Sophie sonrió. Si él la creía miembro de la alta sociedad, una graduada de muchos bailes y fiestas, quería decir que estaba representando su papel a la perfección.
Él le tocó la comisura de la boca.
– Siempre está sonriendo -musitó.
– Me gusta sonreír.
La mano de él encontró su cintura y la acercó más. La distancia entre sus cuerpos seguía siendo respetable, pero la mayor cercanía le quitó el aliento a ella.
– Me gusta verla sonreír -dijo él.
Esas palabras las dijo en voz baja y seductora, pero ella notó algo extrañamente ronco en su voz y casi se permitió creer que él lo decía en serio, que ella no era simplemente una mera conquista de esa noche.
Pero antes de que pudiera contestar sonó una voz acusadora en la puerta que daba al salón.
– ¡Ahí estás!
A Sophie le dio un vuelco el estómago y le subió hasta la garganta. La habían descubierto. La arrojarían a la calle y al día siguiente tal vez la meterían en prisión por haber robado los zapatos de Araminta y…
Y el hombre que había hablado ya estaba a su lado y le estaba diciendo a su misterioso caballero:
– Madre te ha andado buscando por todas partes. Te escabulliste de tu baile con Penelope y yo tuve que ocupar tu lugar.
– Lo siento -musitó su caballero.
Eso no pareció bastar como disculpa al recién llegado, porque frunció terriblemente el ceño y añadió:
– Si te escapas de la fiesta y me abandonas a esa manada de jovencitas del demonio, te juro que exigiré venganza hasta el día de mi muerte.
– Riesgo que estoy dispuesto a correr -dijo su caballero.
– Bueno, yo te reemplacé con Penelope -gruñó el otro-. Tuviste suerte de que yo estuviera cerca. Me pareció que se le rompía el corazón a la pobre moza cuando te alejaste.
El caballero tuvo la elegancia de sonrojarse.
– Algunas cosas son inevitables, creo -dijo.
Sophie miró del uno al otro. Incluso bajo sus antifaces era más que evidente que eran hermanos, y en un relámpago de luz comprendió que tenían que ser los hermanos Bridgerton, y que ésa tenía que ser su casa y…
Ay, buen Dios, había hecho un ridículo total al preguntarle cómo sabía de la existencia de una terraza privada.
Pero ¿cuál de los hermanos era? Benedict. Tenía que ser Benedict. Envió unas silenciosas gracias a lady Whistledown, la que una vez escribió una columna dedicada exclusivamente a explicar las diferencias entre los hermanos Bridgerton. A Benedict, recordaba, lo distinguía como al más alto.
El hombre que le hacía latir el corazón tres veces más rápido de lo normal sobrepasaba en sus buenos dos dedos la altura de su hermano.
Y de pronto se dio cuenta de que el susodicho hermano la estaba mirando muy atentamente.
– Comprendo por qué te marchaste -dijo Colin.
(Porque tenía que ser Colin; de ninguna manera podía ser Gregory, que sólo tenía catorce años; y Anthony estaba casado, de modo que no le importaría si Benedict se escapaba de la fiesta dejándolo solo para defenderse de las jovencitas recién presentadas en sociedad.)
Colin miró a Benedict con expresión astuta.
– ¿Podría pedir una presentación?
Benedict arqueó una ceja.
– Puedes intentarlo, pero dudo que tengas éxito. Yo aún no me he enterado de su nombre.
– No lo ha preguntado -terció Sophie, sin poder evitarlo.
– ¿Y me lo diría si lo preguntara?
– Le diría algo.
– Pero no la verdad.
Ella negó con la cabeza.
– Ésta no es una noche para verdades.
– Mi tipo favorito de noche -dijo Colin en tono satisfecho.
– ¿No tienes ningún lugar para estar? -le preguntó Benedict.
– Seguro que madre preferiría que estuviera en el salón de baile, pero eso no es precisamente una exigencia.
– Yo lo exijo -repuso Benedict.
Sophie sintió burbujear una risita en la garganta.
– Muy bien -suspiró Colin-. Me iré de aquí.
– Excelente -dijo Benedict.
