—¡Él! —dijo Musgo, e hizo el gesto de cascar una nuez y dejarla caer.
No tardó en preguntar por Ogion. Tenar había temido que hiciera esa pregunta. Se había dicho hasta casi convencerse que no la haría, que sabría como sabían los magos, como incluso los hechiceros del Puerto de Gont y de Re Albi habían sabido cuando Ogion había muerto. Pero a la cuarta mañana lo encontró despierto cuando se le acercó y, alzando los ojos para mirarla, le dijo: —Esta es la casa de Ogion.
—La casa de Aihal —dijo ella, con la mayor naturalidad con que pudo hacerlo; aún no le era fácil pronunciar el nomore verdadero del mago. No sabía si Ged conocía ese nombre. Sin duda lo sabía. Seguramente Ogion se lo había dicho, o no había tenido que decírselo.
El no reaccionó por un rato, y cuando habló lo hizo sin ninguna expresión: —Entonces ha muerto.
—Hace diez días.
Él se quedó mirando hacia adelante como cavilando, tratando de discurrir.
—¿Cuándo llegué aquí?
Ella tuvo que acercarse a él para entenderle.
—Hace cuatro días, al atardecer.
—No había nadie más en las montañas —dijo él. Su cuerpo se contrajo y comenzó a temblar como si sintiera dolor o ante el insoportable recuerdo del dolor. Cerró los ojos, frunciendo el entrecejo, y respiró profundamente.
A medida que empezaba a recuperar poco a poco sus fuerzas, ese gesto de fruncir el entrecejo, de contener el aliento y de apretar los puños se convirtió en algo familiar para Tenar. Recuperaba las fuerzas pero no la calma, no la salud.
Estaba sentado en el peldaño de la entrada de la casa, bajo la luz del sol de la tarde de verano. Nunca se había alejado tanto de la cama. Estaba sentado en el umbral, contemplando la luz, y Tenar, que venía del sembrado de habichuelas, se asomó en la esquina de la casa y se quedó mirándolo. Todavía estaba pálido y tenía una expresión sombría. No eran sólo los cabellos grises, sino algo en la piel y los huesos, y no tenía mucho más que eso. No había luz en sus ojos. Sin embargo, esa sombra, ese hombre ceniciento, era el mismo cuyo rostro había visto por primera vez radiante de poder, el rostro recio de nariz aguileña y labios delgados, un hombre apuesto. Siempre había sido un hombre orgulloso, apuesto.
Se le acercó.
—La luz del sol, eso es lo que necesitas —le dijo y él asintió, pero tenía los puños apretados, sentado allí, bajo el torrente de calor del verano.
Se mostraba tan silencioso con ella que pensó que tal vez su presencia le incomodaba. Tal vez no se sentía cómodo delante de ella como antes. Después de todo, ahora era Archimago… Una y otra vez se olvidaba de eso. Y habían pasado veinticinco años desde que habían caminado por las montañas de Atuan y habían navegado juntos en Miralejos, atravesando el mar del levante.
—¿Dónde está Miralejos? —le preguntó de pronto, sorprendida por el recuerdo y luego pensó: «¡Pero qué estúpida soy! Han pasado tantos años y es Archimago, seguramente no conserva ya esa pequeña barca».
—Está en Selidor —le respondió, con el rostro sumido en su constante e incomprensible angustia.
En tiempos tan remotos como la eternidad, y en tierras tan lejanas como Selidor…
—La isla más remota —dijo ella; era una semi-pregunta.
—La más remota en el poniente —dijo él.
Estaban sentados a la mesa, después de terminar la cena. Therru había salido a jugar.
—¿Entonces venías de Selidor, cuando Kalessin te trajo?
Al pronunciar el nombre del dragón, éste se había pronunciado por sí solo una vez más, moviendo su boca para darle forma y sonido, convirtiendo su aliento en una leve llamarada.
Al oír el nombre, él alzó los ojos, la miró intensamente una sola vez, con una mirada que la hizo darse cuenta de que no solía mirarla a los ojos. Asintió. Luego, esforzándose por hablar sin ambages, corrigió su gesto: —De Selidor a Roke. Y de Roke a Gont.
