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Él se levantó de inmediato y se acercó al portón.

—Búscala en la cabaña donde guardan los alimentos —le dijo.

Miró a Therru como si no viera sus horribles cicatrices, como si apenas la viera: era una niña que había perdido una cabra, que tenía que encontrarla. Lo que él veía era la cabra. —O se marchó en busca del rebaño de la aldea —dijo.

Therru ya iba corriendo hacia la cabaña de los alimentos.

—¿Es tu hija? —le preguntó a Tenar. Nunca había dicho nada sobre la niña y, por un instante, lo único que se le ocurrió a Tenar fue que los hombres eran seres muy extraños.

—No, ni mi nieta. Es mi niña —dijo. ¿Qué la llevaba a burlarse de él, a mofarse de él nuevamente?

Atravesó el portón en el preciso instante en que Sippy se abalanzaba, hacia él, como una chispa parda y blanca, seguida de lejos por Therru.

—¡Ea! —gritó Ged súbitamente, y de un salto se atravesó en el camino de la cabra, obligándola a ir hacia el portón abierto y hacia los brazos de Tenar. Ella logró agarrar el collar de cuero suelto de Sippy. La cabra se quedó quieta de inmediato, apacible como un cordero, mirando a Tenar con un ojo amarillo y las hileras de cebollas con el otro.

—¡Fuera! —le dijo Tenar, sacándola de ese paraíso de las cabras hacia la dehesa más pedregosa donde debía estar.

Ged se había sentado en la tierra, tan sofocado como Therru, o más aún, porque jadeaba y estaba evidentemente mareado; pero al menos no lloraba. Confía en una cabra para que lo eche todo a perder.

—Brezo no te debería haber dicho que cuidaras a Sippy —le dijo Tenar a Therru—. Nadie puede cuidar a Sippy. Si se vuelve a escapar, díselo a Brezo y no te preocupes. ¿De acuerdo?

Therru asintió. Miraba a Ged. Rara vez miraba a la gente y muy rara vez a los hombres con algo más que una rápida mirada; pero lo observaba fijamente, con la cabeza erguida como un gorrión. ¿Un héroe estaba a punto de nacer?

6. Las cosas empeoran

Había transcurrido mucho más de un mes desde el solsticio, pero los atardeceres seguían siendo largos en el Acantilado que daba al poniente. Therru había regresado tarde, después de pasar todo el día buscando hierbas con Tía Musgo, demasiado cansada para comer. Tenar la acostó y se sentó a su lado, cantándole. Cuando la niña estaba muy cansada no conseguía dormirse, sino que se acurrucaba en el lecho como un animal paralizado, contemplando alucinaciones hasta quedar sumida en una pesadilla, ni dormida ni despierta, y distante. Tenar había descubierto que podía evitar que eso ocurriera si la abrazaba y le cantaba hasta hacerla dormir. Cuando agotaba todas las canciones que había aprendido cuando era la esposa de un granjero en el Valle Central, cantaba interminables canciones kargas que había aprendido cuando era una niña sacerdotisa en las Tumbas de Atuan, arrullando a Therru con el zumbante y dulce plañido de las ofrendas a los Poderes Sin Nombre y al Trono Vacío que ahora cubrían el polvo y los escombros del terremoto. Sentía que el único poder de esas canciones eran el canto mismo; y le gustaba cantar en su lengua, aunque no conocía las canciones que una madre le cantaría a un niño en Atuan, las canciones que su madre le había cantado.

Al cabo Therru se quedó profundamente dormida. Tenar la hizo pasar suavemente de su regazo a la cama y esperó un instante para estar segura de que seguía durmiendo. Luego, después de mirar rápidamente en torno para asegurarse de que estaba a solas, con una prisa casi culpable pero con un ceremonioso deleite, con gran placer, apoyó la mano delgada y blanca en el costado de la cara de la niña en el que las llamas habían devorado el ojo y la mejilla, dejando una cicatriz laminada y al descubierto. Todo eso desapareció al rozarlo. Vio la carne intacta, el rostro redondeado, suave y dormido de una niña. Era como si su contacto hubiera hecho renacer el verdadero rostro.

Suavemente, con desgana, apartó la palma y vio la irreparable pérdida, aquello que jamás se curaría del todo.

