Ni siquiera sabía si era hermosa. Su cabello era de un rubio oscuro bastante corriente, y con su antifaz bien atado detrás de la cabeza, no le veía ni la mitad de la cara.
Pero había algo en ella que más o menos lo hipnotizaba. Era su sonrisa, la forma de sus ojos, su prestancia, su manera de mirar el salón de baile como si jamás hubiera tenido una visión más gloriosa que la de los tontos miembros de la alta sociedad, todos vestidos con ridículos disfraces.
Su belleza irradiaba de dentro.
Brillaba. Resplandecía.
Era una mujer absolutamente radiante, y de pronto Benedict comprendió que eso se debía a que parecía condenadamente feliz. Feliz de estar donde estaba, feliz de ser quien era.
Feliz de una manera que él escasamente recordaba. La suya era una buena vida, cierto, tal vez incluso una vida fabulosa. Tenía siete hermanos maravillosos, una madre amorosa, y veintenas de amigos. Pero esa mujer…
Esa mujer conocía la dicha.
Y él tenía que conocerla a ella.
Olvidado de Penelope, se abrió paso por entre la muchedumbre hasta encontrarse a unos pocos pasos de ella. Otros tres caballeros habían llegado antes a su destino y en ese momento estaban derramando sobre ella elogios y halagos. Él la observó con interés; ella no reaccionaba como habría reaccionado ninguna de las mujeres que conocía.
No actuaba con coquetería; tampoco actuaba como si supusiera que se merecía los elogios. Su actitud no era tímida, afectada, maliciosa ni irónica, ni ninguna de esas cosas que se pueden esperar de una mujer.
Simplemente sonreía. Una ancha sonrisa, en realidad. Él suponía que los cump!idos producirían una cierta cantidad de felicidad a la receptora, pero jamás había visto a una mujer que reaccionara con una alegría tan pura, tan auténtica.
Avanzó otro paso. Deseaba esa alegría para él.
– Disculpadme, señores, pero la dama ya me ha prometido a mí este baile -mintió.
Los agujeros del antifaz de ella eran bastante amplios y él la vio agrandar los ojos y luego entrecerrarlos con unas arruguitas en las cumisuras, como si se sintiera divertida. Le tendió la mano, retándola a contradecirlo.
Pero ella le sonrió, con una ancha y radiante sonrisa que le perforó la piel y fue a tocarle directamente el alma. Ella puso la mano en la de él y sólo entonces él cayó en la cuenta de que había estado reteniendo el aliento.
– ¿Tiene permiso para bailar el vals? -le susurró cuando iban llegando a la pista de baile.
Ella negó con la cabeza.
– No bailo.
– Bromea.
– Pues no. La verdad es que -acercó un poco la cara a él y con un atisbo de sonrisa, continuó-: no sé bailar.
Él la miró sorprendido. Ella caminaba con un donaire innato; además, ¿qué dama de buena crianza podía llegar a esa edad sin haber aprendido a bailar?
– Entonces sólo hay una cosa que hacer -musitó-. Yo le enseñaré.
Ella agrandó los ojos, abrió la boca y dejó escapar una risa de sorpresa.
– ¿Qué es lo que le parece tan divertido? -preguntó él, tratando de hacer serio su tono.
Ella le sonrió, con ese tipo de sonrisa que se esperaría de un compañero de colegio, no de una damita en su primer baile. Sin dejar de sonreír, ella le dijo:
– Incluso yo sé que no se dan clases de baile en un baile.
– ¿Qué quiere decir, me pregunto, ese «incluso yo»?
Ella guardó silencio.
– Entonces tendré que aprovechar la ventaja y obligarla a obedecer.
– ¿Obligarme?
Pero eso lo dijo sonriendo, haciéndole comprender que no estaba ofendida.
– Sería muy poco caballeroso de mi parte permitir que continúe esta lamentable situación.
– ¿Lamentable, dice?
Él se encogió de hombros.
– Una hermosa dama que no sabe bailar. Me parece un crimen, es antinatural.
– Si le permito enseñarme…
– Cuando me permita enseñarle…
– Si le permito enseñarme, ¿dónde me dará la clase?
