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Vendría pronto. Y cuando estuviera…

Se estremeció. Dentro de la bañera con agua caliente, se estremeció. Y cuando se estaba sumergiendo más en el agua, para que le cubriera los hombros y el cuello, e incluso hasta la nariz, oyó abrir se la puerta.

Benedict. Llevaba una bata verde oscuro atada con cinturón.

Estaba descalzo, y las piernas desnudas de rodilla para abajo.

– Espero que no te importe si hago destruir eso -dijo él indicando el vestido que estaba en el suelo.

Ella le sonrió y negó con la cabeza. No era eso lo que había esperado que dijera, y comprendió que él lo había dicho para tranquilizarla.

– Enviaré a alguien a buscarte otro.

– Gracias.

Se movió ligeramente hacia un lado para hacerle espacio a él, pero él la sorprendió colocándose en el extremo de la bañera, a su espalda.

– Inclínate -le dijo él en voz baja.

Ella se inclinó, y suspiró de placer cuando él comenzó a lavarle la espalda.

– He soñado hacer esto durante años.

– ¿Años? -preguntó ella, divertida.

– Mmmm. Tuve muchísimos sueños contigo después del baile de máscaras.

Sophie se alegró de estar inclinada con la frente apoyada en las rodillas flexionadas, porque se ruborizó.

– Hunde la cabeza para poder lavarte el pelo -le ordenó él.

Ella sumergió la cabeza y volvió a sacarla rápidamente.

Él se frotó el jabón en las manos y empezó a extenderle la espuma por el pelo.

– Lo llevabas más largo antes -comentó.

– Tuve que cortármelo. Lo vendí a un fabricante de pelucas.- No podría asegurarlo, pero creyó oírlo gruñir. -Lo tuve aún más corto -añadió.

– Listo para aclarar.

Ella volvió a hundir la cabeza en el agua y la movió de un lado a otro hasta que tuvo que sacarla fuera para respirar.

Benedict cogió agua en las manos ahuecadas.

– Todavía te queda espuma atrás -dijo, dejando caer el agua sobre el pelo.

Sophie lo dejó repetir la operación varias veces y finalmente le preguntó:

– ¿No te vas a meter?

Ésa era una pregunta horrorosamente descarada, y seguro que tenía la cara sonrojada como una frambuesa, pero tenía que saberlo. Él negó con la cabeza.

– Eso pensaba hacer, pero esto es mucho más divertido.

– ¿Lavarme? -preguntó ella, dudosa.

A él se le curvó la comisura de la boca en un asomo de sonrisa.

– Me hace bastante ilusión secarte también. -Alargó la mano para coger una enorme toalla blanca-. Arriba.

Sophie se mordió el labio inferior, indecisa. Ya había tenido con él toda la intimidad que pueden tener dos personas, pero no llegaba a tanto su desenfado como para salir desnuda de la bañera sin sentir un poco de pudor.

Benedict sonrió levemente mientras desdoblaba la toalla. La puso extendida delante de ella y desvió la cara.

– Te tendré toda envuelta antes de tener la posibilidad de ver algo.

Sophie hizo una honda inspiración y se levantó, con la extraña sensación de que ese solo acto podría marcar el comienzo del resto de su vida.

Benedict la envolvió en la toalla con suma suavidad y al terminar subió las manos hasta los lados de la cara, y se las pasó por las mejillas, donde tenía algunas gotitas de agua; después le acercó la cara y le besó la nariz.

– Me alegra que estés aquí.

– A mí también.

Él le acarició la mejilla, sin dejar de mirarla a los ojos, y ella casi sintió que él le acariciaba los ojos también. Y entonces, con la más suave y tierna de las caricias, la besó en la boca. Sophie no sólo se sintió amada, se sintió adorada.

– Debería esperar hasta el lunes -dijo él-, pero no quiero esperar.

– Y yo no quiero que esperes -susurró ella.

Él volvió a besarla, esta vez con un poco más de urgencia.

– Qué hermosa eres -musitó-. Eres todo lo que he soñado en mi vida.

