Pero en ese momento, con esa mujer, el deseo se le hizo urgente.
Cambió de posición y arregló los pliegues del edredón. Al cabo de un instante, tuvo que volver a cambiar de posición.
– ¿Siente incómoda la cama? -le preguntó Sophie-. ¿Necesita que le ahueque los almohadones?
El primer impulso de él fue contestar que sí, agarrarla cuando se inclinara sobre él, y entonces seducirla, puesto que estarían, muy convenientemente, en la cama. Pero lo asaltó la sospecha de que ese determinado plan no le resultaría bien con Sophie, de modo que contestó:
– Estoy bien.
No pudo evitar hacer una mueca al notar que la voz le salió extrañamente temblorosa.
Ella estaba mirando sonriente las galletas del plato.
– Tal vez una más -dijo.
Él apartó el brazo para que ella pudiera acceder fácilmente al plato, el cual estaba apoyado, recordó tardíamente, en su regazo. Verla alargar la mano hacia sus ingles, aunque en realidad era hacia el plato con galletas, le produjo cosas raras, en las ingles, para ser exactos.
Tuvo una repentina visión de algo… cambiando de sitio ahí debajo, y se apresuró a coger el plato, no fuera que perdiera el equilibrio.
– ¿Le importa si cojo la última…?
– ¡Estupendo! -graznó él.
Ella cogió una galleta de jengibre del plato y frunció el ceño.
– Se ve mejor -comentó acercándola a su nariz para aspirar su olor-, pero su voz no suena mejor. ¿Le duele la garganta?
Benedict se apresuró a beber un poco de té.
– No, nada. Debí tragar un poco de polvo.
– Ah, beba más té, entonces. Eso no le molestará mucho rato. -Dejó su taza en la bandeja-. ¿Quiere que le lea?
– ¡Sí! -exclamó él, arrebujándose el edredón alrededor de la cintura.
Igual a ella se le ocurría retirar el plato, tan estratégicamente situado, Y ¿cómo quedaría él entonces?
– ¿De veras está bien? -le preguntó ella, mirándolo con más extrañeza que preocupación.
Él consiguió hacer una sonrisa tensa.
– Estoy muy bien.
– De acuerdo, entonces -dijo ella, levantándose-. ¿Qué le gustaría que le leyera?
– Ah, cualquier cosa -repuso él, con un alegre movimiento de la mano.
– ¿Poesía?
– Espléndido.
Habría dicho «Espléndido» aunque ella le hubiera ofrecido leerle una disertación sobre la flora de la tundra ártica.
Sophie se dirigió a una estantería acondicionada en una hornacina en la pared y estuvo un momento mirando su contenido.
– ¿Byron? ¿Blake?
– Blake -contestó él con firmeza.
Una hora de las tonterías románticas de Byron lo haría caer por el borde, de seguro.
Ella sacó un delgado libro de poemas y volvió a sentarse en el sillón, agitando su nada atractiva falda con el movimiento.
Benedict frunció el ceño. Hasta ese momento no se había fijado en lo feo que era su vestido.
No tan feo como el que le prestara la señora Crabtree, pero ciertamente no estaba diseñado para hacer resaltar lo mejor de una mujer.
Debería comprarle un vestido nuevo. Ella no lo aceptaría jamás, lógicamente, pero ¿y si por una casualidad se le quemara la ropa que llevaba puesta?
– ¿Señor Bridgerton?
Pero ¿cómo arreglárselas para quemarle el vestido? Ella no tendría que llevarlo puesto, y eso ya de suyo implicaría una cierta dificultad…
– ¿Está escuchando? -le preguntó Sophie.
– ¿Mmm?
– No me está escuchando.
– Lo siento. Perdone. Se me había escapado la mente. Continúe, por favor.
Ella empezó de nuevo, y él, con el fin de demostrarle con qué atención la estaba escuchando, fijó la vista en sus labios. Y eso resultó ser un tremendo error.
