– Es un hermoso matiz de verde -contestó, sinceramente-. Te hace ver muy sonrosadas las mejillas.
– Ah, qué bien, me alegra tanto que te guste. Tienes un verdadero don para elegir mi ropa. -Sonriendo, alargó la mano y cogió una galleta azucarada de la bandeja-. Madre ha estado absolutamente insoportable conmigo toda la semana por el baile de máscaras, y sé que no veré el fin de eso si no me veo bien. 0 -añadió arrugando la cara en un mal gesto- si ella encuentra que no me veo bien. Está resuelta a que una de nosotras atrape a uno de los hermanos Bridgerton que quedan solteros, ¿sabes?
– Lo sé.
– Y para empeorar las cosas, esa mujer Whistledown ha vuelto a escribir sobre ellos. Eso sólo -Posy guardó silencio para terminar de masticar y tragar- le abre el apetito.
– ¿Era muy buena la columna esta mañana? -preguntó Sophie, apoyándose la bandeja en la cadera-. Aún no he tenido la oportunidad de leerla.
– Bah, lo de siempre -repuso Posy agitando la mano-. La verdad es que puede ser muy aburrida, ¿sabes?
Sophie intentó sonreír y no lo consiguió. Nada le gustaría más que vivir un día de la aburrida vida de Posy. Bueno, tal vez no le gustaría tener a Araminta por madre, pero no le molestaría una vida de fiestas, salidas y veladas musicales.
– Veamos -musitó Posy-. Había una reseña sobre el último baile de lady Worth, un corto comentario sobre el vizconde Guelph, que parece estar bastante enamorado de una muchacha de Escocia, y luego una larga columna sobre el próximo baile de máscaras de los Bridgerton.
Sophie exhaló un suspiro. Llevaba semanas leyendo acerca de ese baile de máscaras, y aunque no era otra cosa que una doncella de la señora (y de tanto en tanto criada también, siempre que Araminta consideraba que no trabajaba bastante) no podía dejar de desear asistir a ese baile.
– Yo por mi parte estaré encantada si ese vizconde Guelph se compromete en matrimonio -comentó Posy, cogiendo otra galleta-. Eso significará que madre tendrá un soltero menos del que hablar y hablar como posible marido. Y no es que yo haya tenido alguna esperanza de atraer su atención de todos modos. -Tomó un bocado de la galleta, haciéndola crujir fuerte-. Espero que lady Whistledown tenga razón respecto a él.
– Probablemente la tiene -contestó Sophie.
Leía la hoja Ecos de Sociedad de Lady Whistledown desde que empezara a aparecer en 1813, y la columnista de cotilleos casi siempre tenía razón cuando se trataba de asuntos del Mercado Matrimonial.
Lógicamente ella no había tenido jamás la oportunidad de ver ese Mercado en persona, pero si alguien leía la Whistledown con suficiente frecuencia casi podía sentirse parte de la Sociedad londinense sin asistir a ningún baile.
En realidad, leer la Whistledown era para ella un pasatiempo verdaderamente agradable. Ya había leído todas las novelas de la biblioteca, y puesto que ni Araminta, Rosamund ni Posy eran particularmente aficionadas a la lectura, no tenía esperanzas de que entrara algún libro nuevo en la casa.
Pero la hoja Whistledown era divertidísima. Nadie conocía la verdadera identidad de la columnista. Cuando hizo su primera aparición la hoja informativa hacía dos años, las elucubraciones estuvieron a la orden del día. Incluso en esos momentos, siempre que lady Whistledown comentaba algún cotilleo particularmente jugoso, la dama volvía a ser tema de conversación y de suposiciones; volvía la curiosidad sobre quién demonios podía ser esa persona que informaba con tanta rapidez y exactitud.
En cuanto a Sophie, para ella Whistledown era un seductor atisbo del mundo que podría haber sido el de ella si sus padres hubieran legalizado su unión. Habría sido la hija del conde, no la bastarda; su apellido habría sido Gunningworth, no Beckett.
Aunque sólo fuera una vez, le gustaría ser ella la que subía al coche y asistía al baile.
