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«Hijastras», corrigió Sophie en silencio.

– Tenemos todo el derecho a usar la casa Penwood para la temporada. Qué planes tiene él para la casa, no lo sabré jamás.

– Tal vez desea asistir a las fiestas de la temporada y buscar esposa -sugirió Sophie-. Deseará un heredero, seguro.

Araminta frunció el ceño.

– Si Rosamund no se casa con un hombre rico, no sé qué haremos. Es muy difícil encontrar una casa de alquiler adecuada. Y muy caro también.

Sophie se abstuvo de comentar que por lo menos no tenía que pagar a una doncella. De hecho, hasta que ella cumplió los veinte años, Araminta había recibido cuatro mil libras al año simplemente por tener una doncella.

Araminta hizo chasquear los dedos.

– No olvides que Rosamund necesitará que le empolves el pelo.

Rosamund iría vestida de María Antonieta. Sophie le había preguntado si pensaba ponerse una cinta color rojo sangre alrededor del cuello. A Rosamund no le hizo ninguna gracia la broma.

Araminta se puso su vestido y se ciñó el fajín con movimientos rápidos y tensos.

– Y Posy -arrugó la nariz-. Bueno, Posy necesitará tu ayuda en una u otra cosa, seguro.

– Siempre estoy feliz de ayudar a Posy -replicó Sophie.

Araminta entrecerró los ojos, como tratando de determinar si eso había sido una insolencia.

– Procura hacerlo -dijo al fin, pronunciando bien cada sílaba. Acto seguido, salió en dirección al cuarto de baño.

Sophie se cuadró cuando se cerró la puerta.

– Ah, estás aquí, Sophie -dijo Rosamund irrumpiendo en la sala-. Necesito tu ayuda inmediatamente.

– Creo que eso tendrá que esperar hasta…

– ¡He dicho inmediatamente! -ladró Rosamund.

Sophie cuadró los hombros y le dirigió una mirada acerada.

– Tu madre quiere que le arregle el vestido.

– Quítale los alfileres y dile que ya lo arreglaste. No notará la diferencia.

Sophie, que había estado considerando la posibilidad de hacer justamente eso, emitió un gemido. Si hacía lo que le pedía Rosamund, ésta iría con el cuento al día siguiente y Araminta despotricaría y rabiaría toda una semana. No tenía más remedio que hacer el arreglo.

– ¿Qué necesitas, Rosamund?

– Hay un descosido en el dobladillo de mi disfraz. No tengo idea de cómo se hizo.

– Tal vez cuando te lo probaste…

– ¡No seas impertinente!

Sophie cerró la boca. Le resultaba mucho más difícil aceptar órdenes de Rosamund que de Araminta, tal vez porque en otro tiempo habían sido iguales, y compartían la misma aula y la misma institutriz.

– Tienes que repararlo enseguida -insistió Rosamund, sorbiendo afectadamente por la nariz.

Sophie suspiró.

– Tráelo. Lo haré tan pronto como acabe con lo de tu madre. Te prometo que lo tendrás con tiempo de sobra.

– No quiero llegar tarde a este baile -le advirtió Rosamund-. Si me retraso, querré tu cabeza en una bandeja.

– No llegarás tarde -le prometió Sophie.

Rosamund emitió una especie de resoplido malhumorado y salió corriendo a buscar el traje.

– ¡Uuf!

Sophie levantó la vista y vio a Rosamund chocar con Posy, que iba entrando precipitadamente por la puerta.

– ¡Mira por dónde andas, Posy! -regañó Rosamund.

– ¡Tú también podrías mirar por dónde andas! -replicó Posy.

– Yo iba mirando. Es imposible sortearte a ti, gorda.

Con las mejillas teñidas de rojo subido, Posy se hizo a un lado.

– ¿Se te ofrecía algo, Posy? -le preguntó Sophie, tan pronto como desapareció Rosamund.

– Sí. ¿Podrías reservarte un tiempo extra para peinarme esta noche? Encontré unas cintas verdes que tienen un cierto parecido a algas.

Sophie hizo una larga espiración. Las cintas verde oscuro no se verían muy bien sobre el pelo oscuro de la muchacha, pero no tuvo valor para hacérselo notar.

– Lo intentaré, Posy, pero tengo que remendar el vestido de Rosamund y arreglarle la cintura al de tu madre.

