Pero Musgo no respondió sí ni no. —Aquí en el Acantilado soplan muchos vientos, vientos buenos, vientos malos. Algunos traen nubes y buen tiempo, y otros traen nuevas a los que pueden oírlas, pero los que se niegan a oírlas no las oyen. ¿Quién soy yo para saber, una vieja que no ha aprendido el arte de los magos, que no na aprendido de los libros? Todos mis conocimientos vienen de la tierra, de la tierra oscura. La tienen bajo sus pies, los orgullosos. Bajo sus pies, los señores y magos orgullosos. ¿Por qué habrían de mirar hacia abajo ellos, los eruditos? ¿Qué sabe una bruja vieja?
Podría ser una enemiga temible, pensó Tenar, y era una amiga difícil.
—Tía —dijo, cogiendo un junco—. Crecí entre mujeres. Solamente mujeres. En las tierras kargas, en el remoto oriente, en Atuan. Me separaron de mi familia cuando era pequeña, para criarme como sacerdotisa en un lugar del desierto. No sé cómo se llama, en nuestra lengua se llamaba simplemente así, el lugar. El único lugar que conocía. Lo custodiaban unos pocos soldados, pero no podían atravesar las murallas para entrar. Y no podíamos atravesar las murallas para salir. Sólo en grupos, sólo mujeres y niñas, con eunucos que nos cuidaban, que no dejaban acercarse a los hombres.
—¿Quiénes son esos de los que hablas?
—¿Los eunucos? —Tenar había usado la palabra karga sin pensar.— Hombres castrados —dijo.
La bruja miró fijamente y dijo: ¡Tsek! —e hizo un gesto para conjurar el mal. Se chupó los labios. El sobresalto había disipado su resentimiento.
—Uno de ellos fue lo más parecido a una madre que tuve allí… Pero escucha esto, tía, jamás vi a un hombre antes de ser una mujer ya crecida. Sólo niñas y mujeres. Y no obstante no sabía qué era una mujer, porque las mujeres eran lo único que conocía. Como los hombres que viven entre hombres, los marineros y los soldados, y los magos de Roke… ¿saben acaso qué es un hombre? ¿Cómo pueden saberlo si nunca han hablado con una mujer?
—¿Los toman y les hacen lo mismo que a los carneros y los chivos? —preguntó Musgo—, ¿así, con un cuchillo para castrar?
El horror, lo macabro y un destello vengativo se imponían sobre la cólera y la razón. Musgo no quería hablar de ningún otro tema, salvo de los eunucos.
No era mucho lo que Tenar le podía decir. Se dio cuenta de que nunca había pensando en eso. Cuando era niña en Atuan, había hombres castrados; y uno de ellos la había querido tiernamente, y ella también; y le había dado muerte para escapar de él. Después había llegado al Archipiélago, donde no había eunucos, y se había olvidado de ellos, los había enterrado en las sombras con el cuerpo de Manan.
—Supongo —dijo, tratando de satisfacer la avidez de Musgo por oír detalles— que capturaban a algunos muchachos y que… —Pero se detuvo. Sus manos dejaron de moverse.
—Como a Therru —dijo después de una larga pausa—. ¿De qué sirve un niño? ¿Para qué está? Para ser usado. Para ser violado, castrado… Escucha, Musgo. Cuando vivía en los lugares sombríos, eso es lo que hacían allí. Y cuando llegué aquí, sentí que había salido a la luz. Aprendí las palabras verdaderas. Y tenía a mi hombre, tuve niños, viví bien. A plena luz. Y así, a plena luz le hicieron eso… a la niña. En los prados del río. El río que nace en el manantial donde Ogion le dio su nombre a mi hija. En pleno día. Estoy tratando de decidir dónde puedo vivir, Musgo. ¿Entiendes lo que quiero decir? ¿Lo que estoy tratando de decir?
—Está bien, está bien —dijo la vieja; y, al cabo de un rato—: Queridita, ya hay bastante desdicha sin tener que salir a buscarla. —Y, al ver que a Tenar le tiritaban las manos mientras trataba de partir un junco que se resistía, dijo nuevamente:— No te cortes el pulgar con los juncos, queridita.