¿Mil millas? ¿Diez mil millas? No tenía ni la más remota idea. Había visto los grandes mapas que había en los cofres de Havnor, pero nadie le había enseñado a contar ni a calcular distancias. En tierras tan remotas como Selidor… ¿Y se podía calcular en millas el vuelo de un dragón?
—Ged—dijo, empleando su nombre verdadero, ya que no había nadie más—, sé que has sufrido enormes dolores y te has enfrentado a grandes peligros. Y si no lo deseas, quizá no puedas nacerlo, quizá no deberías decirme…, pero si yo supiera, si supiera algo de lo que sucedió, tal vez podría ayudarte más. Me gustaría poder ayudarte. Y dentro de poco vendrán de Roke a buscarte, enviarán un navio en busca del Archimago, no sé, ¡enviarán un dragón a buscarte! Y te marcharás nuevamente. ¡Y nunca habremos hablado! —Mientras hablaba, Tenar apretó los puños ante la falsedad de su voz y sus palabras. ¡Hacer una broma sobre el dragón…, quejarse como una esposa acusadora!
Él miraba la mesa, con los ojos bajos, hosco, tolerante, como un granjero que se enfrenta a una reyerta doméstica después de un duro día de trabajo en el campo.
—No creo que nadie venga de Roke —dijo, y le costó tanto esfuerzo decirlo que tardó un rato en volver a hablar—. Dame tiempo.
Ella creyó que no iba a decir más y respondió: —Sí, por supuesto. Lo siento. —Y se iba levantando para quitar la mesa cuando él dijo, aún con la vista baja, confusamente:—Tengo eso, ahora.
Entonces él también se levantó, y llevó su plato al fregadero y terminó de quitar la mesa. Lavó los platos mientras Tenar guardaba la comida. Y eso le despertó curiosidad. Lo había estado comparando con Pedernal; pero Pedernal nunca había lavado un plato en su vida. Eso lo hacían las mujeres. Pero Ged y Ogion habían vivido en ese lugar, solos, sin mujeres; Ged nunca había vivido con mujeres en ningún lugar; de modo que hacía el «trabajo de las mujeres» y no le daba importancia. Sería una lástima, pensó, que le diera importancia, si empezara a temer que su dignidad pendía de un estropajo. Nadie llegó a buscarlo desde Roke. Cuando hablaron del tema, apenas había habido tiempo para que hubiese llegado ningún navio cuyas velas no fuesen henchidas constantemente por el viento de la magia; pero iban pasando los días y él seguía sin recibir ningún mensaje ni señal. A ella le parecía extraño que hubiesen dejado tranquilo a su Archimago por tanto tiempo. Seguramente él les había prohibido que fuesen a buscarlo; o tal vez se había ocultado allí con sus artes de hechicería, para que no supieran dónde estaban o para que no pudieran reconocerlo. Porque, curiosamente, los aldeanos apenas le prestaban atención.
El que no hubiese venido nadie de la mansión del Señor de Re Albi era menos sorprendente. Los señores de la mansión nunca habían tenido una buena relación con Ogion. Las mujeres de la casa habían sido adeptas a las artes ocultas, eso decían en la aldea. Los aldeanos contaban que una de ellas había desposado a un señor del norte que la había enterrado viva bajo una piedra; otra se había metido a hacer brujerías con el niño que llevaba en el vientre, tratando de convertirlo en una criatura de poder y, de hecho, el niño había pronunciado algunas palabras al nacer, pero no tenía huesos. —Era como un saquito de carne —murmuraba la partera en la aldea—, un saquito con ojos y voz, y nunca mamaba, pero hablaba en una lengua extraña, y se murió… —Fuesen o no fuesen ciertas esas historias, el hecho es que los señores de Re Albi siempre se habían mantenido distantes. Por haber sido la acompañante del mago Gavilán, la pupila del mago Ogion, la portadora del Anillo de Erreth-Akbé a Havnor, bien podrían haberle pedido a Tenar que se quedara en la mansión cuando llegó por primera vez a Re Albi; pero no lo habían hecho. En cambio, para su regocijo, había vivido sola en una pequeña cabana de un tejedor de la aldea, Abanico, y rara vez había visto a los habitantes de la mansión y siempre desde lejos. Musgo le había dicho que no había una señora de la casa, sólo vivían allí el viejo señor, un hombre muy anciano, y su nieto, y el joven hechicero, llamado Álamo, al que habían contratado en la Escuela de Roke.