¿Y ahora qué? Ya había decidido que estaba preparado para hacer frente al ostracismo social y casarse con ella. La hija bastarda no reconocida de un conde era ligeramente más aceptable que una criada, pero sólo ligeramente. La sociedad londinense podría aceptarla si él los obligaba, pero no harían mayor esfuerzo por ser amables. Probablemente tendrían que vivir discretamente en el campo, evitando la sociedad de Londres, que casi con toda seguridad les volvería la espalda.
Pero su corazón tardó menos de un segundo en saber que una vida discreta con Sophie era infinitamente preferible a una vida pública sin ella.
¿Importaba que ella fuera la mujer del baile de máscaras? Le había mentido respecto a su identidad, pero él conocía su alma. Cuando se besaban, cuando reían juntos, cuando simplemente estaban sentados conversando, ella jamás fingía, ni por un instante.
La mujer capaz de hacerle cantar el corazón con una simple sonrisa, la mujer que lo llenaba de satisfacción simplemente estando sentada a su lado mientras él dibujaba, ésa era la verdadera Sophie.
Y él la amaba.
– Tienes el aspecto de haber llegado a una decisión -comentó Colin en voz baja.
Benedict lo contempló pensativo. ¿Cuándo se había vuelto tan perspicaz su hermano? Pensándolo bien, ¿cuándo había crecido? Él siempre había considerado a Colin un jovencito pícaro, encantador y gallardo, pero no uno que hubiera tenido que asumir ningún tipo de responsabiliad jamás.
Pero al observarlo en ese momento, vio a otra persona. Tenía los hombros algo más anchos, la postura un poco más firme y seria. Y sus ojos parecían más sabios. Ése era el mayor cambio. Si de verdad los ojos eran los espejos del alma, el alma de Colin había crecido en algún momento en que él no estaba prestando atención.
– Le debo unas cuantas disculpas -dijo.
– Seguro que te perdonará.
– Ella me debe varias también. Más que varias.
Benedict advirtió que su hermano deseaba preguntar «¿De qué?», pero tuvo que reconocerle el mérito cuando lo único que le preguntó fue:
– ¿Estás dispuesto a perdonarla?
Benedict asintió.
Colin se acercó y le quitó el florete de la mano.
– Yo te guardaré esto.
Benedict contempló la mano de su hermano con su florete un rato estúpidamente largo, hasta que levantó bruscamente la cabeza.
– ¡Tengo que irme! -exclamó.
– Eso supuse -repuso Colín, medio reprimiendo una sonrisa. Benedict lo miró y de pronto, sin otro motivo que un avasallador deseo, le dio un rápido abrazo.
– No digo esto a menudo -dijo, con una voz que a sus oídos sonó bronca-, pero te quiero.
– Yo también te quiero, hermano mayor -contestó Colin, ensanchando la sonrisa, siempre un poco sesgada-. Ahora, ¡fuera de aquí!
Benedict le pasó su careta y salió de la sala con largas zancadas.
– ¿Qué quieres decir con que se marchó?
– Pues eso -dijo lady Bridgerton, con los ojos tristes y compasivos-. Que se marchó.
Benedict sintió una insoportable presión en las sienes; era un milagro que no le estallara la cabeza.
– ¿Y tú la dejaste?
– No habría sido legal que la obligara a quedarse.
Benedict casi emitió un gemido. Tampoco había sido legal obligarla a venir a Londres, pero él la obligó de todos modos.
– ¿Adónde fue?
Su madre pareció desmoronarse en su asiento.
– No lo sé. Le insistí en que usara uno de nuestros coches, en parte porque temía por su seguridad, pero también porque deseaba saber adónde iba.
– ¿Qué fue lo que ocurrió, pues? -dijo él golpeando el escritorio con las palmas.
– Como te estaba explicando, insistí en que usara uno de nuestros coches, pero era evidente que ella no quería, y desapareció antes de que el coche diera la vuelta hasta la puerta.
Benedict soltó una maldición en voz baja. Era probable que Sophie todavía estuviera en Londres, pero la ciudad era enorme y muy populosa. Era prácticamente imposible localizar a una persona que no quería que la encontraran.