En lugar de eso, era la que vestía a las demás para sus salidas nocturnas, ciñéndole el corsé a Posy, peinando a Rosamund o limpiando un par de zapatos de Araminta.
Pero no podía, o al menos no debía, quejarse. Tal vez tenía que servir de doncella a Araminta y a sus hijas, pero por lo menos tenía un hogar, lo cual era más de lo que tenían la mayoría de las muchachas en su situación.
Su padre no le dejó nada al morir; bueno, nada aparte de un techo sobre la cabeza. Con su testamento se aseguró de que no la pudieran echar de la casa hasta que tuviera veinte años. De ninguna manera iba a perder Araminta el derecho a cuatro mil libras anuales echándola de casa.
Pero esas cuatro mil libras eran de Araminta, no de ella, y jamás había visto ni un solo penique de ellas. Desaparecieron los hermosos vestidos que se había acostumbrado a usar, siendo reemplazados por los de lana basta de las criadas. Y comía lo que comían las demás criadas, lo que fuera que Araminta, Rosamund y Posy decidieran dejar de sobras.
Sin embargo, hacía casi un año que llegó y pasó su vigésimo cumpleaños, y continuaba viviendo en la casa Penwood, seguía desviviéndose en el servicio a Araminta. Por algún motivo desconocido, ya fuera porque no quería formar (o pagar) a otra doncella, ésta le había permitido seguir viviendo en la casa.
Y ella continuó, claro. Si Araminta era el demonio que conocía, el resto del mundo era el demonio que no conocía. Y ella no tenía idea de cuál podía ser peor.
– ¿No te pesa mucho esa bandeja?
Sophie cerró y abrió los ojos para salir de su ensimismamiento y centró la atención en Posy, que estaba cogiendo la última galleta de la bandeja.
– Sí, pesa bastante. Y ya debería estar en la cocina con ella.
Posy sonrió.
– No te detendré más tiempo, pero cuando hayas acabado eso, ¿podrías plancharme el vestido rosa? Me lo voy a poner esta noche. Ah, y supongo que tendrías que limpiar los zapatos a juego también. Quedaron un poco polvorientos la última vez que me los puse y ya sabes cómo es madre con los zapatos. Que más da que no se vean bajo mi falda. Ella se fijará en la más mínima motita de polvo en el instante en que me levante la falda para subir un peldaño.
Sophie asintió, añadiendo mentalmente esas peticiones a su lista de quehaceres diarios.
– ¡Hasta luego, entonces! -dijo Posy y, tragándose lo que quedaba de galleta, desapareció en su dormitorio. Y Sophie bajó a la cocina.
Pasados unos días, Sophie estaba arrodillada con unos cuantos alfileres entre los dientes, haciendo los arreglos de último momento en el disfraz de Araminta para el baile. El traje Reina Isabel había llegado perfecto de la modista, pero Araminta insistió en que le quedaba un cuarto de pulgada más ancho en la cintura.
– ¿Cómo está ahí? -preguntó, hablando entre dientes para que no se le cayeran los alfileres.
– Demasiado ceñido.
Sophie cambió de sitio unos pocos alfileres.
– ¿Y ahora?
– Demasiado suelto.
Sophie sacó un alfiler y lo prendió justo en el punto donde había estado antes.
– ¿Y ahora, como está?
Araminta giró el cuerpo hacia un lado y hacia el otro y, finalmente, declaró.
– Así está bien.
Sonriendo para sus adentros, Sophie se puso de pie para ayudarla a quitarse el vestido.
– Lo necesitaré dentro de una hora si queremos llegar a tiempo al baile -dijo Araminta.
– Sí, por supuesto -repuso Sophie.
Había descubierto que en sus conversaciones con Araminta era más sencillo decir muchas veces «por supuesto».
– Este baile es muy importante -declaró Araminta muy seria-. Rosamund tiene que lograr un matrimonio ventajoso este año. El nuevo conde… -se estremeció disgustada; seguía considerando un intruso al conde heredero, aun cuando era el pariente vivo más cercano del difunto conde-. Bueno, me ha dicho que éste es el último año que podemos usar la casa Penwood de Londres. Qué descaro tiene el hombre. Yo soy la condesa viuda, después de todo, y Rosamund y Posy son las hijas del conde.