– Yo solo frente a tantas lobas…
– ¿Lobas? -repitió Sophie.
– Damitas muy cotizadas para esposas -aclaró Colin-. Una manada de lobas hambrientas, todas ellas. A excepción de la presente, lógicamente.
Sophie creyó mejor no explicar que ella no era de ningún modo una «damita cotizada».
– Nada le gustaría más a mi madre… -empezó Colin. Benedict lo interrumpió con un gemido.
– … que ver casado a mi querido hermano mayor -terminó Colin. Guardó silencio un instante como para sopesar sus palabras-: Con la excepción tal vez de verme casado a mí.
– Aunque sólo sea para que dejes la casa -añadió Benedict, sarástico.
Esta vez Sophie sí emitió una risita.
– Pero claro, él es considerablemente más viejo -continuó Colin-, así que tal vez deberíamos enviarlo a él primero a la horca, h… es decir, al altar.
– ¿Tienes algún buen argumento? -gruñó Benedict.
– No, ninguno -reconoció Colin-. Pero claro, nunca lo tengo.
– Dice la verdad -afirmó Benedict mirando a Sophie.
– Así pues -dijo Colin a Sophie haciendo un grandioso gesto con el brazo-. ¿Tendrá piedad de mi pobre y sufriente madre y llevará a mi querido hermano por el pasillo?
– Bueno, no me lo ha pedido -contestó ella, tratando de entrar en cl humor del momento.
– ¿Cuánto has bebido? -gruñó Benedict.
– ¿Yo? -preguntó Sophie.
– Él.
– Nada en absoluto -repuso Colin alegremente-, pero estoy pensando seriamente en remediar eso. En realidad, eso podría ser lo único que me haga soportable esta velada.
– Si la búsqueda de bebida te aleja de mi presencia, ciertamente eso será lo único que me haga soportable esta noche a mí -dijo Benedict.
Colin sonrió de oreja a oreja, les hizo un saludo cuadrándose, y se alejó.
– Es agradable ver a dos hermanos que se quieren tanto -comentó Sophie.
Benedict, que estaba mirando con expresión amenazadora hacia la puerta por donde acababa de desaparecer su hermano, volvió bruscamente la atención hacia ella.
– ¿A eso le llama quererse?
Sophie pensó en Rosamund y Posy, que vivían insultándose, y no en broma.
– Sí -afirmó-. Es evidente que usted daría su vida por él. Y él por usted.
– Supongo que tiene razón -dijo él, con un suspiro de hastío, y luego estropeó el efecto sonriendo-. Por mucho que me duela reconocerlo. -Apoyó la espalda en la pared y se cruzó de brazos, adoptando un aspecto terriblemente sofisticado y educado-. Dígame, entonces, ¿tiene hermanos?
Sophie reflexionó un momento y luego contestó decidida:
– No.
Él alzó una ceja en un arco extrañamente arrogante, y ladeó ligeramente la cabeza.
– Encuentro bastante curioso que haya tardado tanto en decidir la respuesta a esa pregunta. Yo diría que tendría que ser muy fácil encontrar la respuesta.
Sophie desvió la mirada un momento. No quería que él viera la pena que sin duda se reflejaría en sus ojos. Siempre había deseado tener una familia. En realidad no había nada en la vida que hubiera deseado más. Su padre jamás la reconoció como a su hija, ni siquiera en la intimidad, y su madre murió al nacer ella. Araminta la trataba como a la peste, y ciertamente Rosamund y Posy jamás habían sido hermanas para ella. De tanto en tanto Posy se portaba como una amiga, pero incluso ella se pasaba la mayor parte del día pidiéndole que le remendara un vestido, le arreglara el pelo o le limpiara unos zapatos.
Y dicha sea la verdad, aun cuando Posy le pedía las cosas, no se las ordenaba, como hacían su hermana y su madre, ella no tenía precisamente la opción de negarse.
– Soy hija única -dijo finalmente.
– Y eso es todo lo que va a decir sobre el tema -musitó Benedict.
– Y eso es todo lo que voy a decir sobre el tema -convino ella.