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– Por el amor de Dios, Colin -refunfuñó Benedict-. Jamás usaría un arma de verdad.

– Sólo era para asegurarme -masculló Colin, tocándose ligeramente el cuello-. ¿Preparado?

Benedict asintió y flexionó las rodillas.

– Las reglas normales -dijo Colin, adoptando la postura inicial-. Nada de tirar tajos.

Benedict asintió secamente.

– ¡En garde!

Los dos levantaron el brazo derecho hasta tener la palma arriba, los dedos cerrados en el puño del florete.

– ¿Es nueva ésa? -preguntó de pronto Colin, mirando interesado la empuñadura del florete de Benedict.

Benedict maldijo su pérdida de concentración.

– Sí -ladró-. Prefiero la empuñadura italiana.

Colin retrocedió, abandonando la postura de esgrima, y miró su florete, que tenía una empuñadura francesa menos adornada.

– ¿Me la prestarías alguna vez? Me gustaría ver si…

– ¡Sí! -gritó Benedict, resistiendo apenas el deseo de atacar en ese mismo instante-. ¿Vas a volver a ponerte en guardia?

Colin lo miró con una sonrisa sesgada, y Benedict comprendió que le había preguntado por su empuñadura sólo para molestarlo.

– Como quieras -musitó Colin, readoptando la postura. Pasado un momento en que los dos estuvieron inmóviles, gritó:

– ¡Al ataque!

Benedict avanzó, haciendo fintas y atacando, pero Colin siempre había tenido un excelente juego de pies, y retrocedía y respondía con expertas paradas sus ataques.

– Estás de un humor de los mil diablos hoy -comentó Colin, atacando y casi tocando a Benedict en el hombro.

Benedict esquivó y levantó el florete para parar el ataque.

– Sí, bueno, es que tuve un mal día. -Volvió a avanzar con el florete apuntando recto.

Colin hizo el quite limpiamente.

– Bonita estocada -comentó, tocándose la frente con su empuñadura en fingido saludo.

– Cállate y ataca -ladró Benedict.

Colin se rió y avanzó moviendo el florete aquí y allá, manteniendo a Benedict en retirada.

– Tiene que ser una mujer -dijo.

Benedict paró el ataque y comenzó su avance. -No es asunto tuyo.

– Es una mujer -dijo Colin, sonriendo satisfecho.

Benedict atacó y le tocó la clavícula con la punta de su florete.

– Punto -gruñó.

– Touche para ti -dijo Colin, asintiendo secamente. Los dos volvieron al centro de la sala. – ¿ Preparado?

Benedict asintió.

– En garde! ¡Al ataque!

Esta vez Colin fue el primero en atacar.

– Si necesitas consejo sobre mujeres… -dijo, llevando a Benedict hacia el rincón.

Benedict levantó el florete y paró el ataque con tanta fuerza que su hermano menor retrocedió tambaleante.

– Si necesitara consejo sobre mujeres, la última persona a la que acudiría serías tú.

– Me has herido -dijo Colin, recuperando el equilibrio.

– No -dijo Benedict, burlón-. Para eso está la punta de seguridad.

– Ciertamente tengo mejor historial con mujeres que tú.

– ¿Ah, sí? -dijo Benedict, sarcástico. Apuntó la nariz hacia arriba y remedó, bastante bien, por cierto-: ¡Ciertamente no me voy a casar con Penelope Featherington!

Colin hizo una mueca.

– Tú no deberías darle consejo a nadie.

– No sabía que estaba ahí.

– Ésa no es excusa. -Avanzó el florete y por poco no le tocó el hombro-. Estabas en un lugar público, y a plena luz del día. Aunque ella no hubiera estado ahí, cualquiera podría haberte oído y el maldito asunto habría acabado apareciendo en Whistledown.

Colin paró el golpe y se abalanzó con una estocada tan veloz que tocó a Benedict en medio del abdomen.

– Mi touche -gruñó.

Benedict asintió, reconociéndole el punto.

– Fui tonto -dijo Colin mientras volvían al centro de la sala-. Tú, en cambio, eres estúpido.

– ¿Qué demonios significa eso?

