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– ¿Por qué? -preguntó ella, y él notó que al instante se arrepentía de haber preguntado eso.

– Estoy tan enfadado en este momento -dijo, lentamente, marcando bien cada palabra- que no me conozco. No…

Se miró las manos; le temblaban. Deseaba herirla, comprendió. No, no deseaba herirla. Jamás desearía herirla. Y sin embargo…

Y sin embargo…

Era la primera vez en su vida que se sentía tan descontrolado. Lo asustaba eso.

– Tengo que irme -repitió; pasó bruscamente por su lado, llegó a la puerta y salió.

Capítulo 20

Continuando con el tema, la madre de la señorita Reiling, la condesa de Penwood, también ha actuado de modo muy raro últimamente. Según los cotilleos de los criados (los que, todos sabemos, siempre son los más fiables), la condesa tuvo una pataleta anoche, y arrojó nada menos que diecisiete zapatos a sus criados.

Un lacayo luce un ojo morado, pero aparte de eso, todos continúan con buena salud.

Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 11 de junio de 1817.

Antes de una hora Sophie ya tenía lista su bolsa para marcharse. No sabía qué más hacer. Estaba poseída, dolorosamente poseída, por una energía nerviosa, y no podía tenerse quieta. Los pies se le movían solos, le temblaban las manos y cada tantos minutos se sorprendía inspirando una cantidad extra de aire, como si éste pudiera tranquilizarla por dentro.

No le cabía en la cabeza que le permitieran continuar al servicio de lady Bridgerton después de ese horroroso altercado con Benedict. Lady Bridgerton le tenía afecto, cierto, pero Benedict era su hijo. Los lazos de sangre eran más fuertes que nada, en especial tratándose de la familia Bridgerton.

Era una pena, en realidad, pensó, sentándose en la cama, sin dejar de retorcer entre las manos un pobre pañelo ya destrozado sin remedio. Pese a todo el trastorno interior que le causaba Benedict, le gustaba vivir en esa casa. Nunca en su vida había tenido el honor de vivir entre un grupo de personas que entendían verdaderamente el significado de la palabra familia.

Las echaría de menos.

Echaría de menos a Benedict.

Y lloraría por la vida que no podía tener.

Sin poder continuar sentada, se levantó de un salto y fue a asomarse a la ventana.

– Maldito seas, papá -dijo, mirando el cielo-. Toma, te he llamado papá. Nunca me permitiste eso. Nunca quisiste ser eso. -No pudo contener unos estremecedores sollozos, y se limpió la nariz, con el dorso de la mano-. Te he llamado papá. ¿Cómo te sienta eso?

Pero no hubo ningún repentino trueno ni apareció ningún nubarrón negro para tapar el sol de la tarde. Su padre no sabría jamás lo furiosa que estaba con él por haberla dejado sin un céntimo, por haberla dejado en manos de Araminta. Lo más probable era que no le habría importado.

Se sintió cansada y se apoyó en el marco de la ventana, limpiándose los ojos con la mano.

– Me diste a probar otro tipo de vida, y luego me dejaste en el aire -musitó-. Habría sido mucho más fácil para mí si me hubieras criado como una sirvienta. Entonces yo no habría deseado tanto. Me habría resultado más fácil.

Dio la espalda a la ventana y sus ojos se posaron en su pequeña bolsa con su escasas pertenencias. Habría preferido no tener que llevarse ninguno de los vestidos que le habían regalado lady Bridgerton y sus hijas, pero no tenía elección, puesto que sus vestidos viejos ya habían sido arrojados al cubo de basura. Había elegido solamente dos, el mismo número con el que llegara: el que llevaba cuando Benedict descubrió su identidad y otro de muda, el que ya estaba guardado en su bolsa. Los demás estaban colgados, bien planchados, en el ropero.

Suspirando cerró los ojos y estuvo así un momento. Era hora de marcharse. Adónde, no lo sabía, pero no podía continuar allí.

