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Ella asintió y continuó:

– Cuando el conde se casó con la condesa, ella no quería que yo siguiera viviendo allí, pero él insistió. Yo lo veía muy rara vez, y no creo que pensara mucho en mí, pero me consideraba su responsabilidad y no quería que me echaran. Pero cuando murió… -Tragó saliva, para pasar el bulto que se le había formado en la garganta. Jamás había contado su historia a nadie; las palabras que salían de su boca se le antojaban raras, desconocidas-. Cuando murió, su testamento especificaba que la parte de lady Penwood se triplicaría si me mantenía en su casa hasta que yo cumpliera los veinte años. Y eso hizo ella. Pero mi posición cambió drásticamente. Me convertí en sirvienta. Bueno, no en sirvienta exactamente. -Sonrió irónica-. A una sirvienta se le paga. Así que, en realidad, podría decir que me convertí en una especie de esclava.

Miró a Araminta. Ésta estaba de brazos cruzados con la nariz apuntando hacia arriba y con los labios ligeramente fruncidos. De pronto cayó en la cuenta de las muchas veces que había visto esa misma expresión en la cara de Araminta; más veces que las que se atrevía a contar, tantas como para destrozarle el alma.

Sin embargo, allí estaba, sucia y sin un céntimo, pero con su mente y temple todavía fuertes.

– ¿Sophie? -dijo Benedict, mirándola con expresión preocupada-. ¿Te ocurre algo?

Ella negó lentamente con la cabeza, porque acababa de comprender que de verdad todo estaba bien. El hombre al que amaba acababa de pedirle (de un modo algo indirecto) que se casara con él, Araminta iba a recibir por fin el apaleo que se merecía, y a manos de los Bridgerton, nada menos, que la dejarían hecha jirones cuando acabaran, y Posy…, bueno, tal vez eso era lo más hermoso de todo. Posy, que siempre había deseado ser una hermana para ella, que jamás había tenido el valor de ser ella misma, se había enfrentado a su madre, y muy posiblemente la había salvado. Estaba segura al cien por cien que si Benedict no hubiera ido allí y declarado que ella era su novia, el testimonio de Posy habría sido lo único que la habría salvado de la deportación, o incluso de la ejecución. Y ella sabía mejor que nadie que Posy pagaría muy caro su valor. Era posible que Araminta ya estuviera planeando la manera de hacerle la vida un infierno.

Sí, todo estaba bien, y de pronto se sorprendió irguiéndose más.

– Permítanme que acabe mi historia -dijo-. Después que murió el conde, lady Penwood me mantuvo en su casa en calidad de doncella sin salario. Aunque la verdad es que yo hacía el trabajo de tres criadas.

– ¡Lady Whistledown dijo eso mismo el mes pasado! -exclamó Posy, entusiasmada-. Le dije a madre que…

– ¡Cierra la boca, Posy! -ladró Araminta.

– Cuando cumplí los veinte -continuó Sophie-, no me echó de casa. Hasta el día de hoy no sé por qué.

– Creo que ya hemos oído suficiente -dijo Araminta.

– Pues yo no creo que hayamos oído suficiente -ladró Benedict.

Sophie miró al magistrado, en busca de orientación. Él asintió, y ella continuó:

– Sólo puedo deducir que disfrutaba con tener a alguien a quien mandar. O tal vez le gustaba tener una criada a la que no tenía que pagarle. El conde no me dejó nada en su testamento.

– ¡Eso no es cierto! -exclamó Posy.

Sophie la miró asombrada.

– Te dejó dinero -insistió Posy.

Sophie sintió que se le aflojaba la mandíbula.

– Eso no es posible. Yo no tenía nada. Mi padre se preocupó de dejar asegurado mi mantenimiento hasta los veinte años, pero después de eso…

– Para después de eso te dejó una dote -dijo Posy con bastante energía.

– ¿Una dote?

– ¡Eso no es cierto! -chilló Araminta

– «Es» cierto -rebatió Posy-. No deberías dejar pruebas incriminatorias por ahí, madre. El año pasado leí la copia del testamento del conde. -Dirigiéndose a los demás presentes, añadió-: Estaba en el mismo joyero donde guardó su anillo de bodas.

