Puesto que esta cronista nunca le ha tenido simpatía a lady Penwood, sólo puede exclamar: «¡Hurra por Posy!»
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 16 de junio de 1817
Hacía frío, un frío tremendo. Y se oía un desagradable ruido de furtivos correteos por los rincones, correteos que no dejaban ninguna duda de que eran de animalillos de cuatro patas. O incluso peor, de animales de cuatro patas. O, para ser más exactos, de versiones grandes de animalillos de cuatro patas.
Ratas.
– Ay Dios -gimió Sophie.
No tenía por costumbre pronunciar el nombre del Señor en vano, pero ése le pareció tan buen momento como cualquiera para empezar. Tal vez él la oiría, y tal vez él castigaría a las ratas. Sí, eso iría muy bien: un buen golpe con un rayo. Un rayo grande, de proporciones bíblicas. El rayo golpearía la tierra, se extendería como tentáculos eléctricos alrededor del globo y achicharraría a todas las ratas.
Era un sueño bonito para tener ahí, junto con aquel en que se encontraba viviendo feliz para siempre como la señora de Benedict Bridgerton.
Hizo una rápida inspiración al sentir atravesado el corazón por una repentina punzada de dolor. De los dos sueños, temía que el que tenía más probabilidades de hacerse realidad era el del raticidio.
Estaba sola. Absoluta y verdaderamente sola. No entendía por qué eso le dolía tanto, porque, la verdad, siempre había estado sola. Desde que su abuela la depositara en la escalinata de la entrada principal de Penwood Park no había tenido jamás a nadie que la defendiera, a ninguna persona que pusiera los intereses de ella por encima, o siquiera al mismo nivel, de los propios.
Le gruñó el estómago, recordándole que podía añadir hambre a su creciente lista de desgracias.
Y sed. No le habían llevado ni siquiera un sorbo de agua para beber. Empezaba a tener fantasías muy raras con el té.
Hizo una larga y lenta espiración, procurando no olvidar que debía inspirar por la boca después. La hediondez era espantosa, abrumadora. Le habían dado un tosco orinal para que aliviara sus necesidades corporales, pero hasta el momento había tratado de usarlo con la menor frecuencia posible. Habían vaciado el orinal antes de arrojarlo dentro de su celda, pero no lo habían limpiado, y cuando lo cogió notó que estaba mojado, lo cual la impulsó a soltarlo inmediatamente, con todo el cuerpo estremecido de repugnancia.
Claro que había vaciado muchos orinales en su vida, pero las personas para las que trabajaba por lo general se las arreglaban para acertar dentro, por así decirlo. Por no decir que siempre había podido lavarse las manos después.
Y allí, además del frío y el hambre, no podía ni sentirse limpia en su piel.
Era una sensación horrible.
– Tienes una visita.
Sophie se puso de pie de un salto al oír la voz bronca y hostil del alcaide. ¿Podría ser que Benedict hubiera descubierto dónde estaba? ¿Podría ser que hubiera deseado acudir en su ayuda? ¿Habría…?
– Bueno, bueno, bueno.
Era Araminta. Se le cayó el corazón al suelo.
– Sophie Beckett -cacareó Araminta, acercándose a la celda y cubriéndose la nariz con un pañuelo como si Sophie fuera la causa del hedor-. Nunca me habría imaginado que fueras a tener la audacia de enseñar tu cara en Londres.
Sophie cerró firmemente la boca para obligarse a no hablar. Araminta quería enfurecerla con burlas, y de ninguna manera le daría esa satisfacción.
– Las cosas no van bien para ti, me temo -continuó Araminta, sacudiendo la cabeza en fingida compasión. Se acercó otro poco y susurró-. El magistrado no siente mucha simpatía por los ladrones.
Sophie se cruzó de brazos y se puso a mirar fijamente la pared. Si miraba a Araminta, aunque sólo fuera fugazmente, no sería capaz de resistirse a abalanzarse sobre ella y seguro que los barrotes de la celda le lastimarían gravemente la cara.
