Musgo se quedó muda. Su silencio era mejor argumento que sus palabras.
—Tal vez la sombra que lo cubre sea su muerte —dijo Tenar—. Tal vez se esté muriendo. No sé. Si Ogion…
Volvió a conmoverse al recordar a Ogion, pensando que Ged había llegado demasiado tarde. Se tragó las lágrimas y se acercó a la leñera a buscar ra-mitas para encender el fuego. Le pasó la tetera a Therru para que la llenara, acariciándole la cara mientras le hablaba. Las cicatrices cerradas y en capas ardían al tacto, pero la niña no tenía fiebre. Tenar se agachó a encender el fuego. Alguien en ese hogar tan especial —donde había una bruja, una viuda, una lisiada y una boba— tenía que hacer lo que se debía hacer, y no atemorizar a la niña con llantos. Pero el dragón se había marchado, ¿y nunca llegaría hasta allí nada más que la muerte?
5. Un buen cambio
Estaba tendido como un muerto pero no estaba muerto. ¿Dónde había estado? ¿Qué le había ocurrido? Esa noche, a la luz del fuego, Tenar le quitó las ropas manchadas, gastadas, endurecidas por el sudor. Lo lavó y lo dejó tendido entre la sábana de lino y la manta suave y pesada de lana de cabra. Aunque era un hombre bajo, delgado, había tenido un cuerpo firme, vigoroso; ahora se veía esmirriado, como si estuviese consumido hasta los huesos, agotado, frágil. Hasta las cicatrices que le cruzaban el hombro y el lado izquierdo de la cara desde la sien hasta la mandíbula parecían menos profundas, plateadas. Y tenía los cabellos grises.
«Estoy cansada de llorar a los muertos —pensó Tenar—. Harta de llorarlos, harta del dolor. ¡No sufriré por él! ¿No apareció acaso donde yo estaba cabalgando en el dragón?
»Quise matarlo una vez —pensó—. Ahora lo haré vivir, si puedo.» Entonces lo miró con un gesto desafiante, y sin piedad.
—¿Quién de nosotros sacó al otro del Laberinto, Ged?
El dormía, sin escuchar, inmóvil. Tenar se sentía agotada. Se lavó con el agua que había calentado para lavarlo y se acostó silenciosamente junto al silencio menudo, cálido y sedoso de Therru dormida. Durmió y su sueño se abrió a un vasto espacio cubierto de niebla rosada y dorada donde soplaba el viento. Voló. Gritó «Kalessin». Una voz le respondió, gritando desde los abismos de luz.
Cuando despertó, los pájaros gorjeaban en el campo y en el techo. Al erguirse vio la luz matinal a través del vidrio rugoso de la ventana baja que daba al oeste. Había algo en su interior, semilla o destello, algo demasiado pequeño como para mirarlo o pensar en ello, nuevo. Therru seguía durmiendo. Tenar se sentó a su lado, mirando las nubes y la luz del sol a través del ventanuco, pensando en Manzana, su hija, tratando de recordarla cuando era un bebé. Sólo una imagen fugaz, que se desvaneció al volverse hacia ella… El cuerpo menudo, regordete, que se sacudía de risa, un manojito de cabellos flotantes… Y el segundo niño, al que habían llamado Chispa en chanza, porque había brotado de Pedernal. No sabía cuál era su nombre verdadero. Había sido tan enfermizo como Manzana había sido saludable. Nacido antes de tiempo y muy pequeño, casi había muerto de difteria a los dos meses, y durante dos años a partir de entonces había sido como criar a un pichón de gorrión, nunca se sabía si seguiría vivo a la mañana siguiente. Pero se aferraba a la vida, la chispa diminuta no se consumía. Al crecer se convirtió en un chico fuerte, siempre inquieto, lleno de empuje; no servía de nada en la granja; no les tenía paciencia a los animales, a las plantas ni a la gente; sólo hablaba cuando necesitaba algo, nunca por el placer de hacerlo ni por el toma y daca del amor y el aprendizaje.
