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Sophie asintió y miró el reloj de la pared. Eran algo pasadas las nueve, lo que significaba que podría permanecer más de dos horas en el baile.

– Gracias -susurró-. Oh, muchísimas gracias.

La señora Gibbons se limpió las lágrimas con un pañuelo.

– Tú pásalo bien, cariño. Eso es el el único agradecimiento que necesito.

Sophie volvió a mirar el reloj. Dos horas.

Dos horas que tendría que hacer durar toda una vida.

Capítulo 2

Los Rridgerton son una familia realmente única. Seguro que no hay nadie en Londres que no sepa que el parecido entre ellos es extraornario o que sus nombres siguen el orden alfabético: Anthony, Benedict, Colin, Daphne, Eloise, Francesca, Gregory y Hyacinth.

Esto incita a pensar qué nombre habrían puesto el difunto viznde y la vizcondesa viuda (todavía muy viva) a su noveno hijo o hija si lo o la hubieran tenido. ¿Imogen? ¿lnigo?

Tal vez haya sido mejor que se detuvieran en ocho.

Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 2 de junio de 1815.

Benedict Bridgerton era el segundo de ocho hermanos, pero a veces tenía la impresión de que fueran cien.

Ese baile en que tanto había insistido su madre tenía que ser disfraces, por lo tanto se había puesto obedientemente un antiz negro, pero todos sabían quién era, o más bien todos casi sabían.

‹‹¡Un Bridgerton!», exclamarían dando palmadas alegremente. «Tú tienes que ser un Bridgerton!» «¡Un Bridgerton! Soy capaz de conocer a un Bridgerton donde sea.»

Benedict era un Bridgerton, sí, y si bien no había ninguna otra familia a la que deseara pertenecer, a veces deseaba que lo consideraran menos un Bridgerton y más él mismo.

Justo cuando estaba pensando eso, pasó por su lado una mujer de edad algo indefinida disfrazada de pastora.

– ¡Un Bridgerton! -gorjeó-. Reconocería ese pelo castaño en cualquier parte. ¿Cuál eres? No, no lo digas, déjame adivinar. No eres el vizconde porque acabo de verlo. Tienes que ser el Número Dos o el Número Tres.

Benedict la miró imperturbable.

– ¿Cuál eres? ¿El Número Dos o el Número Tres?

– Dos -dijo él entre dientes.

Ella juntó las manos.

– ¡Eso fue lo que pensé! Ah, tengo que encontrar a Portia. Le dije que eras el Número Dos…

Benedict estuvo a punto de gruñir.

– … pero ella dijo no, es el menor, pero yo…

Benedict sintió la repentina necesidad de alejarse. O se alejaba o mataba a esa boba gritona, y habiendo tantos testigos, ciertamente no saldría impune.

– Si me disculpa -dijo lisamente-. Veo a una persona con la que debo hablar.

Era mentira, pero qué importaba. Después de hacer una seca inclinación de la cabeza ante la vieja pastora, caminó en línea recta hacia la puerta lateral del salón, ansioso por escapar de la multitud y esconderse en el estudio de su hermano, donde podría encontrar un poco de bendito silencio y tranquilidad y tal vez una copa de buen coñac.

– ¡Benedict!

Condenación. Había estado a punto de lograr escapar. Levantó la vista y vio a su madre caminando a toda prisa hacia él. Llevaba un traje de estilo isabelino. Suponía que su intención había sido disfrazarse de un personaje de Shakespeare, pero por su vida que no tenía idea de cuál.

– ¿Qué puedo hacer por ti, madre? Y no me digas «Baila con Hermione Smythe-Smith». La última vez que bailé con ella casi perdí tres dedos de los pies.

– No pensaba pedirte nada de ese tipo -contestó Violet-. Te iba a pedir que bailaras con Prudence Featherington.

– Ten piedad, madre -gimió él-. Es peor aún.

– No te pido que te cases con la muchachita. Sólo que bailes con ella.