– Ya le pareció mal el robo de las pinzas de los zapatos -continuó Araminta, dándose golpecitos en el mentón con el índice-, pero se puso muy furioso cuando le informé del robo de mi anillo de bodas.
– ¡Yo no…!
Alcanzó a reprimir el resto de la exclamación; justamente eso era lo que deseaba Araminta: sacarla de quicio.
– ¿Ah, no? -replicó Araminta, sonriendo maliciosamente y agitando los dedos-. Parece que no lo llevo, y es tu palabra contra la mía.
Sophie abrió la boca, pero de ella no salió ningún sonido. Araminta tenía razón; ningún juez aceptaría su palabra contra la de la condesa de Penwood.
Araminta sonrió con una expresión vagamente felina.
– El hombre de la puerta, creí oírle decir que era el alcaide, dijo que no es probable que te cuelguen, así que no tienes por qué preocuparte en ese punto. La deportación es una consecuencia mucho más probable.
Sophie casi se echó a reír. Sólo el día anterior había estado haciendo planes para emigrar a Estados Unidos. Y al parecer sí dejaría Inglaterra, aunque su destino sería Australia. E iría encadenada.
– Suplicaré que tengan clemencia -dijo Araminta-. No quiero que te maten, sólo quiero que… te marches.
– Todo un modelo de caridad cristiana -masculló Sophie-. Seguro que el juez se conmoverá.
Araminta se pasó distraídamente los dedos por la sien echándose atrás un mechón.
– Pero ¿no será conmovedor? -dijo, mirándola y sonriendo, con una expresión dura, lúgubre.
Repentinamente Sophie sintió la urgente necesidad de saber…
– ¿Por qué me odia? -preguntó en un susurro.
Araminta estuvo un momento mirándola fijamente y después contestó:
– Porque él te amaba.
Sophie no pudo decir nada, muda por la sorpresa.
Los ojos de Araminta brillaron con una dureza que los hacían parecer quebradizos.
– Jamás le perdonaré eso.
Sophie negó con la cabeza, incrédula.
– Nunca me amó.
– Te vestía, te alimentaba -dijo Araminta, entre dientes, con los labios fruncidos-. Me obligó a vivir contigo.
– Eso no era amor. Eso era sentimiento de culpabilidad. Si me hubiera amado no me habría dejado con usted. No era estúpido, tenía que saber lo mucho que usted me odiaba. Si me hubiera amado no me habría olvidado en su testamento. Si me hubiera amado… -no pudo continuar, atragantada con sus palabras.
Araminta se cruzó de brazos.
– Si me hubiera amado -continuó Sophie-, se habría tomado el tiempo para hablar conmigo. Podría haberme preguntado como me había ido el día, o qué estaba estudiando, o si me gustaba el desayuno. -Tragó saliva para evitar un sollozo, y se volvió de espaldas. Le resultaba muy difícil mirar a Araminta en ese momento-.Nunca me amó -dijo en voz baja-. No sabía amar.
Durante un largo rato ninguna de las dos dijo nada.
– Quería castigarme -dijo Araminta finalmente.
Sophie se giró lentamente.
– Por no darle un heredero -continuó Araminta, y las manos comenzaron a temblarle-. Me odiaba por eso.
Sophie no supo qué decir. No sabía si había algo que decir. Pasado otro largo rato, Araminta volvió a hablar:
– Al principio te odiaba porque eras un insulto para mí. Ninguna mujer debería tener que albergar a la bastarda de su marido.
Sophie guardó silencio.
– Pero después… pero después…
Ante la enorme sorpresa de Sophie, Araminta se apoyó en la pared como desmoronada, como si los recuerdos la hubieran despojado de toda su fuerza.
– Pero después eso cambió -dijo Araminta al fin-. ¿Cómo él pudo tenerte a ti con una puta y yo no pude darle un hijo?
Sophie no le vio mucha utilidad a defender a su madre.
– No sólo te odiaba -continuó Araminta en un susurro-Odiaba verte.
Eso no sorprendió a Sophie.
– Odiaba oír tu voz; odiaba ver que tus ojos eran iguales a los de él; odiaba saber que estabas en mi casa.
– Era mi casa también -dijo Sophie tranquilamente.