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«Sabiendo lo que ha de ser su vida…»

Su cólera contra Ged, su estúpido rechazo de la verdad que encerraba lo que le había contado, surgían de una decepción. Aunque Alondra había dicho muchas veces que no había nada que hacer, había tenido la esperanza de que Tenar pudiese curar las heridas; y aunque insistía en que ni siquiera Ogion podría haberlo hecho, Tenar había tenido la esperanza de que Ged curase a Therru…, pudiese apoyar la mano en la cicatriz y que la cicatriz desapareciese y sanara, que el ojo ciego brillara, que la mano contraída se aflojara, que la vida quedara intacta.

«Sabiendo lo que ha de ser su vida…»

Los rostros que se apartaban, los gestos para conjurar el mal, el horror y la curiosidad, la malsana piedad y la amenaza punzante, porque las heridas atraen nuevas heridas… Y jamás los brazos de un hombre. Nunca nadie que la abrazara. ¡Sí!, él tenía razón, la niña debería haber muerto, debería estar muerta. Deberían haberla dejado marcharse a esa tierra yerma, ella y Alondra y Hiedra, viejas entrometidas, compasivas y crueles. Él tenía razón, siempre tenía razón. Pero, entonces, los hombres que se habían aprovechado de ella para satisfacer sus apetitos y para jugar con ella, la mujer que había permitido que lo hicieran…, habían tenido razón al golpearla hasta dejarla inconsciente y al arrojarla al fuego para que muriera quemada. Sólo que no habían consumado lo que se proponían. Habían perdido la calma, le habían dejado algo de vida. Habían hecho mal. Y todo lo que ella, Tenar, había hecho estaba mal. La habían entregado a los poderes sombríos cuando era niña: había sido devorada por ellos, habían permitido que la devoraran. ¿Creía acaso que por cruzar el mar, por aprender otras lenguas, por ser la esposa de un hombre, una madre, simplemente por vivir su vida podría ser alguna vez algo distinto de lo que era: su sierva, su alimento, alguien a quien podían utilizar para satisfacer sus apetitos y para jugar con ella? Por estar destruida, había atraído lo que estaba destruido, parte de su propia ruina, el cuerpo de su propio mal.

La niña tenía cabellos finos, tibios, fragantes. Estaba acurrucada en los tibios brazos de Tenar, soñando. ¿Qué de malo podía haber en ella? Le habían hecho daño, un daño irreparable, pero no había nada malo en ella. No estaba perdida, no estaba perdida, no estaba perdida. Tenar la abrazó y se quedó quieta y se concentró en la luz de su sueño, los remolinos de luz resplandeciente, el nombre del dragón, el nombre de la estrella, Corazón de Cisne, la Flecha, Tehanu.

Estaba peinando a la cabra negra para quitarle la delicada lana pegada a la piel que luego hilaría y llevaría donde una tejedora para que hiciera con ella un trozo de sedosa tela afelpada de la Isla de Gont. Miles de veces le habían quitado la lana de esa manera a la cabra negra y le gustaba que lo hicieran, se inclinaba hacia el peine de alambre que se hundía y tironeaba. La lana gris negruzca se fue apilando en una nube suave y polvorienta que Tenar guardó finalmente en una bolsa de malla; para agradecerle, le quitó a la cabra algunos cardos de las puntas de las orejas y le dio una afable palmada en el flanco redondeado. «¡Baaa!», dijo la cabra y se alejó trotando. Tenar salió de la dehesa cercada y caminó hasta la entrada de la casa, mirando el prado para asegurarse de que Therru seguía jugando allí.

Musgo le había enseñado a la niña a tejer cestas de hierba y, a pesar de la torpeza de su mano contraída, había empezado a aprender a hacerlo. Estaba sentada en el prado con su labor en el regazo, pero sin trabajar. Miraba a Gavilán.

Él estaba bastante lejos, hacia la orilla del precipicio. Estaba de espaldas y no sabía que alguien lo miraba, porque observaba atentamente a un pájaro, un cernícalo joven; y, a su vez, el pájaro observaba atentamente a una pequeña presa que había vislumbrado en la hierba. Suspendido, batiendo las alas, trataba de asustar al ratón de campo o a la rata para que entrara rápidamente en su cueva. El hombre estaba de pie, igualmente atento, igualmente ávido, observando fijamente al pájaro. Alzó lentamente la mano derecha, sin levantar el antebrazo, y al parecer dijo algo, aunque el viento se llevó sus palabras. El cernícalo se apartó, lanzando un graznido fuerte, áspero, agudo, y se elevó repentinamente y se alejó hacia los bosques.