Benedict reprimió un gemido. Prudence Featherington, si bien una persona simpática en esencia, tenía el cerebro del tamaño de un guisante, y una risa tan irritante que había visto a hombres adultos huir con las manos en los oídos.

– Te diré qué -propuso en tono halagador-, bailaré con Penelope Featherington si tú mantienes a raya a Prudence.

– Eso me va bien -dijo Violet, asintiendo con aire satisfecho, causándole la deprimente sensación de que su intención había sido desde el principio hacerlo bailar con Penelope-. Está allí, junto a la mesa de la limonada -añadió-, vestida de duende, pobrecilla. El color le sienta bien, pero alguien debería acompañar a su madre la próxima vez que se aventuren a visitar a la modista. No logro imaginar un disfraz más desafortunado.

– Está claro que aún no has visto a la sirena -susurró Benedict.

Ella le golpeó ligeramente el brazo.

– No te burles de las invitadas.

– Pero es que lo ponen tan fácil.

– Me voy a buscar a tu hermana -dijo ella después de dirigirle una seria mirada de advertencia.

– ¿A cuál?

– A una de las que no están casadas -repuso Violet descaradamente-. Puede que el vizconde Guelph esté interesado en esa muchacha escocesa, pero aún no están comprometidos.

En silencio Benedict le deseó suerte a Guelph. El pobre hombre la necesitaría.

– Y gracias por bailar con Penelope.

Él medio le sonrió irónico. Los dos sabían que esas palabras no eran un agradecimiento sino un recordatorio.

Cruzándose de brazos en una postura un tanto severa, estuvo un momento observando alejarse a su madre; finalmente hizo una larga inspiración y se giró para dirigirse a la mesa de la limonada. Adoraba a su madre con locura, pero tratándose de la vida social de sus hijos ella pecaba por el lado de la intromisión. Y si había algo que la molestaba más aún que la soltería de su hijo, era ver la cara triste de una jovencita cuando nadie la invitaba a bailar. En consecuencia, él se pasaba la mayor parte del tiempo en la pista de baile, a veces con jovencitas con las que ella quería que se casara, pero con más frecuencia con aquellas feas a las que nadie miraba.

De los dos tipos de muchachas, él creía preferir a las feúchas. Las jovencitas populares tendían a ser superficiales y, para ser franco, un pelín aburridas.

Su madre siempre le había tenido una especial simpatía a Penelope Featherington, que estaba en su… frunció el ceño, ¿su tercera temporada? Tenía que ser la tercera, y sin ninguna perspectiva de matrimonio a la vista. Ah, bueno, bien podría cumplir con su deber. Penelope era una joven bastante simpática, con personalidad y una inteligencia decente. Algún día encontraría marido. No sería él, lógicamente, y con toda sinceridad, tal vez no sería ninguno de sus conocidos, pero seguro que encontraría a alguien.

Suspirando echó a andar hacia la mesa de la limonada. Prácticamente sentía en la boca el sabor meloso y maduro de ese coñac, pero un vaso de limonada lo ayudaría a salir del apuro por un rato.

– ¡Señorita Featherington! -exclamó, y trató de no estremecerse al ver volverse a las tres señoritas Featherington. Con una sonrisa que sabía era muy, muy débil, añadió-. Esto… Penelope, quise decir.

Desde unos quince palmos de distancia, Penelope le sonrió de oreja a oreja, y él recordó que le caía muy bien Penelope Featherington. En realidad, no se la consideraría tan poco atractiva si no estuviera siempre acompañada por sus desafortunadas hermanas, las que fácilmente podían hacer desear a un hombre coger un barco rumbo a Australia.

Casi había salvado la distancia que los separaba cuando oyó detrás de él un ronco murmullo de susurros que se iba propagando por el salón de baile. Debía continuar caminando para acabar de una vez con ese baile obligado, pero, misericordia, Señor, su curiosidad pudo más y se giró a mirar.

Y se encontró mirando a una mujer que tenía que ser la más impresionante que había visto en toda su vida.