– Sí. Lo sé. También odiaba eso.
De pronto Sophie levantó la cara y la miró a los ojos.
– ¿A qué ha venido? ¿No le basta lo que ha hecho? Ya ha conseguido que me deporten a Australia.
Araminta se encogió de hombros.
– No sé, parece que no puedo mantenerme alejada. Hay algo tan agradable en verte en prisión. Tendré que estar tres horas en la bañera para quitarme la fetidez, pero vale la pena.
– Entonces ha de disculparme si voy a sentarme en el rincón y hago como que leo un libro -espetó Sophie-. No hay nada agradable en verla a usted.
Fue hasta la destartalada banqueta de tres patas que era el único mueble de su celda y se sentó, procurando disimular lo desgraciada que se sentía. Araminta la había derrotado, cierto, pero no destrozado el alma, y de ninguna manera permitiría que creyera eso.
Se cruzó de brazos, sentada de espaldas a la puerta de la celda, con el oído atento a cualquier sonido que indicara que Araminta se marchaba.
Pero Araminta continuó allí.
Finalmente, pasados unos diez minutos de esa tontería, Sophie se levantó de un salto y gritó:
– i¿Se va a marchar?!
Araminta ladeó ligeramente la cabeza.
– Estoy pensando -dijo.
Sophie deseó preguntarle «¿en qué?», pero sintió un poco de miedo de oír la respuesta.
– Me gustaría saber cómo es la vida en Australia -musitó Araminta-. Nunca he estado allí, naturalmente; ninguna persona civilizada que yo conozca consideraría la posibilidad de ir allí. Pero he oído decir que el clima es tremendamente caluroso. Y tú con esa piel tan blanca. Ese precioso cutis tuyo no va a sobrevivir a ese ardiente sol. De hecho…
Pero una repentina conmoción en el corredor que hacía esquina con ése interrumpió lo que fuera que iba a decir (afortunadamente, porque Sophie ya temía verse impulsada a intentar asesinarla si oía una palabra más).
– ¿Qué demonios pasa? -exclamó Araminta, retrocediendo unos pasos y estirando el cuello para ver mejor hacia el otro corredor. En ese instante Sophie oyó una voz muy conocida.
– ¿Benedict? -musitó.
– ¿Qué has dicho? -le preguntó Araminta.
Pero Sophie ya estaba con la cara pegada a los barrotes de su celda.
– ¡He dicho «déjenos pasar»! -tronó la voz de Benedict.
Sophie olvidó que no deseaba particularmente que los Bridgerton la vieran en ese degradante lugar. Olvidó que no tenía ningún futuro con Benedict. Lo único que fue capaz de pensar fue que él estaba ahí, que había venido a por ella.
– ¡Benedict! – gritó. Si hubiera podido pasar la cabeza por entre los barrotes lo habría hecho.
Entonces resonó en el aire un fuerte golpe, claramente el de un puño contra hueso, seguido por un ruido más apagado, lo más probable el de un cuerpo al encontrarse con el suelo.
Se oyeron pasos apresurados y entonces…
– ¡Benedict!
– ¡Sophie! Dios mío, ¿cómo estás?
Benedict pasó las manos por entre los barrotes y las ahuecó en sus mejillas. Sus labios encontraron los de ella. El beso no fue uno de pasión sino de terror y alivio.
– ¿Señor Bridgerton? -graznó Araminta.
Con un esfuerzo, Sophie logró apartar los ojos de Benedict para mirar la horrorizada cara de Araminta. En la agitación y emoción del momento había olvidado que Araminta aún no sabía nada sobre sus lazos con la familia Bridgerton.
Ése era uno de los momentos más perfectos de su vida. Tal vez eso significaba que era una persona frívola, pensó. Tal vez significaba que no tenía en el orden adecuado sus prioridades. Pero simplemente le encantó que Araminta, para quien la posición social y el poder lo eran todo, fuera testigo de ese beso dado por uno de los solteros más codiciados de Londres.
Claro que también estaba muy feliz de ver a Benedict.
Benedict se apartó de mala gana, sus manos acariciándole suavemente la cara mientras retrocedía unos pasos. Después se cruzó de brazos y dirigió a Araminta una mirada de furia capaz de chamuscar la tierra.