– Ah.

La expresión de Posy era tan afligida que casi le partió el corazón a Sophie. Aparte de los criados, Posy era la única persona que era medio amable con ella en la casa de Araminta.

– No te preocupes -la tranquilizó-. Yo me encargaré de que lleves el pelo bonito esta noche, tengamos el tiempo que tengamos.

– ¡Ay, gracias, Sophie! Yo…

– ¿Aún no has empezado a arreglar mi vestido? -tronó Araminta, volviendo del cuarto de aseo.

Sophie tragó saliva.

– Estuve hablando con Rosamund y Posy. Rosamund se rompió el vestido y…

– ¡Ponte a trabajar!

– Sí, al instante. -Se dejó caer en el sofá y dio vuelta del revés el vestido para entrarlo en la cintura-. Más rápido que al instante -masculló-. Más rápido que el aleteo de un colibrí. Más rápido que…

– ¿Qué dices? -le preguntó Araminta.

– Nada.

– Bueno, deja de parlotear inmediatamente. Encuentro particularmente irritante el sonido de tu voz.

Sophie apretó los dientes.

– Mamá -dijo Posy-. Esta noche Sophie me va a peinar como…

– Pues claro que te va a peinar. Deja de perder el tiempo y ve a ponerte compresas en los ojos para que no se vean tan hinchados.

Posy se puso triste.

– ¿Tengo los ojos hinchados?

– Siempre tienes los párpados hinchados -replicó Araminta-. ¿No te parece, Rosamund?

Posy y Sophie miraron hacia la puerta. Acababa de entrar Rosamund, vestida con el traje a lo María Antonieta.

– Siempre -convino-. Pero una compresa le irá bien, seguro.

– Estás preciosa esta noche -dijo Araminta a Rosamund-. Y esto que aún no has comenzado a prepararte. Ese dorado del vestido hace juego exquisitamente con tu pelo.

Sophie echó una mirada compasiva hacia la morena Posy, que jamás recibía esos elogios de su madre.

– Vas a cazar a uno de esos hermanos Bridgerton -continuó Araminta-. Estoy segura.

Rosamund bajó los ojos recatadamente. Era una expresión que había perfeccionado, y Sophie tuvo que reconocer que le sentaba muy bien. Pero claro, todo le sentaba bien a Rosamund. Su pelo dorado y sus ojos azules hacían furor ese año, y gracias a la generosa dote dispuesta para ella por el difunto conde, todos suponían que haría un brillante matrimonio antes de que terminara la temporada.

Sophie volvió a mirar a Posy, que estaba contemplando a su madre con expresión triste y pensativa.

– Tú también te ves hermosa, Posy -le dijo impulsivamente. A Posy se le iluminaron los ojos.

– ¿Te parece?

– Por supuesto. Y tu traje es muy original. Estoy segura de que no habrá ninguna otra sirena.

– ¿Cómo puedes saber eso, Sophie? -le preguntó Rosamund, riendo-. No es que te hayan presentado en sociedad alguna vez.

– Estoy segura de que lo pasarás muy bien, Posy -dijo Sophie intencionadamente, sin hacer caso de la burla de Rosamund-. Te tengo una envidia terrible. Ojalá pudiera ir.

Su suave suspiro y su deseo fueron recibidos por un silencio absoluto, que fue seguido por las estridentes carcajadas de Araminta y Rosamund. Hasta Posy soltó una risita.

– Ay, eso sí que está bueno -dijo Araminta, casi sin aliento de tanto reír-. La pequeña Sophie en el baile de los Bridgerton. No admiten bastardas en nuestra sociedad, ¿sabes?

– No he dicho que esperaba ir -repuso Sophie, a la defensiva-, sólo dije que ojalá pudiera.

– Bueno, no deberías ni molestarte deseándolo -la regañó Rosamund-. Si deseas cosas que de ninguna manera puedes esperar, sólo vas a tener decepciones.

Pero Sophie se olvidó de lo que iba a contestar, porque en ese momento ocurrió algo rarísimo. En el momento en que giró la cabeza hacia Rosamund, vio al ama de llaves en la puerta. Ésta era la señora Gibbons, que había venido de Penwood Park a ocupar el puesto dejado vacante al morir el ama de llaves de la casa de la ciudad. Y cuando Sophie la miró a los ojos, la señora Gibbons le hizo un guiño.