– ¿Me robó la dote? -dijo Sophie a Araminta, con una voz que sonó apenas como un débil susurro.

Todos esos años había creído que su padre la dejó sin nada. Sabía que nunca la había amado, que la consideraba poco más que su responsabilidad, pero le dolió que le dejara dotes a Rosamund y a Posy, que ni siquiera eran hijas de él, y no a ella.

Jamás se le había ocurrido pensar que no le hubiera dejado nada adrede; había creído que, simplemente, la había olvidado.

Lo cual le sentaba peor que un desaire intencionado.

– Me dejó una dote -musitó, como desconcertada. -Tengo una dote -dijo a Benedict.

– No me importa si tienes o no tienes una dote -repuso él-. Yo no la necesito.

– A mí sí me importa -dijo ella-. Yo creía que me había olvidado. Todos estos años he creído que cuando hizo su testamento, simplemente se olvidó de mí. Sé que no podría haberle dejado dinero a su hija bastarda, pero él decía a todo el mundo que yo era su pupila. Y no había ningún motivo para que no asegurara el porvenir de su pupila. -Sin saber por qué, miró a lady Bridgerton-. Podría haber legado algo a su pupila. La gente hace eso todo el tiempo.

El magistrado se aclaró la garganta y miró a Araminta.

– ¿Y qué le ocurrió a esa dote?

Araminta no contestó.

Lady Bridgerton se aclaró la garganta.

– Creo que no es muy legal malversar la dote de una joven. -Sonrió, con una sonrisa muy satisfecha-. ¿Eh, Araminta?

Capítulo 23

Me han dicho que lady Bridgerton se ha marchado de la ciudad. Lo mismo dicen de lady Penwood. Muy interesante.

Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 18 de junio de 1817.

Benedict decidió que nunca había querido más a su madre que en ese momento.

Se esforzaba en no sonreír, pero eso le resultaba sumamente difícil viendo resollar sofocada a lady Penwood como un pez fuera del agua.

El magistrado miró a lady Bridgerton con los ojos desorbitados.

– ¿No querrá insinuar que arreste a la condesa?

– No, claro que no -repuso Violet-. Quedaría en libertad. La aristocracia rara vez paga sus delitos. Pero -añadió, ladeando ligeramente la cabeza y echando una rápida e intencionada mirada a lady Penwood-, si la arrestara, sería terriblemente vergonzoso lo que diría al defenderse de las acusaciones.

– ¿Qué quiere decir? -le preguntó lady Penwood con los dientes apretados.

Violet se dirigió al magistrado:

– ¿Podría hablar un momento a solas con lady Penwood?

– Ciertamente, milady -repuso él, haciéndole una brusca venia-. ¡Todos fuera! -ladró a los demás.

– No, no -dijo Violet con una dulce sonrisa a la vez que le ponía en la palma de la mano algo que tenía muchas trazas de ser un billete de libra-. Mi familia puede quedarse.

Sonrojándose levemente, el magistrado cogió del brazo al alcaide y se lo llevó por el otro corredor.

– Ya está -musitó Violet-. ¿Dónde estábamos?

Benedict sonrió de oreja a oreja, orgulloso, al ver a su madre acercarse a lady Penwood y mirarla fijamente hasta hacerla bajar los ojos. Miró hacia Sophie y vio que ésta tenía la boca abierta.

– Mi hijo se va a casar con Sophie -dijo Violet-, y usted le va a decir a todo el mundo que quiera escuchar que ella era la pupila de su difunto marido.

– Jamás mentiré por ella -replicó lady Penwood.

– Muy bien -dijo Violet, encogiéndose de hombros-. Entonces puede esperar que mis abogados comiencen de inmediato a averiguar el paradero de la dote de Sophie. Después de todo, Benedict tendrá derecho a ella una vez que se casen.

– Si alguien me lo pregunta -dijo lady Penwood entre dientes-, confirmaré cualquier historia que ustedes echen a correr. Pero no espere que haga un esfuerzo por ayudarla.

Violet simuló estar rumiando eso un momento y luego dijo:

– Excelente, creo que eso irá muy bien. -Se giró hacia su hijo-. ¿Benedict?