Sus labios le encontraron la mejilla, el mentón, el cuello y con cada beso, con cada suave succión le fue robando el equilibrio y el aliento. Estaba segura de que le cederían las piernas, le fallarían las fuerzas con ese tierno asalto, y justo cuando estaba convencida de que caería desplomada al suelo, él la levantó en brazos y la llevó a la cama.

– En mi corazón ya eres mi esposa -juró él depositándola sobre los edredones y almohadones.

A Sophie se le cortó el aliento.

– Después nuestra boda será legal, bendecida por Dios y el país -continuó él estirándose a su lado-, pero en este momento… -añadió con la voz más ronca, incorporándose un poco, apoyado en el codo, para mirarla a los ojos-. En este momento es verdadera.

Sophie le acarició la cara.

– Te amo -le susurró-. Siempre te he amado. Creo que te he amado desde antes de conocerte.

Él se inclinó a besarla otra vez, pero ella lo detuvo con un estremecido:

– No, espera.

Él detuvo el movimiento con la boca a unos dedos de sus labios.

– En el baile de máscaras -continuó ella con voz temblorosa-, incluso antes de verte te sentí. Sentí expectación, magia. Había un no sé qué en el aire. Y cuando me giré y tú estabas ahí, fue como si me hubieras estado esperando, y comprendí que tú eras el motivo de que yo me hubiera colado furtivamente en el baile.

Sintió caer una gota en la mejilla, era una sola lágrima, caída de un ojo de él.

– Tú eres la razón de mi existencia -dijo dulcemente-, el motivo de que yo haya nacido.

Él abrió la boca y ella esperó un momento, segura de que diría algo, pero lo único que salió de su boca fue un sonido ronco, entrecortado. Comprendió que él estaba tan avasallado que no podía hablar.

Y no supo qué decir.

Entonces Benedict la besó, tratando de demostrar con hechos lo que no podía decir en palabras. No se había imaginado que pudiera amarla más de lo que la amaba hacía cinco segundos, pero cuando ella dijo… cuando ella le dijo…

Se le ensanchó el corazón y llegó a creer que le iba a estallar.

La amaba. Repentinamente el mundo era un lugar muy sencillo. La amaba y eso era lo único que importaba.

Salieron volando su bata y la toalla de ella, y cuando estuvieron piel contra piel la adoró con sus manos y labios. Deseaba que ella comprendiera cuánto la necesitaba y deseaba que ella conociera el mismo deseo.

– Oh, Sophie -gimió, porque su nombre era la única palabra que consiguía decir-. Sophie, Sophie.

Ella le sonrió y él sintió el más extraordinario deseo de reír. Se sentía feliz, comprendió, condenadamente feliz. Y eso era agradable.

Se colocó encima de ella, listo para entrar, listo para hacerla suya. Eso era diferente de la vez anterior, en que los dos se dejaron llevar por la emoción. Esta vez los dos tenían la intención; habían elegido más que pasión; se habían elegido mutuamente.

– Eres mía -dijo, sin dejar de mirarla a los ojos mientras la penetraba-. Eres mía.

Y mucho después, cuando estaban saciados y agotados, cada uno reposando en los brazos del otro, él le acercó los labios al oído y le susurró:

– Y yo soy tuyo.

Varias horas después, Sophie bostezó, abrió los ojos y pestañeó para despabilarse, pensando por qué se sentía tan maravillosamente bien, abrigada y…

– ¡Benedict! ¿Qué hora es?

Él no contestó, por lo que ella le cogió el hombro y lo sacudió con fuerza.

– ¡Benedict! ¡Benedict!

– Estoy durmiendo -gruñó él, dándose la vuelta.

– ¿Qué hora es?

Él hundió la cara en la almohada.

– No tengo la menor idea.

– Tenía que estar en la casa de tu madre a las siete.

– A las once -masculló él.

– ¡A las siete!

Él abrió un ojo, lo que al parecer le costó un enorme esfuerzo.

– Cuando decidiste darte un baño sabías que no lograrías volver a las siete.

– Ya, pero creí que podría volver no muy pasadas las nueve.