– ¿De qué la acusa? -le preguntó.
Los sentimientos de Sophie hacia Araminta bien podían calificarse de «aversión extrema», pero jamás habría calificado a la mujer de estúpida. Pero en ese momento pensó que tal vez tendría que reevaluar ese juicio, porque Araminta, en lugar de echarse a temblar y acobardarse ante esa furia, plantó las manos en sus caderas y chilló:
– ¡Robo!
En ese momento apareció lady Bridgerton en la esquina del corredor.
– No creo que Sophie haya hecho algo así -dijo, corriendo a ponerse al lado de su hijo. Miró a Araminta un momento, con los ojos entornados-. Y usted nunca me ha caído bien, lady Penwood -añadió, en tono bastante desdeñoso.
Araminta retrocedió un paso y se puso una mano en el pecho, ofendida.
– No se trata de mí -resopló. Dirigió una mirada fulminante a Sophie-. Se trata de esa muchacha, que tuvo la audacia de robarme mi anillo de bodas.
– No le he robado su anillo de bodas, y lo sabe -protestó Sophie-. Lo último que querría de usted…
– ¡Robaste las pinzas de mis zapatos!
Sophie apretó los labios en una línea belicosa.
– ¡Ja! ¿Lo ven? -exclamó Araminta, mirando alrededor como para contar cuántas personas habían visto-. Clara admisión de culpa.
– Es su hijastra -rechinó Benedict-. Jamás tendría que haber estado en una posición en que se le ocurriera que tenía que…
– ¡No se atreva a llamarla jamás hijastra mía! -chilló Araminta con la cara contorsionada y roja-. No significa nada para mí. ¡Nada!
– Con su perdón -terció lady Bridgerton en un tono extraordinariamente amable-, pero si de verdad no significara nada para usted, no estaría en esta asquerosa prisión intentando hacerla colgar por robo.
Araminta se salvó de tener que contestar por la llegada del magistrado, seguido por un malhumorado alcaide que, daba la casualidad, también llevaba un ojo sorprendentemente morado.
Puesto que el alcaide le había dado una palmada en el trasero cuando la arrojó de un empujón en la celda, Sophie no pudo resistir una sonrisa.
– ¿Qué pasa aquí? -preguntó el magistrado.
– Esa mujer -dijo Benedict, imposibilitando con su voz fuerte y grave cualquier otro intento de contestar- ha acusado de robo a mi novia.
¿Novia? Sophie consiguió mantener la boca bien cerrada, pero de todos modos tuvo que cogerse firmemente de los barrotes de la celda porque las piernas se le habían convertido en agua.
– ¿Novia? -exclamó Araminta.
El magistrado se irguió en toda su estatura.
– ¿Y puede saberse quién es usted, señor? -preguntó, muy consciente de que Benedict era alguien importante, aunque no sabía exactamente quién.
Benedict se cruzó de brazos y dijo su nombre. El magistrado palideció.
– ¿Algún parentesco con el vizconde?
– Es mi hermano.
– Y ella… -tragó saliva y apuntó a Sophie- ¿es su novia?
Sophie esperó que algún signo sobrenatural agitara el aire, marcando a Benedict como mentiroso, pero ante su sorpresa, no ocurrió nada. Vio incluso que lady Bridgerton asentía.
– No puede casarse con ella -dijo Araminta. Benedict giró la cabeza hacia su madre.
– ¿Hay algún motivo que indique la necesidad de que yo consulte a lady Penwood sobre esto?
– Ninguno que se me ocurra -repuso lady Bridgerton.
– No es otra cosa que una puta -siseó Araminta-. Su madre era una puta y eso se here… ¡ay!
Benedict la había cogido por el cuello antes de que alguien se diera cuenta de que se había movido.
– No me obligue a golpearla -gruñó.
El magistrado le tocó el hombro.
– Debería soltarla, de verdad.
– ¿Podría amordazarla?
El magistrado pareció dudoso, pero finalmente negó con la cabeza.
Benedict soltó a Araminta con visible renuencia.
– Si se casa con ella -dijo Araminta, masajeándose el cuello-,me encargaré de que todo el mundo se entere de quién es: la hija bastarda de una puta.