Ged no volvió realmente en sí sino al día siguiente. Musgo, que era muy hábil pero extraordinariamente sucia como enfermera, había logrado hacerle tragar un poco de caldo de carne. —Se está muriendo de hambre —dijo— y está muerto de sed. Dondequiera que haya estado, no era mucho lo que comían y bebían. —Y, después de estudiarlo otra vez:— Me parece que ya está demasiado débil. Se debilitan, ¿me entiendes?, y no pueden beber siquiera, aunque es lo único que necesitan. He visto morir así a un hombre muy fuerte. Marchitarse hasta convertirse en algo como una sombra, en unos pocos días.
Pero gracias a su tenaz paciencia le hizo tragar unas cuantas cucharadas de su cocción de carne y hierbas. —Ahora veremos —dijo—. Es demasiado tarde, me parece. Se nos escapa. —Hablaba sin dolor, tal vez con deleite. El hombre no le importaba en absoluto; una muerte era una novedad. Quizá podría enterrar a este mago. No la habían dejado enterrar al viejo mago.
Tenar estaba poniéndole un ungüento en las manos, al otro día, cuando despertó. Seguramente había pasado mucho tiempo sobre el lomo de Kalessin, porque al aferrarse con fuerza a las escamas de hierro se había herido la palma de las manos, y se había cortado y vuelto a cortar el interior de los dedos. Mientras dormía, había seguido con las manos empuñadas como si no quisiera soltarse del dragón ausente. Tenar había tenido que obligarlo suavemente a abrir los dedos para lavarle las heridas y cubrirlas con un ungüento. Mientras lo hacía, él lanzó un grito y se irguió súbitamente, extendiendo los brazos, como si se sintiera caer. Abrió los ojos. Tenar le habló quedamente. El la miró.
—Tenar —dijo sin sonreír, simplemente reconociéndola, más allá de toda emoción. Y ella sintió un placer puro, como el que da un aroma dulce o una flor, porque aún existía un hombre que sabía su nombre, y porque era ese hombre.
Se inclinó y lo besó en la mejilla. —Quédate quieto —le dijo—. Déjame terminar de hacer esto. —El le obedeció, volviéndose a sumergir rápidamente en el sueño, esta vez con las manos abiertas y relajadas.
Más tarde, al irse quedando dormida junto a Therru esa noche, Tenar pensó: «Nunca lo había besado». Y esa idea la sobresaltó. En un comienzo no pudo creerlo. Sin duda, en todos esos años… No en las Tumbas, pero después, cuando atravesaban juntos las montañas… En Miralejos, cuando navegaban juntos rumbo a Havnor… ¿Cuando la había traído a Gont…?
No. Ogion tampoco la había besado nunca, ni ella lo había besado a él. Él la llamaba su hija y la quería, pero nunca la había tocado; y ella, criada como una sacerdotisa solitaria, a quien nadie tocaba, un objeto sagrado, no había buscado el contacto, o no había sabido que lo buscaba. Solía apoyar la frente o la mejilla por un instante en la mano abierta de Ogion y a veces él le acariciaba los cabellos, una sola vez, levemente.
Y Ged nunca había hecho ni eso siquiera.
«¿Llegué a pensar en eso alguna vez?», se preguntó con una especie de incrédulo asombro.
No lo sabía. Mientras trataba de pensar en eso, un horror, un sentimiento de transgresión se apoderó de ella con gran vehemencia, y luego desapareció, carente de sentido. Sus labios recordaban la piel ligeramente áspera, seca y fría de su mejilla cerca de la boca, en el lado derecho, y sólo ese recuerdo importaba, tenía consistencia.
Durmió. Soñó que una voz la llamaba: «¡Tenar, Tenar!», y que ella le respondía, gritando como un ave marina, volando en medio de la luz por sobre el mar; pero no sabía qué nombre pronunciaba.
Gavilán desilusionó a Tía Musgo. Siguió vivo. Después de uno o dos días, dejó de preocuparse por él al verlo a salvo. Vino y le dio su caldo de carne de cabra y raíces y hierbas, apoyándolo en ella, rodeándolo con el intenso olor de su cuerpo, haciéndolo revivir a cucharadas, y rezongando. Aunque él la había reconocido y le había dicho su nombre común y ella no podía negar que parecía ser el hombre llamado Gavilán, sentía deseos de negarlo. No le gustaba. Era pura falsedad, decía. Tenar sentía tanto respeto por la sagacidad de la bruja que eso la preocupaba, pero no sentía ni un asomo de sospecha dentro de ella, sólo la satisfacción de que estuviese allí y de que fuera reviviendo lentamente. —Ya verás —le dijo a Musgo— cuando vuelva a ser él.