Выбрать главу

La puerta de la casa estaba abierta como de costumbre para dejar entrar la luz y el aire. Gavilán estaba sentado en una banqueta junto al hogar vacío, sin la luz de una lámpara ni la luz de las llamas. Solía sentarse allí. Tenar pensaba que ése había sido su lugar cuando había vivido allí de niño, en su breve estancia como pupilo de Ogion. Había sido el lugar de ella, en los días de invierno, cuando era pupila de Ogion.

El la miró entrar, pero no había estado mirando la puerta sino lo que había a su lado, a la derecha, el rincón oscuro detrás de ella. Allí estaba la vara de Ogion, una rama de roble, pesada, gastada hasta volverse suave en la empuñadura, tan alta como él. Therru había apoyado a su lado la varilla de avellano y la rama de aliso que Tenar había cortado para las dos en el camino a Re Albi.

Tenar pensó: «Su vara, su vara de hechicero, de madera de tejo, Ogion se la dio… ¿Dónde está?…». Y, a la vez: «¿Por qué no había pensado en eso hasta ahora?».

La casa estaba a oscuras y parecía estar mal ventilada. Se sentía abrumada. Había deseado que él se quedara a hablar con ella, pero ahora que estaba sentado allí no tenía nada que decirle, ni él a ella.

—He estado pensando —dijo ella finalmente, ordenando los cuatro platos en el aparador de roble—, que ya es hora de que regrese a mi granja.

Él no dijo nada. Posiblemente asintió, pero ella estaba vuelta de espaldas.

De pronto se sintió agotada, con deseos de acostarse; pero él estaba sentado cerca de la entrada de la casa y todavía no había oscurecido del todo; no podía quitarse la ropa delante de él. Le molestó sentir vergüenza. Estaba a punto de pedirle que saliera por un rato cuando él comenzó a hablar, carraspeando, vacilante.

—Los libros. Los libros de Ogion. Las Runas y los dos libros del Saber. ¿Te los llevarás contigo?

—¿Conmigo?

—Tú fuiste su última alumna.

Ella se acercó al hogar y se sentó frente a él en la silla de tres patas de Ogion.

—Aprendí a escribir las Runas Hárdicas, pero he olvidado casi todo, sin duda. Me enseñó algo de la lengua de los dragones. Recuerdo algo de eso. Pero nada más. No llegué a ser su discípula, una hechicera. Como sabes, me casé. ¿Ogion le habría dejado sus libros sabios a la esposa de un granjero?

Después de una pausa, él dijo en tono impasible: —¿No se los dejó a alguien, entonces?

—A ti, sin duda. Gavilán no dijo nada.

—Tú fuiste su último pupilo, y su orgullo, y su amigo. Nunca lo dijo, pero ciertamente te pertenecen.

—¿Qué debo hacer con ellos?

Ella lo miró fijamente en la oscuridad. En el otro extremo de la habitación, la ventana del oeste despedía una luz tenue. La cólera obstinada, implacable y misteriosa que había en la voz de Ged la enfureció.

—¿Tú, el Archimago, me preguntas a mí? ¿Por qué me haces parecer más tonta de lo que soy, Ged?

Él se puso de pie. Le temblaba la voz. —¿Pero no ves…, no puedes ver…, que todo se ha acabado…, ha desaparecido?

Ella se quedó sentada con la mirada fija, tratando de verle la cara.

—No tengo poder, no tengo nada. Lo entregué, lo consumí…, todo lo que tenía. Para cerrar…, de modo que… ya está, se ha acabado.

Ella trató de negar lo que él decía, pero no pudo.

—Como echar un poco de agua —dijo él—, un vaso de agua en la arena. En la tierra yerma. Tenía que hacerlo. Pero ahora no me queda nada para beber. ¿Y de qué sirve, de qué sirvió un vaso de agua en todo el desierto? ¿Ha desaparecido el desierto acaso?… ¡Ah! ¡Escucha!… Solía susurrarme eso del otro lado de esa puerta: ¡Escucha, escucha! Y me marché a la tierra yerma cuando era joven. Y la encontré allí, me convertí en ella, desposé a mi muerte. Me dio vida. Agua, el agua de la vida. Yo era una fuente, un manantial vivo, generoso. Pero las fuentes están secas allí. Al final todo lo que me quedaba era un vaso de agua y tuve que vaciarlo en la arena, en el lecho del río seco, sobre las rocas en la oscuridad. De modo que ha desaparecido. Se ha acabado. Ya está hecho.