Se agachó a recoger la bolsa. Tenía un poco de dinero ahorrado; no mucho, pero si trabajaba y era frugal en sus gastos, dentro de un año tendría lo suficiente para comprar un pasaje a Estados Unidos. Había oído decir que allí las cosas eran más fáciles para aquellos de cuna menos que respetable, que allí las fronteras entre diferentes clases sociales no eran tan definidas como en Inglaterra.

Asomó la cabeza al corredor; afortunadamente no había nadie. Era una cobarde, sí, pero no deseaba tener que despedirse de las hijas Bridgerton; podría hacer algo realmente estúpido, como echarse a llorar, y luego se sentiría peor aún. Nunca en su vida había tenido la oportunidad de pasar tiempo con mujeres de su edad que la trataran con respeto y afecto. Hubo una época en que deseó que Rosamund y Posy fueran sus hermanas, pero ese deseo nunca llegó a hacerse realidad. Posy podría haberlo intentado, pero Araminta no lo habría permitido. Pese a su naturaleza amable, Posy nunca había tenido la fuerza necesaria para enfrentar a su madre.

Pero sí tendría que despedirse de lady Bridgerton; de ninguna manera podía saltarse eso. Lady Bridgerton la había tratado con una amabilidad que superaba toda expectativa, y ella no podía darle las gracias marchándose a hurtadillas y desapareciendo como una delincuente. Si tenía suerte, lady Bridgerton aún no se habría enterado de su altercado con Benedict. Podía avisarle que se iba, despedirse y ponerse en marcha.

Era última hora de la tarde; ciertamente ya hacía rato que había acabado la hora del té, de modo que decidió ver si lady Bridgerton estaba en la pequeña oficina que tenía contigua a su dormitorio. Era un cuartito muy acogedor, con un escritorio y varias estanterías de libros, el lugar donde lady Bridgerton escribía su correspondencia y llevaba las cuentas de la casa.

La puerta estaba entreabierta. Golpeó suavemente, y al contacto de su puño con la madera la puerta se abrió otro poco.

– ¡Adelante! -dijo la voz de lady Bridgerton.

Sophie empujó más la puerta y asomó la cabeza.

– ¿Interrumpo? -preguntó en voz baja.

– Sí, pero es una interrupción bienvenida -repuso lady Bridgerton dejando su pluma a un lado-. Nunca me ha gustado cuadrar las cuentas de la casa.

– Yo podría… -empezó Sophie, pero alcanzó a morderse la lengua.

Había estado a punto de decir que con mucho gusto podría relevarla en esa tarea; siempre había sido buena para los números.

– ¿Decías? -preguntó lady Bridgerton, mirándola afablemente.

– Nada -repuso ella, negando ligeramente con la cabeza. Pasado un momento de silencio, lady Bridgerton la miró con una sonrisa ligeramente divertida y le preguntó:

– ¿Tenías algún motivo concreto para golpear mi puerta?

Sophie hizo una honda inspiración, con el fin de calmar los nervios (que no se los calmó), y contestó:

– Sí.

Lady Bridgerton la miró expectante, pero sin decir nada.

– Creo que debo renunciar a mi trabajo aquí -dijo.

Lady Bridgerton pegó un salto que casi la hizo caer de la silla.

– Pero ¿por qué? ¿No eres feliz aquí? ¿Alguna de las niñas te ha tratado mal?

– No, no. Eso no podría estar más lejos de la verdad. Sus hijas son muy bellas, de corazón y de apariencia. Nunca he…, es decir, nunca nadie…

– ¿Qué pasa, Sophie?

Sophie se cogió del marco de la puerta, para no perder el equilibrio y caerse. Sentía poco firmes las piernas, sentía poco firme el corazón. En cualquier momento se echaría a llorar, ¿y por qué? ¿Porque el hombre al que amaba no se casaría nunca con ella? ¿Porque la detestaba por haberle mentido? ¿Porque ya le había roto el corazón dos veces: una al pedirle que fuera su querida y la otra al hacerla amar a su familia y luego obligándola a marcharse?

Aunque no le hubiera pedido que se marchara, no podía ser más evidente que ella no podía continuar allí.

– Es por Benedict, ¿verdad?

Sophie levantó bruscamente la cabeza y la miró. Lady Bridgerton sonrió tristemente.