Llevado por sus andanzas, Ogion se había aparecido cuando Manzana tenía trece años y Chispa once. Fue entonces cuando le había dado su nombre a Manzana, en las fuentes del Kaheda, en el fondo del valle; hermosa, la mujer niña había caminado por las aguas verdes, y Ogion le había dado su verdadero nombre, Hayohe. Se había quedado uno o dos días en la Granja de los Robles y le había preguntado al niño si quería salir a vagabundear un poco por los bosques con él. Chispa sólo había sacudido la cabeza. —¿Qué harías si pudieras? —le había preguntado el mago, y el muchacho le había dicho lo que jamás había podido decirle ni a su padre ni a su madre—. Navegar. —Así fue como, después de que Haya le hubo dado su verdadero nombre, tres años más tarde, se había embarcado como marinero en un barco mercante que comerciaba entre Valmouth y Oranéa y el norte de Havnor. De cuando en cuando regresaba a la granja, pero no lo hacía a menudo y nunca por largo tiempo, aunque pasaría a ser suya al morir su padre. Tenía la tez blanca como Tenar, pero era alto como Pedernal y tenía el rostro aguzado. No le había dicho su nombre verdadero a sus padres. Tal vez nunca se lo dijera a nadie. Ya hacía tres años que Tenar no lo veía. Quizá supiera o quizá no supiera que su padre había muerto. Quizás estuviese muerto, quizá se hubiese ahogado, pero ella pensaba que no. Llevaría esa chispa consigo toda su vida, por sobre las aguas, a través de las tormentas.
Eso era lo que sentía ahora, una chispa; algo así como la certeza física de haber concebido; un cambio, algo nuevo. No se preguntaría qué podía ser. Eso no se preguntaba. No se le preguntaba a alguien su nombre verdadero. Eso se recibía, o no.
Se levantó y se vistió. Aunque era de mañana, hacía calor y no encendió el fuego. Se sentó en el umbral a beber un tazón de leche y a contemplar la sombra de la Montaña de Gont retirándose del mar. Corría el viento más suave que podía soplar en esa plataforma rocosa barrida por los aires, y la brisa tenía un efluvio de pleno verano, suave y espléndido, que traía el aroma de los prados. Había un dulzor en el aire, un cambio.
—Todo ha cambiado —había murmurado el anciano al morir, con alborozo. Apoyando la mano en las suyas, dándole ese obsequio, su nombre, revelándolo.
—¡Aihal! —musitó. Dos cabras balaron como si le respondieran, detrás del establo, esperando a Brezo—. Be-eh —dijo una, y la otra, con un tono más grave, metálico—: ¡Bla-ah! ¡Bla-ah! —Confía en una cabra, solía decir Pedernal, para que lo eche todo a perder. A Pedernal, el pastor, no le gustaban las cabras. Pero Gavilán había sido pastor de cabras, de este lado de esta montaña, cuando era niño.
Entró en la casa. Encontró a Therru de pie, con los ojos clavados en el hombre dormido. La rodeó con los brazos y pensó que Therru, que solía alejarse o responder pasivamente ante un roce o una caricia, esta vez respondía con aceptación y tal vez incluso se le acercaba un poco. Ged seguía sumido en el mismo sueño exhausto, agobiado. Su cara estaba vuelta de tal modo que se veían las cuatro cicatrices blancas que la surcaban.
—¿Lo quemaron? —preguntó Therru en un susurro.
Tenar no respondió de inmediato. No sabía a qué se debían las cicatrices. Hacía mucho tiempo, en la Cámara Pintada del Laberinto de Atuan, le había reguntado burlándose: —¿Un dragón? —Y él le abla respondido con seriedad:— No, no es de dragón…, es la marca de alguien de la familia de los Sin Nombre. Pero no ya sin nombre, porque al fin supe cómo se llamaba… —Y eso era todo lo que sabía. Pero sabía qué significaba «lo quemaron» para la niña.
—Sí —dijo.
Therru siguió mirándolo fijamente. Había inclinado la cabeza para mirar con su único ojo sano y eso la hacía parecer un pajarito, un gorrión o un pinzón.
—Ven, pinzoncito, pajarillo, lo que él necesita es dormir, lo que tú necesitas es un melocotón. ¿Hay algún melocotón maduro esta mañana?
Therru salió trotando a mirar y Tenar la siguió.
Mientras se comía el melocotón, la niña miró atentamente el lugar donde había plantado la semilla el día anterior. Se sentía evidentemente desilusionada al ver que no había crecido ningún árbol en ese sitio, pero no dijo nada.