Había aprendido bastante, de Ogion y del mismo Ged, como para saber a qué tierra se refería y aunque hablaba en imágenes esas imágenes no eran máscaras que ocultaran la verdad sino la verdad misma como él la había visto. Sabía también que debía negar lo que él le decía, aunque fuese cierto. —No te das tiempo, Ged —le dijo—. Se ha de tardar mucho en regresar de la muerte… aunque sea volando en un dragón. Te llevará mucho tiempo. Tiempo y calma, silencio, quietud. Te han herido. Sanarás.

Él se quedó en silencio por largo rato, de pie. Ella sentía que había dicho lo que debía decir y que le había dado cierto consuelo. El habló al cabo.

—¿Como la niña?

Fue como un cuchillo tan afilado que no sintió cuando se le clavaba en el cuerpo.

—No sé —dijo él en el mismo tono suave y seco— por qué te hiciste cargo de ella, sabiendo que no podía curarse. Sabiendo lo que ha de ser su vida. Supongo que es parte de la época en que hemos vivido…, una época sombría, de destrucción, una época en que algo se acaba. Supongo que te hiciste cargo de ella así como yo salí al encuentro de mi enemigo, porque era lo único que podías hacer. Y tenemos que seguir viviendo con el botín de nuestra victoria sobre el mal hasta que llegue la nueva era. Tú con tu niña quemada, yo sin nada en absoluto.

La desesperación se expresa con una voz tranquila, serena. Tenar se dio vuelta a mirar la vara del mago en el espacio oscuro a la derecha de la puerta, pero no había luz allí. Todo estaba a oscuras, dentro y fuera. A través de la puerta abierta se divisaban un par de estrellas, lejanas y difusas. Las miró. Quería saber qué estrellas eran. Se levantó y se dirigió a tientas a la puerta, pasando delante de la mesa. La bruma se había elevado y no se veían muchas estrellas. Una de las que había visto desde el interior era la estrella blanca del verano que en Atuan, en su propia lengua, llamaban Tehanu. No conocía la otra estrella. No sabía qué nombre le daban a Tehanu allí, en la lengua hárdica, o cuál era su nombre verdadero, cómo la llamaban los dragones. Sólo sabía cómo la habría llamado su madre, Tehanu, Tehanu. Tenar, Tenar…

—Ged —dijo desde la puerta, sin darse vuelta—, ¿quién te trajo aquí, cuando eras niño?

Él se le acercó y se quedó de pie, contemplando también el brumoso horizonte del mar, las estrellas, la oscura mole de la montaña por encima de ellos.

—Nadie en realidad —dijo él—. Mi madre murió poco después de que nací. Tenía hermanos mayores. No los recuerdo. Estaba mi padre, que era herrero. Y la hermana de mi madre. Era la bruja de Diez Alisos.

—¿Tía Musgo? —dijo Tenar.

—Más joven. Tenía cierto poder.

—¿Cómo se llamaba? Él se quedó en silencio.

—No recuerdo —dijo lentamente.

Al cabo de un rato, dijo: —Ella me enseñó los nombres. Halcón, halcón peregrino, águila, halieto, milano, gavilán…

—¿Qué nombre le das a esa estrella? La estrella blanca, allá en lo alto.

—El Corazón del Cisne —dijo él, alzando los ojos—. En Diez Alisos la llamaban Flecha.

Pero no dijo su nombre en la Lengua de la Creación ni los nombres verdaderos que la bruja le daba al halcón, al gavilán.

—Lo que dije… allí… estuvo mal —dijo suavemente—. No debería hablar. Perdóname.

—Si no hablas, ¿qué puedo hacer sino dejarte solo? —Se volvió hacia él.— ¿Por qué piensas sólo en ti, siempre en ti? Sal por un rato —le dijo furiosa—. Quiero acostarme.

Él salió de la casa, perplejo, musitando una disculpa; y ella fue hasta el rincón, se quitó la ropa y se acostó, y ocultó la cara en la dulce tibieza de la nuca sedosa de Therru.