Colin exhaló un suspiro y se levantó la careta.

– ¿Por qué no vas y nos haces el favor a todos de casarte con la muchacha?

Benedict se lo quedó mirando fijamente, y se le aflojó la mano en el puño del florete. ¿Había alguna posibilidad de que Colin no supiera de quién estaban hablando?

Se quitó la careta, miró los ojos verdes de su hermano y casi emitió un gemido. Colin lo sabía. No sabía cómo, pero estaba claro que lo sabía. Aunque eso no debería sorprenderlo. Colin siempre lo sabía todo. De hecho, la única persona que siempre parecía saber más cotilleos que Colin era Eloise, y ésta nunca tardaba más de unas pocas horas en impartir sus dudosos conocimientos a Colin.

– ¿Cómo lo supiste? -preguntó finalmente.

– ¿Lo de Sophie? Es bastante evidente.

– Colin, es…

– ¿Una criada? ¿Y a quién le importa? ¿Qué te va a pasar si te casas con ella? -preguntó Colin, encogiéndose de hombros como diciendo a quién diablos le importa-. ¿Personas que no podrían importarte menos te van a excluir de su sociedad? Demonios, no me importaría que a mí me excluyeran algunas personas con las que estoy obligado a tratar.

– Ya he decidido que no me importa nada de eso -dijo Benedict, con un desdeñoso encogimiento de hombros.

– ¿Entonces cuál es el problema?

– Es complicado.

– Nunca nada es tan complicado como uno cree.

Benedict rumió eso un momento, apoyando la punta del florete en el suelo y haciendo doblarse la flexible hoja hacia delante y atrás.

– ¿Te acuerdas del baile de máscaras de madre?

– ¿Hace unos años? ¿Justo antes de dejar la casa Bridgerton?

– Ése -asintió Benedict-. ¿Recuerdas que conociste a una mujer de vestido plateado? Nos encontraste en el corredor.

– Claro. Tú estabas bastante interesado… -de pronto agrandó los ojos-. ¿No era Sophie?

– Extraordinario, ¿verdad? -musitó Benedict, la inflexión de su voz gritando que eso quedaba corto.

– Pero… ¿Cómo…?

– No sé cómo llegó allí, pero no es una criada.

– ¿No?

– Bueno, lo es -aclaró Benedict-. Pero también es la hija bastarda del conde de Penwood.

– ¿No el actual, sup…?

– No, el que murió hace varios años.

– ¿Y tú sabías todo eso?

– No -dijo Benedict, haciendo vibrar la palabra en la lengua-. No.

– Ah. -Colin se cogió el labio inferior entre los dientes, asimilando el sentido de la lacónica respuesta de sus hermano-. Comprendo. ¿Qué vas a hacer?

El florete de Benedict, que había estado doblando hacia delante y atrás, apoyado en el suelo, de pronto se enderezó y se le escapó de la mano. Él lo observó impasible deslizarse por el suelo, y mientras iba a recogerlo contestó, sin alzar la vista:

– Ésa es una muy buena pregunta.

Seguía furioso con Sophie por su engaño, pero él tampoco estaba libre de culpa. No debería haberle pedido que fuera su querida.

Tenía el derecho a pedírselo, sí, pero ella también tenía el derecho a negarse. Y una vez que ella se negó, él debería haberla dejado en paz.

Él no había crecido siendo un bastardo, y si la experiencia de ella había sido tan terrible que no quería arriesgarse a tener hijos bastardos, bueno, él debería haber respetado eso.

Si la respetaba a ella, tenía que respetar sus creencias.

No debería haber sido tan frívolo con ella, insistiendo en que todo era posible, que ella era libre para hacer lo que fuera que deseara su corazón. Su madre tenía razón: sí que vivía una vida encantada. Tenía riqueza, familia, felicidad, y nada estaba fuera de su alcance. Lo único terrible que había ocurrido en su vida era la prematura muerte de su padre, e incluso entonces, había tenido a su familia a su lado para soportarla. Le era difícil imaginarse ciertos sufrimientos porque nunca los había experimentado.

Y a diferencia de Sophie, nunca había estado solo.