Benedict alzó el mentón y paseó la vista por el salón. No le resultaba difícil ver por encima de las cabezas de los invitados; con su altura de más de metro ochenta, era uno de los hombres más altos del salón.
– Nos retiraremos a la terraza -dijo finalmente.
– ¿La terraza? -repitió ella-. ¿No estará terriblemente atestada? Es una noche calurosa.
– No, la terraza privada -susurró él acercándosele más.
– ¿La terraza privada, dice? ¿Y cómo sabe de la existencia de una terraza privada?
Benedict la miró fijamente, conmocionado. ¿Era posible que ella no supiera quién era él? Su opinión de sí mismo no era tan elevada como para suponer que todo Londres conociera su identidad. Sencillamente era un Bridgerton, y si una persona conocía a un Bridgerton, por lo general eso significaba que era capaz de reconocer a otro. Y puesto que no había nadie en Londres que no se hubiera cruzado con uno u otro Bridgerton, a él lo reconocían en todas partes. Aun cuando, pensó pesaroso, ese reconocimiento fuera simplemente como el «Número Dos».
– No ha contestado mi pregunta -le recordó la dama misteriosa.
– ¿Sobre la terraza privada? -Levantó su mano hasta sus labios y besó la fina seda del guante-. Limitémonos a decir que tengo mis métodos.
Ella pareció indecisa, de modo que le tironeó la mano, acercándola más, no más de una pulgada, pero en cierto modo tuvo la impresión de que ella estaba a sólo la distancia de un beso.
– Venga -dijo-. Baile conmigo.
Ella avanzó un paso y en ese instante él supo que su vida había cambiado para siempre.
Sophie no lo vio cuando entró en el salón, pero percibió magia en el aire, y cuando él apareció ante ella, como un príncipe encantado de un cuento de niños, sin saber cómo, tuvo la clara sensación de que él era el motivo de que ella se hubiera introducido furtivamente en el baile.
Era alto, y su rostro, lo que dejaba ver el antifaz, era muy hermoso; unos labios que insinuaban ironía y sonrisas, y una piel tersa, muy ligeramente ensombrecida por una barba de un día. Su cabello era de un exquisito color castaño oscuro, al que la parpadeante luz de las velas daba unos visos rojizos.
La gente parecía saber quién era; observó que cuando él avanzaba, los invitados se hacían a un lado para dejarle paso. Y cuando mintió tan descaradamente asegurando que ella le había prometido ese baile, los demás hombres aceptaron y se apartaron.
Era apuesto y fuerte, y por esa única noche, era de ella.
Cuando el reloj diera las doce de la noche, ella volvería a su monótona y penosa vida de trabajo, de remendar, lavar y atender a todos los deseos de Araminta. ¿Tan malo era desear esa embriagadora noche de magia y amor?
Se sentía como una princesa, una princesa temeraria, de modo que cuando él la invitó a bailar, ella colocó su mano en la de él. Y aunque sabía que toda esa noche era una mentira, que ella era la hija bastarda de un noble y la doncella de una condesa, que su vestido era prestado y sus zapatos prácticamente robados, nada de eso pareció importar cuando se entrelazaron sus dedos con los de él.
Por unas pocas horas al menos podía simular que ese caballero era «su» caballero y que a partir de ese momento su vida cambiaría para siempre.
No era otra cosa que un sueño, pero hacía tantísimo tiempo que no se permitía soñar…
Arrojando lejos toda prudencia, le permitió conducirla fuera del salón de baile. Él caminaba rápido, aun cuando tenía que abrirse paso por en medio de la vibrante muchedumbre, y se sorprendió riendo mientras trotaba detrás de él.
– ¿Por qué tengo la impresión de que siempre se está riendo de mí? -le preguntó él, deteniéndose un instante al llegar al corredor contiguo al salón.
Ella volvió a reír; no pudo evitarlo.
– Me siento feliz -contestó, y se encogió de hombros, indecisa-. Estoy muy feliz por estar aquí.
– ¿Y eso por qué? Un baile como este tiene que ser una rutina para una dama como usted.