Se inclinó y besó la cicatriz, se irguió de prisa y salió de la casa.

El sol se ocultaba tras una bruma vasta, nacarada. No había nadie en torno. Probablemente Gavilán estaba en el bosque. Había comenzado a visitar la tumba de Ogion y pasaba horas de horas en ese tranquilo lugar bajo el haya, y a medida que había ido recuperando sus fuerzas se había acostumbrado a subir por los senderos que a Ogion tanto le gustaban. Evidentemente la comida no le interesaba; Tenar tenía que pedirle que comiera. Evitaba la compañía, lo único que quería era estar a solas. Therru estaba dispuesta a seguirlo a donde fuera y, por ser tan silenciosa como él, no lo importunaba, pero él era incansable y rápidamente mandaba a la niña de vuelta a casa y seguía caminando solo, más lejos, Tenar no sabía hasta dónde. Regresaba tarde, se echaba a dormir y a menudo salía antes de que ella y la niña despertaran. Tenar le dejaba pan y carne para que se llevara.

Ahora lo vio acercarse por el sendero del prado que le había parecido tan largo y arduo cuando había ayudado a Ogion a recorrerlo por última vez. El atravesó el aire radiante, la hierba arqueada por el viento, caminando firme y resueltamente, encerrado en su obstinado sufrimiento, duro como una piedra.

—¿Te quedarás cerca de la casa? —le preguntó desde lejos—. Therru duerme. Quiero caminar un poco.

—Sí. Ve —le dijo y ella se echó a andar, meditando en la indiferencia de un hombre ante las exigencias que regían a una mujer: que hubiera alguien cerca de un niño dormido, que la libertad de uno supusiera la falta de libertad de otro, a menos que se llegara a un equilibrio en perpetuo cambio, en perpetuo movimiento, como el equilibrio de un cuerpo que avanza, como avanzaba ella ahora, con las dos piernas, primero una, luego la otra, en la práctica de ese arte extraordinario, el caminar… Entonces, los colores cada vez más oscuros y el suave empuje del viento se apoderaron de sus pensamientos. Siguió caminando, sin metáforas, hasta llegar a los riscos de arenisca. Allí se detuvo y miró hundirse el sol en la bruma serena, rosácea.

Se arrodilló y primero vio y luego palpó con la punta de los dedos una grieta alargada, poco profunda, casi perdida en la roca, que llegaba hasta la misma orilla del precipicio: la huella de la cola de Kalessin. La recorrió una y otra vez con los dedos, contemplando fijamente los remolinos del crepúsculo, en una ensoñación. Dijo una sola palabra. Esta vez el nombre no surgió de su boca como una llamarada, aunque silbó y se escapó arrastrándose de sus labios: «Kalessin…».

Miró hacia el este. Las cumbres de la Montaña de Gont que se elevaban por encima de los bosques estaban rojas, llenas de esa luz que ya había desaparecido allí abajo. El color se fue apagando mientras contemplaba. Desvió la mirada y cuando volvió a mirar las cumbres estaban grises, sombrías, las laderas boscosas oscuras.

Esperó a que apareciera el lucero de la tarde. Cuando comenzó a brillar por sobre la bruma, se echó a andar lentamente hacia la casa.

Era su hogar y no lo era. ¿Por qué estaba allí, en la casa de Ogion, en lugar de estar en su propia casa, cuidando las cabras y las cebollas de Ogion en lugar de cuidar su propio huerto y su rebaño? «Espera», le había dicho él y ella había esperado; y había llegado el dragón; y Ged estaba bien ahora…, bastante bien. Había hecho lo que debía hacer. Había cuidado la casa. Ya no era necesaria. Había llegado la hora de marcharse.

Sin embargo, no podía pensar en alejarse de ese alto promontorio, de ese nido de halcones, y regresar a las tierras bajas, a las serenas tierras de labranza, a las tierras del interior donde no soplaba el viento; no podía pensar en eso sin que su corazón se abatiera y ensombreciera. ¿Qué había sucedido con el sueño que había tenido allí, bajo el ventanuco que miraba al oeste? ¿Qué había sucedido con el dragón que se le había aparecido en ese sitio?