El hombre bajó el brazo y se quedó inmóvil, contemplando el pájaro. La niña y la mujer estaban inmóviles. Sólo el pájaro volaba, liberándose.

—Una vez me visitó transformado en halcón, en halcón peregrino —le había dicho Ogion, junto al fuego, un día de invierno. Le había estado hablando de los sortilegios de cambio, de transformación, del mago Bordger que se había transformado en oso—. Vino volando hacia mí, a mi muñeca, desde el norte y el este. Lo traje junto al fuego, aquí. No podía hablar. Pude ayudarle porque lo conocía; logró liberarse del halcón y convertirse nuevamente en un hombre. Pero siempre le quedó algo de halcón. En su aldea lo llamaban Gavilán porque los halcones salvajes se le acercaban cuando los llamaba. ¿Qué somos? ¿Qué es ser un hombre? Antes de recibir su nombre, antes de adquirir conocimientos, antes de tener poder, el halcón ya existía dentro de él y el hombre y el mago y más… Era aquello que no podemos definir. Y así somos todos.

La niña sentada frente al hogar, mirando fijamente el fuego, escuchando, vio al halcón; vio al hombre; vio los pájaros que se le acercaban, respondiendo a su llamada, a la voz que pronunciaba su nombre, que llegaban batiendo fas alas para aferrarse a su brazo con las crueles garras; se vio a sí misma como el halcón, el pájaro salvaje.

7. Ratones

Townsend, el mercader de ovejas que le había llevado el mensaje de Ogion a la granja del Valle Central, llegó una tarde a la casa del mago.

—¿Vas a vender las cabras, ahora que el Señor Ogion ya no está?

—Tal vez —dijo Tenar con indiferencia. De hecho, se había estado preguntando de qué iba a vivir si se quedaba en Re Albi. Como a todos los hechiceros, a Ogion lo mantenían las gentes a las que servía con sus artes y sus poderes… En su caso, todos los habitantes de Gont. Le habría bastado con pedir para que le hubiesen dado con gratitud lo que necesitaba, un buen trueque a cambio de la bondad del mago; pero nunca había tenido que pedir. Por el contrario, tenía que regalar el exceso de alimentos y ropas y herramientas y ganado y todos los objetos y adornos que le ofrecían o que simplemente dejaban ante su puerta. «¿Qué voy a hacer con esto?», solía preguntar, perplejo, de pie y con los brazos llenos de pollos indignados y chillones, o yardas de tapices o potes de remolachas en escabeche.

Pero Tenar había dejado su fuente de sustento en el Valle Central. Al marcharse tan precipitadamente no había pensado cuánto tiempo podría quedarse. No había traído consigo las siete monedas de marfil, el tesoro de Pedernal; ese dinero tampoco le habría servido de nada en la aldea, salvo para comprar tierras o ganado, o negociar con algún mercader que llegara del Puerto de Gont ofreciéndoles pieles de pellawi o sedas de Lorbanería a los ricos Hacendados y a los señores poco importantes de Gont. La granja de Pedernal producía todo lo que ella y Therru necesitaban para alimentarse y vestirse; pero las seis cabras de Ogion y las habichuelas y las cebollas sólo le habían servido para divertirse, no para satisfacer sus necesidades. Había vivido de lo que Ogion tenía en la despensa, de los obsequios que le daban los aldeanos en recuerdo de él y de la generosidad de Tía Musgo. Ayer precisamente la bruja le había dicho: —Queridita, los pollos de mi gallina de cogote emplumado acaban de salir del cascarón y te voy a traer dos o tres cuando empiecen a rascar la tierra. El mago no los habría aceptado, decía que eran muy bulliciosos y tontos, pero ¿qué es una casa en la que no hay polluelos a la entrada? De hecho, las gallinas entraban y salían a sus anchas de la casa de Musgo, dormían en su cama y enriquecían de una manera increíble los olores del cuarto oscuro, lleno de humo y maloliente.