El viento marino silbaba en las alas semiextendidas del dragón.
—Thesse Tenar —dijo la mujer con voz clara, temblorosa.
El dragón desvió los ojos y miró hacia el oeste, por sobre el mar. Sacudió el largo cuerpo con un tintineo y golpeteo de escamas de hierro, luego extendió bruscamente las alas, se agachó y saltó al aire desde el precipicio. Al arrastrarse, la cola chamuscó la arenisca. Las rojas alas se inclinaron, se levantaron y se inclinaron, y ya Kalessin estaba lejos de la tierra, volando sin desviarse, volando hacia el oeste.
Tenar lo siguió con la mirada hasta que su cuerpo quedó del tamaño de un ganso salvaje o una gaviota. Hacía frío. Cuando el dragón había estado allí hacía calor, un calor como el de una fragua, por el calor que encerraba su cuerpo. Tenar tiritó. Se sentó en la roca al lado de Ged y se echó a llorar. Escondió la cara en las manos y lloró con fuertes sollozos. —¿Qué puedo hacer? —gritó—. ¿Qué puedo hacer ahora?
Súbitamente se secó los ojos y la nariz en la manga, se echó hacia atrás los cabellos oscuros con las dos manos y se volvió hacia el hombre tumbado a su lado. Estaba tan quieto, tan tranquilo sobre la roca desnuda como si hubiese podido quedarse allí eternamente.
Tenar suspiró. No podía hacer nada, pero siempre había algo que hacer a continuación.
No podía cargarlo. Tendría que pedir ayuda. Para eso tendría que dejarlo solo. Le parecía que estaba muy cerca de la orilla del precipicio. Si intentaba levantarse tal vez se cayera, débil y mareado como debía de estar. ¿Cómo podía moverlo? No se reanimaba cuando ella le hablaba y lo tocaba. Lo cogió por debajo de los hombros y trató de arrastrarlo y, ante su sorpresa, logró hacerlo; aunque era un peso muerto, no pesaba demasiado. Con resolución, lo arrastró a unos diez o quince pies del precipicio, alejándolo del desnudo promontorio rocoso hasta dejarlo sobre un trozo de tierra donde los secos espicanardos daban cierta ilusión de amparo. Tendría que dejarlo allí. No podía correr, porque le temblaban las piernas y aún sollozaba al respirar. Caminó lo más rápido que pudo hacia la casa de Ogion, llamando a gritos una y otra vez a Brezo, a Musgo y a Therru a medida que se acercaba. La niña apareció por el costado del establo y se detuvo, como acostumbraba hacer, obedeciendo a la llamada de Tenar, pero sin adelantarse a saludar o dejar que la saludara.
—Therru, corre al pueblo y pídele a cualquier persona que venga… A cualquier persona fuerte… Hay un hombre herido en el precipicio.
Therru no se movió. Nunca había ido sola a la aldea. Estaba inmovilizada entre la obediencia y el miedo. Tenar se dio cuenta y le dijo: —¿Tía Musgo está ahí? ¿Brezo? Entre las tres podemos cargarlo. Pero date prisa, Therru, date prisa. —Sentía que si dejaba a Ged desamparado sin duda moriría. Cuando regresara habría desaparecido: habría muerto, se habría caído, los dragones se lo habrían llevado. Podía pasar cualquier cosa. Debía darse prisa antes de que sucediera. Pedernal había muerto de un ataque en sus sembrados y ella no estaba a su lado. Había muerto solo. El pastor lo había encontrado tumbado junto al portón. Ogion había muerto y ella no había podido evitar que muriera, no había podido darle vida. Ged había vuelto a casa para morir y ése era el final de todo, no quedaba nada, no había nada que hacer, pero ella tenía que hacerlo.— ¡Date prisa, Therru! ¡Trae a alguien!
Se echó a andar temblorosamente hacia la aldea, pero vio que la vieja Musgo se acercaba corriendo a través de la pradera, avanzando torpemente con su gruesa rama de espino. —¿Me llamaste, queridita?
La presencia de Musgo la alivió de inmediato. Empezó a recobrar el aliento y a poder pensar. Musgo no perdió tiempo haciendo preguntas pero, al oír que había un hombre herido al que había que mover, cogió el pesado cobertor de lona que Tenar había puesto a airear y lo llevó a rastras hasta el extremo del Acantilado. Entre ella y Tenar envolvieron a Ged con el cobertor e iban arrastrando dificultosamente el bulto hacia la casa cuando Brezo apareció trotando, seguida por Therru y Sippy. Brezo era joven y fuerte, y con su ayuda lograron levantar la lona como una litera y llevar al hombre a la casa.
