– Me parece que no necesitamos ese tipo de lenguaje -dijo severamente el magistrado a Araminta.
– Le aseguro que no tengo la costumbre de hablar de esa manera -repuso ella, sorbiendo desdeñosamente por la nariz-, pero la ocasión justifica un lenguaje fuerte.
Sophie se mordió un nudillo al ver a Benedict flexionando y estirando los dedos de un modo de lo más amenazador. Estaba claro que él pensaba que la ocasión justificaba puños fuertes.
El magistrado se aclaró la garganta y miró a Araminta.
– La ha acusado de un delito muy grave. -Tragó saliva-. Y se va a casar con un Bridgerton.
– Yo soy la condesa de Penwood -chilló Araminta-. ¡Condesa!
El magistrado miró de uno en uno a los ocupantes del corredor. En calidad de condesa, Araminta tenía el rango superior, pero al mismo tiempo era sólo una Penwood contra dos Bridgerton, uno de los cuales era muy corpulento, estaba muy furioso y ya había metido su puño en el ojo del alcaide.
– ¡Me robó! -gritó Araminta.
– ¡No, usted le robó a ella! -rugió Benedict.
Sus palabras produjeron un silencio instantáneo.
– ¡Le robó su infancia! -exclamó Benedict, estremecido de ira.
Había grandes lagunas en su conocimiento de la vida de Sophie, pero sabía que esa mujer había causado gran parte del sufrimiento que él siempre veía reflejado en el fondo de sus ojos verdes. Y estaría dispuesto a apostar que su querido y difunto padre era el causante del resto. Miró al magistrado y explicó:
– Mi novia es la hija ilegítima del difunto conde de Penwood. Y a eso se debe que la condesa viuda la haya acusado falsamente de robo. Su motivo es venganza y odio, pura y simplemente.
El magistrado pasó la mirada de Benedict a Araminta. Al cabo de un instante, dijo a Sophie:
– ¿Es cierto eso? ¿La han acusado falsamente?
– ¡Robó las pinzas de los zapatos! -chilló Araminta-. Juro por la tumba de mi marido que robó las pinzas.
– Vamos, madre, por el amor de Dios, yo cogí esas pinzas.
Sophie abrió la boca, pasmada.
– ¿Posy?
Benedict miró a la recién llegada, una jovencita baja, ligeramente regordeta, que claramente era la hija de la condesa. Después miró a Sophie, que se había puesto blanca como una sábana.
– Vete -siseó Araminta-. No tienes nada que hacer en esta discusión.
– Pues sí que tiene -dijo el magistrado a Araminta-, si ella cogió las pinzas de los zapatos. ¿Desea presentar cargos contra ella?
– ¡Es mi hija!
– ¡Pónganme en la celda con Sophie! -exclamó Posy, poniéndose una mano en el pecho con gran dramatismo-. Si la deportan por robo, a mí también deben deportarme.
Por primera vez en varias semanas, Benedict se sorprendió sonriendo.
El alcaide sacó sus llaves y dio un codazo al magistrado.
– ¿Señor? -dijo, titubeante.
– Guarde esas llaves -espetó el magistrado-. No vamos a encarcelar a la hija de la condesa.
– No las guarde todavía -terció lady Bridgerton-. Quiero libre inmediatamente a mi futura nuera.
El alcaide miró al magistrado, indeciso.
– Ah, pues, muy bien, déjela libre -dijo el magistrado apuntando en dirección a Sophie-. Pero nadie va a ir a ninguna parte mientras yo no haya aclarado esto.
Araminta se ofendió y refunfuñó, pero el alcaide abrió la puerta de la celda. Sophie salió y al instante avanzó para echarse en brazos de Benedict, pero el magistrado la interceptó estirando un brazo.
– No tan rápido. No tendremos ninguna reunión de tortolitos mientras yo no descubra a quién se ha de arrestar.
– No se va a arrestar a nadie -gruñó Benedict.
– ¡Irá a Australia! -chilló Araminta apuntando a Sophie.
– ¡Métanme en la celda! -suspiró Posy, poniéndose el dorso de la mano en la frente-. ¡Fui yo!
