– ¿Puedo quitarme el pañuelo, por favor? -susurró ella.
– Puedes continuar ciega.
– Benedict…
– Como he estado ciego yo este mes -continuó él furioso-. ¿Por qué no ciega tú, a ver si te gusta?
– No te enamoraste de mí hace dos años -dijo ella, tironeándose la venda.
– ¿Cómo podías saberlo? Desapareciste.
– Tenía que desaparecer -exclamó ella-. No tenía opción.
– Siempre tenemos opciones -dijo él, desdeñoso-. A eso le llamamos libre voluntad.
– Para ti es fácil decir eso -replicó ella, tironeándose el pañuelo desesperada-. Para ti, ¡que lo tienes todo! Yo tenía que… ¡Ay!
Con un violento tirón logró bajar el pañuelo hasta dejarlo colgando suelto del cuello. Cerró los ojos ante el repentino asalto de la luz; cuando los abrió vio la cara de Benedict y retrocedió un paso.
Él tenía los ojos brillantes, ardiendo de rabia y, sí, de un dolor que ella no alcanzaba a comprender del todo.
– Me alegra verte, Sophie -dijo él en un tono peligrosamente suave-. Si es que ése es tu verdadero nombre.
Ella asintió.
– Se me ha ocurrido -continuó él, en un tono exageradamente despreocupado- que si estuviste en el baile de máscaras no eres de la clase servil.
– No tenía invitación -se apresuró a contestar ella-. Era una impostora. No tenía ningún derecho a estar allí.
– Me mentiste. En todas las cosas, en todo esto, me mentiste.
– Tuve que hacerlo -susurró ella.
– Vamos, por favor. ¿Qué podía ser tan terrible que no pudieras revelarme tu identidad «a mí»?
Sophie tragó saliva. Ahí en el cuarto de los niños Bridgerton, frente a él, no lograba recordar por qué decidió no decirle que era la dama del baile de máscaras.
Tal vez temió que él deseara hacerla su querida.
Lo cual ocurrió de todos modos.
O tal vez no quiso decirle nada porque cuando comprendió que ése no iba a ser un encuentro casual, que él no iba a dejar salir de su vida a Sophie la criada, ya era demasiado tarde. Ya había pasado mucho tiempo sin decírselo, y temió su ira.
Y eso ocurrió, exactamente.
Lo cual demostraba que había tenido razón. Claro que eso no era ningún consuelo al encontrarse allí, frente a él, viendo sus ojos ardientes de rabia y fríos de desdén al mismo tiempo.
Tal vez la verdad, por poco halagadora que fuera, era que sintió herido su orgullo. La había decepcionado que él no la reconociera. Si la noche del baile de máscaras había sido tan mágica para él como para ella, ¿no debería haberla reconocido al instante?
Dos años había pasado soñando con él. Dos años había visto su cara en la mente todas las noches. Y cuando él vio la de ella, vio a una desconocida.
O tal vez, sólo tal vez, no fue por ninguna de esas cosas. Tal vez fue algo más sencillo: sólo deseaba proteger su corazón. No sabía por qué, pero se había sentido algo más segura, algo menos expuesta como una criada anónima. Si Benedict hubiera sabido quién era, o por lo menos sabido que ella era la dama del baile de máscaras, le habría ido detrás, implacablemente.
Bueno, sí que le había ido detrás cuando la creía una criada. Pero habría sido distinto si hubiera sabido la verdad. Estaba segura. No habría considerado tan grande la diferencia de clase, y entonces ella habría perdido una importante barrera entre ellos. Su posición social, o su falta de posición social, había sido un muro protector alrededor de su corazón. No podía acercarse demasiado porque, simplemente no podía; un hombre como Benedict, hijo de vizconde, hermano de vizconde, jamás se casaría con una criada.
Pero para una hija ilegítima de un conde, bueno, la situación era mucho más difícil. A diferencia de una criada, una bastarda aristocrática podía soñar.
Aunque, como en el caso de una criada, esos sueños no tenían probabilidades de hacerse realidad, lo cual los hacía mucho más dolorosos. Y comprendía, cada vez que había estado a punto de revelar su secreto lo había comprendido, que decirle la verdad a él la llevaría derecho a un corazón roto.