Tenar y Therru durmieron en el nicho que había en el muro del oeste del único cuarto. Sólo había una cama, la cama de Ogion, en el fondo, cubierta ahora con una gruesa sábana de lino. Allí acostaron al hombre. Tenar lo cubrió con la manta de Ogion, mientras Musgo musitaba sortilegios en torno a la cama, y Brezo y Therru se quedaban quietas y mirando atentamente.
—Dejadlo en paz ahora —dijo Tenar, llevándolas hacia la entrada de la casa.
—¿Quién es? —preguntó Brezo.
—¿Por qué estaba en el Acantilado? —preguntó Musgo.
—Lo conoces, Musgo. En otra época fue el pupilo de Ogion…, de Aihal.
La bruja sacudió la cabeza. —Ése era el muchacho de Diez Alisos, queridita —dijo—. El que ahora es Archimago en Roke.
Tenar asintió.
—No, queridita —dijo Musgo—. Se parece a él. Pero no es él. Este hombre no es un mago. Ni siquiera un hechicero.
Brezo miraba ora a una, ora a la otra, divertida. No entendía casi nada de lo que decía la gente, pero le gustaba escuchar.
—Pero yo lo conozco, Musgo. Es Gavilán. —El pronunciar el nombre, el nombre común de Ged, despertó en ella cierta ternura, de modo que sólo entonces pensó y sintió que era él en realidad, y que todos los años que habían pasado desde que lo viera por primera vez eran el lazo que los unía. Vio una luz que parecía una estrella en la oscuridad, subterránea, nacía mucho tiempo, y su rostro iluminado por la luz.— Lo conozco, Musgo. —Sonrió y luego sonrió más abiertamente.— Es el primer hombre que vi en mi vida —dijo.
Musgo masculló algo y cambió de tema. No le gustaba contradecir a «la señora Goha», pero no había cambiado en absoluto de parecer. —Hay trucos, disfraces, transformaciones, cambios —dijo—. Más vale que tengas cuidado, queridita. ¿Cómo llegaste al lugar donde lo encontraste, allá lejos? ¿Alguien lo vio pasar por la aldea?
—¿Ninguna de vosotras… vio…?
La miraron fijamente. Trató de decir «al dragón» pero no pudo. Sus labios y su lengua no podían articular la palabra. Pero una palabra tomó forma en ellos, pronunciándose a través de su boca y su aliento. —A Kalessin —dijo.
Therru tenía los ojos fijos en ella. Una ola de tibieza, de calor, parecía surgir de la niña, como si tuviese fiebre. No dijo nada, pero movió los labios como si repitiera el nombre, y el calor febril ardió en torno a ella.
—¡Trucos! —dijo Musgo—. Ahora que nuestro mago se ha ido, vendrán por aquí embusteros de todo tipo.
—Viajé de Atuan a Havnor, de Havnor a Gont con Gavilán, en una barca descubierta —dijo Tenar secamente—. Musgo, tú viste cuando me trajo aquí. No era Archimago entonces. Pero era el mismo, el mismo hombre. ¿Hay acaso otras cicatrices como éstas?
Viéndose enfrentada, la vieja se quedó quieta, serenándose. Le echó una mirada a Therru. —No —dijo—. Pero…
—¿Crees que no lo reconocería?
Musgo retorció la boca, frunció el entrecejo y se frotó un pulgar contra el otro. —En el mundo hay cosas maléficas, señora —dijo—. Cosas que adoptan la forma y el cuerpo de un hombre, pero su alma desaparece…, se la devoran…
—¿El gebbeth?
Musgo se contrajo al oír esa palabra pronunciada abiertamente. Asintió. —Dicen que una vez el mago Gavilán vino aquí, hace mucho tiempo, antes de que vinieras con él. Y que con él venía una cosa sombría que lo perseguía. Tal vez lo siga haciendo. Tal vez…
—El dragón que lo trajo —dijo Tenar— lo llamaba por su verdadero nombre. Y conozco ese nombre. —Su voz retumbaba de cólera ante la obstinada sospecha de la bruja.