– Posy, ¿quieres callarte? -le susurró Sophie-. Créeme, no te conviene estar en esa celda. Es horrorosa. Y hay ratas.
Posy retrocedió, alejándose de la celda.
– Nunca recibirá otra invitación en esta ciudad -dijo lady Bridgerton a Araminta.
– ¡Soy condesa! -siseó Araminta.
– Y yo soy más popular -replicó lady Bridgerton.
Tan extrañas eran esas despectivas palabras en su boca que tanto Benedict como Sophie la miraron boquiabiertos.
– ¡Basta! -exclamó el magistrado. Miró a Posy y, señalando a Araminta, le preguntó-: -¿Es su madre?
Posy asintió.
– ¿Y confiesa haber sido usted la que robó las pinzas de los zapatos?
Posy volvió a asentir.
– Y nadie le ha robado su anillo de bodas. Está en su joyero, en casa.
Nadie hizo ninguna exclamación de sorpresa, porque a nadie sorprendió eso. Pero Araminta protestó de todos modos:
– ¡No está!
– En tu otro joyero -aclaró Posy-. El que guardas en el tercer cajón de la izquierda.
Araminta palideció.
– Parece que no tiene nada de qué acusar a la señorita Beckett. lady Penwood -dijo el magistrado.
Araminta se estremeció de rabia y estirando un brazo tembloroso apuntó con un dedo a Sophie:
– Me robó -dijo con voz ahogada y volvió sus ojos furiosos hacia Posy-. Mi hija miente. No sé por qué, y no sé que espera ganar con eso, pero miente.
Sophie sintió un desagradable revoloteo en el estómago. Posy iba a tener problemas terribles cuando volviera a su casa. Era imposible saber qué haría Araminta para vengar esa humillación en público. No podía permitir que Posy se echara la culpa por ella. Tenía que…
– Posy no…
Las palabras le salieron de la boca antes de tener tiempo para pensarlo, pero no pudo acabar la frase porque Posy le enterró el codo en el abdomen.
– ¿Iba a decir algo? -le preguntó el magistrado.
Sophie negó con la cabeza, sin poder hablar, sin aliento: Posy le había enviado el aliento a Escocia.
El magistrado exhaló un cansino suspiro y se pasó la mano por sus ralos cabellos rubios. Miró a Posy, después a Sophie, después a Araminta y después a Benedict. Lady Bridgerton se aclaró la garganta, obligándolo a mirarla a ella también.
– Es evidente que esto es muchísimo más que una pinza de zapato robada -dijo el magistrado, con una expresión que decía a las claras que preferiría estar en cualquier otra parte.
– Pinzas -corrigió Araminta sorbiendo por la nariz-. Eran dos.
– Sean una o dos, está claro que hay odio entre ustedes, y antes de condenar a nadie quiero saber por qué.
Durante un instante nadie habló, y de pronto hablaron todos a la vez.
– ¡Silencio! -rugió el magistrado-. Usted -señaló a Sophie-. Comience.
Al tener a todos los presentes pendientes de sus palabras, Sophie se sintió tremendamente tímida.
– Eehhh…
El magistrado se aclaró la garganta, muy audiblemente.
– Lo que dijo él es correcto -se apresuró a decir Sophie, señalando a Benedict-. Soy hija del conde de Penwood, aunque él nunca me reconoció como a tal.
Araminta abrió la boca para decir algo, pero el magistrado le dirigió una mirada tan fulminante que volvió a cerrarla.
– Viví en Penwood siete años antes de que ella se casara con el conde -continuó Sophie haciendo un gesto hacia Araminta-. El conde decía que era mi tutor, pero todos sabían la verdad. -Calló un momento, al recordar la cara de su padre, pensando que no debía sorprenderla el no poder imaginárselo con una sonrisa en la cara-. Me parezco mucho a él.
– Conocí a tu padre -dijo lady Bridgerton dulcemente-. Y a tu tía. Eso explica por qué desde el principio he tenido la impresión de que ya te conocía.
Sophie la miró y le sonrió, agradecida. En el tono de lady Bridgerton había un no sé qué muy tranquilizador, que le produjo un agradable calorcillo interior y la hizo sentirse un poco más segura.
– Continúe, por favor -dijo el magistrado.