– Supuse que habíais tenido una riña -dijo Violet delicadamente.
Benedict se pasó la mano por el pelo y entonces se fijó en su manga blanca. Había ido allí con su indumentaria de esgrima.
– Pardiez -masculló. Vio el gesto que hacía su madre, enseñando los blancos de los ojos-. Nada de sermones sobre blasfemias ahora, madre, por favor.
– Ni lo soñaría -repuso ella, los labios curvados en una sonrisa.
– ¿Dónde la voy a encontrar?
Desapareció la expresión risueña de los ojos de Violet.
– No lo sé, Benedict. Ojalá lo supiera. Me gustaba mucho Sophie.
– Es la hija de Penwood.
– Sospechaba algo así -dijo Violet, ceñuda-. ¿Ilegítima, supongo?
Benedict asintió.
Su madre abrió la boca para decir algo, pero él no llegó a saber qué iba a decir, porque en ese momento se abrió bruscamente la puerta del despacho, con tanto impetu que se golpeó contra la pared con un fuerte estruendo. Francesca, que sin duda había venido corriendo por toda la casa, no alcanzó a frenar y fue a estrellarse con el escritorio, y Hyacinth, que venía corriendo detrás, chocó con ella.
– ¿Qué pasa? -preguntó Violet, levantándose.
– Sophie -resolló Francesca.
– Lo sé -dijo Violet-. Se marchó. Estábamos…
– ¡No! -interrumpió Hyacinth, poniendo una hoja sobre el escritorio-. Mirad.
Benedict alargó la mano para coger el papel, el que al instante reconoció como un número de Whistledown, pero su madre se le adelantó y comenzó a leer.
– ¿Qué pasa? -preguntó, con un nudo en el estómago, al ver que su madre palidecía.
Ella le pasó la hoja. Él pasó rápidamente la vista por los cotilleos sobre el duque de Ashbourne, el conde de Macclesfield y Penelope Featherington, hasta llegar a la parte que tenía que ser sobre Sophie.
– ¿Prisión? -dijo, su voz apenas un susurro.
– Tenemos que sacarla de ahí -dijo su madre, cuadrando los hombros como un general aprestándose para la batalla.
Pero Benedict ya había salido por la puerta.
– ¡Espera! -gritó Violet, corriendo tras él-. Yo también voy.
Benedict se detuvo justo antes de llegar a la escalera.
– Tú no vienes -le ordenó-. No permitiré que te expongas a…
– Vamos, no digas tonterías. No soy ninguna débil florecilla. Y puedo dar fe de la honradez e integridad de Sophie.
– Yo también voy -dijo Hyacinth, deteniéndose con un patinazo junto a Francesca, que los había seguido.
– ¡No! -respondieron madre y hermano, al unísono.
– Pero…
– ¡He dicho no! -interrumpió Violet en tono firme. Francesca emitió un resentido bufido.
– Supongo que no sacaría nada si insistiera en…
– Ni se te ocurra acabar esa frase -bramó Bencdict.
– Como si fueras a dejarme -masculló ella.
– Si quieres ir -dijo Benedict a su madre, sin hacer caso de Francesca-, tenemos que irnos inmediatamente.
– Ordenaré que saquen el coche y te estaré esperando en la puerta.
Diez minutos después, ya estaban en marcha.
Capítulo 22
Qué agitación y prisas en Bruton Street. El viernes por la mañana vieron salir corriendo de su casa a la vizcondesa Bridgerton viuda acompañada por su hijo Benedict. El señor Bridgerton prácticamente arrojó a su madre dentro de un coche, y al instante partieron como alma que lleva el diablo. Francesca y Hyacinth se quedaron en la puerta, y esta cronista ha sabido de muy buena tinta que se oyó exclamar a Francesca una palabra muy impropia de una dama.
Pero la casa Bridgerton no es la única en que se ha visto semejante agitación. También ha habido muchísima actividad en la casa de las Penwood, la que culminó en una pelea en público, en la escalinata de entrada de la casa, entre la condesa y su hija, la señorita Posy Reiling.