Porque de pronto lo único que veía eran esos labios, y no lograba dejar de pensar en besarla. Entonces comprendió, con la más absoluta certeza, que si uno de ellos no salía de la habitación en los próximos treinta segundos, él iba a hacer algo por lo que le debería mil disculpas.
Y no era que no planeara seducirla, no, sólo que prefería hacerlo con algo más de sutileza.
– Ay, Dios -se le escapó.
Sophie lo miró extrañada. Y él la comprendió, porque el «ay, Dios» le salió como a un completo idiota. Haría años que no decía esa expresión, si es que la había dicho alguna vez.
Demonios, estaba hablando igual que su madre.
– ¿Pasa algo? -le preguntó ella.
– No, sólo que recordé algo -repuso él, muy estúpidamente, en su opinión.
Ella alzó las cejas, interrogante.
– Algo que había olvidado -explicó él.
– Las cosas que uno recuerda -dijo ella, como si estuviera muy divertida- suelen ser cosas que había olvidado.
Él la miró ceñudo.
– Necesito estar solo un momento -dijo.
Ella se levantó al instante.
– Faltaría más.
Benedict reprimió un gemido. Condenación; ella parecía dolida. No había sido su intención herir sus sentimientos. Sólo necesitaba que ella saliera de la habitación para no agarrarla y meterla en la cama.
– Es un asunto personal -le explicó, con el fin de que ella se sintiera mejor, pero sospechando que lo único que hacía era hacer el tonto.
– Ahhh -exclamó ella, como si de pronto entendiera-. ¿Quiere que le traiga el orinal?
– Yo puedo caminar hasta el orinal -replicó él, olvidando que no necesitaba el orinal.
Ella asintió y fue a dejar el libro en una mesa.
– Le dejaré para que se ocupe de sus asuntos. Sólo tiene que tirar del cordón cuando me necesite.
– No la voy a llamar como a una criada -gruñó él.
– Pero es que soy una…
– No. Para mí no lo es.
Las palabras le salieron con más dureza de la necesaria, pero él siempre había detestado a los hombres que acosaban a criadas impotentes. La sola idea de que él pudiera convertirse en uno de esos seres repelentes le producía bascas.
– Muy bien -dijo ella, en el tono sumiso de una criada, y luego de hacerle una venia, como una criada, se marchó.
Él estaba bastante seguro de que eso lo hacía sólo para fastidiarlo.
En el instante en que ella cerró la puerta, bajó de la cama de un salto y corrió a asomarse a la ventana. Estupendo, nadie a la vista. Se quitó la bata y se puso un par de calzas, una camisa y una chaqueta. Volvió a mirar por la ventana. Estupendo. Nadie.
– Botas, botas -masculló.
Paseó la vista por la habitación. ¿Dónde diablos estaban sus botas? No sus botas buenas, el par para ensuciar en el barro. Ah, ahí. Cogió las botas y se las puso.
Volvió a la ventana. No había aparecido nadie. Excelente. Pasó una pierna por el alféizar, luego la otra, y se cogió a una rama larga y fuerte de un olmo cercano. El resto fue un fácil número de balancearse avanzando por la rama, llegar al tronco, deslizarse y saltar al suelo.
Y de allí, directo al lago. Al muy frío lago. A darse un baño muy frío.
– Si necesitaba el orinal podría haberlo dicho -iba mascullando Sophie-. Como si yo nunca hubiera tenido que llevar y traer orinales.
Bajó el último peldaño de la escalera, sin saber a qué iba a la planta baja. No tenía nada concreto que hacer ahí; había bajado simplemente porque no se le ocurrió otra cosa.
No entendía por qué él tenía tanta dificultad para tratarla como a lo que ella era: una criada. No paraba de insistir en que ella no trabajaba para él y que no tenía que hacer nada para ganarse la manuntención en Mi Cabaña, y luego en la misma parrafada le aseguraba que le encontraría un puesto en la casa de su madre.
Si él la tratara como a una criada, ella no tendría ninguna dificultad para recordar que era una nadie ilegítima y que él era un miembro de una de las familias más ricas e influyentes de la alta sociedad.