el trozo de jamón en la servilleta.

– Eso lo interpretaré como un sí -dijo él.

– ¡No! Simplemente me sorprendió.

– No me mentiría acerca de esto, ¿verdad? -insistió él, mirándola con los ojos entrecerrados.

Ella negó con la cabeza, recordando el beso perfecto que le había dado. Él no había hecho nada que exigiera una disculpa, pero eso no significaba que no lo hubiera hecho ella.

– Se ha ruborizado -la acusó él.

– No, no estoy ruborizada.

– Sí que lo está.

– Si me he ruborizado -contestó ella descaradamente-, es porque me extraña que a usted se le ocurra pensar que pudiera haber motivo para pedir disculpas.

– Se le ocurren muy buenas respuestas para ser una criada -comentó él.

– Perdone -se apresuró a decir ella.

Tenía que recordar su lugar; pero eso le resultaba difícil con ese hombre, el único miembro de la alta sociedad que la había tratado como a una igual, aunque sólo fuera por unas horas.

– Lo dije como cumplido. No se reprima por mi causa.

Ella guardó silencio.

– La encuentro muy… -se interrumpió, obviamente para buscar la palabra correcta-. Estimulante.

– Ah. -Dejó el tenedor en la mesa-. Gracias.

– ¿Tiene algún plan para el resto del día?

Ella se miró el voluminoso vestido e hizo una mueca.

– Pensaba esperar a que estuviera lista mi ropa y entonces, supongo que iré a ver si en alguna de las casas vecinas necesitan una criada.

– Le dije que le encontraría un puesto en la casa de mi madre -dijo él, ceñudo.

– Y eso se lo agradezco mucho -se apresuró a decir ella-. Pero preferiría continuar en el campo.

Él se encogió de hombros, con la actitud de aquel al que jamás la vida le ha puesto ningún escollo por delante.

– Entonces puede trabajar en Aubrey Hall, en Kent.

Sophie se mordió el labio. Ciertamente no podía decirle que no quería trabajar en la casa de su madre porque tendría que verlo a él. No podía imaginarse una tortura más exquisitamente dolorosa.

– No debe considerarme una responsabilidad suya -le dijo finalmente.

Él la miró con cierto aire de superioridad.

– Le dije que le encontraría otro puesto.

– Pero…

– ¿Qué puede haber en eso para discutir?

– Nada -masculló ella-. Nada en absoluto.

No serviría de nada discutir con él en ese momento.

– Estupendo -dijo él, reclinándose satisfecho en sus almohadones-. Me alegro que lo vea a mi manera.

– Debo irme -dijo ella, empezando a levantarse.

– ¿A hacer qué?

– No lo sé -repuso ella, sintiéndose estúpida. Él sonrió de oreja a oreja.

– Que lo disfrute, entonces.

Ella cerró la mano en el mango de la cuchara de servir.

– No lo haga -le advirtió él.

– ¿Que no haga qué?

– Arrojarme la cuchara.

– Eso ni lo soñaría -contestó ella entre dientes. Él se echó a reír.

– Pues sí que lo soñaría. Lo está soñando en este momento. Sólo que no lo «haría».

Sophie tenía aferrada la cuchara con tanta fuerza que le temblaba la mano.

Benedict se reía tan fuerte que le temblaba la cama. Sophie continuó de pie, con la cuchara bien cogida.

– ¿Piensa llevarse la cuchara? -le preguntó él sonriendo. «Recuerda tu lugar», se gritó ella, «recuerda tu lugar».

– ¿Qué podría estar pensando para verse tan adorablemente feroz? -musitó él-. No, no me lo diga -añadió-. Seguro que tiene que ver con mi prematura y dolorosa muerte.

Muy lentamente ella se volvió de espaldas a él y colocó con cuidado la cuchara en la mesa. No debía arriesgarse a hacer ningún movimiento brusco; un movimiento en falso y le arrojaría la cuchara a la cabeza.

– Eso ha sido muy maduro de su parte -comentó él, arqueando las cejas, aprobador.

Ella se giró lentamente hacia él.

– ¿Es así de encantador con todo el mundo o sólo conmigo?

– Ah, sólo con usted -contestó él. Sonrió-. Tendré que procurar que acepte mi ofrecimiento de encontrarle empleo en casa de mi madre. Usted hace surgir lo mejor de mí, señorita Sophie Beckett.

– ¿Eso es lo mejor? -preguntó ella, con visible incredulidad.

– Me temo que sí.

Sophie se dirigió a la puerta limitándose a mover la cabeza. Sí que eran agotadoras las conversaciones con Benedict Bridgerton.

– ¡Ah, Sophie! -exclamó él.

Ella se volvió a mirarlo. Él sonrió guasón.

– Sabía que no me arrojaría la cuchara.

Lo que ocurrió entonces no fue responsabilidad de Sophie. Ella quedó convencida de que por un fugaz instante, se apoderó de ella un demonio, porque de verdad no reconoció la mano que se alargó hasta la mesilla y cogió el cabo de una vela. Cierto que la mano parecía estar unida firmemente a su brazo, pero no le pareció conocida cuando esta mano se movió hacia atrás y arrojó el cabo de vela a través de la habitación.