Sintió deseos de reírse. Su corazón no podía sentirse peor que en ese momento.
– Te busqué -dijo él, su voz intensa penetrando sus pensamientos.
Ella abrió más los ojos, los sintió mojados.
– ¿Sí?
– Durante seis malditos meses -maldijo él-. Fue como si hubieras desaparecido de la faz de la tierra.
– No tenía adónde ir -dijo ella, sin saber por qué le decía eso.
– Me tenías a mí.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, opresivas, sombrías. Finalmente, impulsada por un tardío sentido de sinceridad,
Sophie dijo:
– No sabía que me buscabas. Pero, pero… -se atragantó con las palabras, no pudo decirlas, y cerró fuertemente los ojos, como para protegerse del sufrimiento.
– Pero ¿qué?
Ella tragó saliva y abrió los ojos, pero no lo miró a la cara.
– Aunque hubiera sabido que me buscabas -dijo, cruzando los brazos para abrazarse-, no habría permitido que me encontraras.
– ¿Tan repugnante era yo para ti?
– ¡No! -exclamó ella, mirándolo a la cara.
Vio dolor en sus ojos. Él lo ocultaba, pero ella lo conocía bien.
Estaba herido; lo veía en sus ojos.
– No -repitió, tratando de hablar calmada-. No por eso. Eso no podría ser jamás.
– ¿Entonces por qué?
– Somos de mundos diferentes, Benedict. Incluso entonces yo sabía que no podía haber ningún futuro para nosotros. Y habría sido una tortura. ¿Torturarme con un sueño que no podía hacerse realidad? No podía hacer eso.
– ¿Quién eres? -preguntó él repentinamente.
Ella sólo pudo mirarlo, sin poder hablar, paralizada.
– Dímelo. Dime quién eres. Porque no eres ninguna condenada doncella, estoy seguro.
– Soy exactamente lo que te dije que era -dijo ella. Al ver su mirada asesina, se apresuró a añadir-. Casi.
– ¿Quién eres? -repitió él, acercándose un paso.
Ella retrocedió un paso.
– He sido sirvienta desde los catorce años.
– ¿Y quién eras antes de eso?
– Una bastarda -repuso ella en un susurro.
– ¿De quién?
– ¿Importa eso?
Él adoptó una postura más belicosa.
– A mí me importa.
Sophie se sintió desanimada. No había esperado que él hiciera caso omiso de los deberes impuestos por su posición para casarse con una persona como ella, pero tampoco había esperado que a él le importara tanto.
– ¿Quiénes fueron tus padres? -insistió él.
– Nadie que tú conozcas.
– ¿Quiénes fueron tus padres? -rugió él.
– El conde de Penwood.
Él se quedó absolutamente inmóvil, sin mover ni un solo músculo. Ni siquiera pestañeó.
– Soy la bastarda de un noble -continuó ella, en tono áspero, dejando salir años de rabia y resentimiento-. Mi padre fue el conde de Penwood, y mi madre, una criada. -Al ver que él palidecía, espetó-: Sí, mi madre era una doncella, tal como yo lo soy ahora. -Al cabo de un denso silencio, añadió-: No quiero ser como mi madre.
– Y sin embargo -dijo él-, si ella se hubiera comportado de otro modo, tú no estarías aquí para decírmelo.
– No se trata de eso.
Benedict se retorció las manos, las que había tenido en puños a los costados.
– Me mentiste -dijo en voz baja.
– No había ninguna necesidad de decirte la verdad.
– ¿Quién demonios eres tú para decidir eso? -explotó él- Pobre Benedict, no es capaz de enfrentar la verdad, es incapaz de decidirse. No es…
Se interrumpió disgustado al percibir su voz quejumbrosa. Ella lo había convertido en alguien a quien no conocía, alguien que le caía mal. Tenía que salir de ahí, tenía que…
– ¿Benedict…?
Ella lo estaba mirando extrañada, sus ojos preocupados.
– Tengo que irme -masculló-. No puedo estar contigo en este momento.