—Hay una añal parda y blanca que puede ser una excelente cabra lechera —le dijo Tenar al hombre de rostro aguzado.
—Estaba pensando en todo el rebaño —dijo él—. Tal vez. Sólo hay cinco o seis, ¿verdad?
—Seis. Están en la dehesa, allá arriba, si quieres ir a echarles una mirada.
—Ya lo haré. —Pero no se movió. Evidentemente, ninguno de los dos iba a demostrar mayor interés.
—¿Viste el gran barco que llegó? —le preguntó él.
La casa de Ogion miraba al oeste y al norte, y desde allí sólo se divisaban los promontorios rocosos a la entrada de la bahía, los Riscos Fortificados, pero desde la aldea, en varios lugares, se podía recorrer con la mirada el transitado camino que llevaba al Puerto de Gont y ver los muelles y todo el puerto. El observar las embarcaciones era una actividad constante en Re Albi. Generalmente había un par de viejos sentados en el banco de atrás de la herrería, el lugar que tenía la mejor vista, y aunque tal vez jamás en toda su vida hubiesen bajado las quince millas zigzagueantes de ese camino hasta el Puerto de Gont, observaban los ires y venires de los navios como un espectáculo, extraño pero familiar, que se les ofrecía para su diversión.
—El hijo del herrero dijo que viene de Havnor. Estaba en el Puerto tratando de conseguir lingotes a buen precio. Llegó ayer al anochecer. El gran barco viene del Gran Puerto de Havnor, eso dijo.
Probablemente sólo hablaba para que ella no pensara en el precio de las cabras y su mirada solapada probablemente sólo se debiera a la forma de sus ojos. Pero el Gran Puerto de Havnor comerciaba poco con Gont, una isla pobre y remota que sólo era conocida por sus hechiceros, sus piratas y sus cabras; y algo la inquietó o la alarmó al oír esas palabras, «el gran barco», no sabía por qué.
—Dijo que dicen que ahora hay un rey en Havnor —siguió diciendo el mercader de ovejas, mirando de soslayo.
—Eso puede ser bueno —dijo Tenar.
Townsend asintió. —Puede mantener alejados a los forasteros, esa gentuza.
Tenar inclinó afablemente su cabeza de forastera.
—Pero quizás a los del Puerto no les guste. —Se refería a los piratas que capitaneaban navios de Gont, cuyo dominio sobre los mares del nordeste había aumentado a tal punto en los últimos años que muchas antiguas rutas de comercio con las islas del centro del Archipiélago habían cambiado o habían quedado abandonadas; eso había empobrecido a todos en Gont, salvo a los piratas, pero no impedía que éstos fueran verdaderos héroes para la mayoría de los gontescos. Por lo que sabía, su hijo era marino de un barco pirata. Y tal vez corría menos peligro que en un tranquilo barco mercante. Más vale ser tiburón que arenque, como decían.
—Hay algunos que nunca están satisfechos con nada —dijo Tenar, siguiendo automáticamente las normas de la conversación, pero la impacientaban tanto que, poniéndose de pie, agregó—: Te mostraré las cabras. Puedes echarles una mirada. No sé si las venderemos todas o si venderemos alguna. —Y llevó al hombre hasta el portón de la dehesa de retamas y lo dejó allí. Le desagradaba. Él no tenía la culpa de haberle traído malas nuevas una vez y tal vez dos, pero miraba de soslayo y no le gustaba tenerlo cerca. No vendería las cabras de Ogion. Ni siquiera a Sippy.
Después de que él se hubo marchado, sin haber hecho un buen negocio, se dio cuenta de que se sentía inquieta. Le había dicho «No sé si las venderemos» y eso había sido una imprudencia, decir venderemos en lugar de venderé, cuando él no había pedido hablar con Gavilán, ni siquiera se había referido a él, como casi con toda seguridad habría hecho un hombre que estuviese regateando con una mujer, especialmente cuando ella rechazaba su oferta.
No sabía qué pensaban de Gavilán en la aldea, de su presencia y su ausencia. Ogion, reservado y silencioso y en cierto modo temido, había sido su mago y un habitante más de la aldea. Podían sentirse orgullosos de Gavilán por su nombre, por ser el Archimago que había vivido por un tiempo en Re Albi y había hecho cosas prodigiosas, engañado a un dragón en las Noventa Islas, traído el Anillo de Erreth-Akbé de vuelta desde algún lugar; pero no lo conocían. Y él tampoco los conocía. No había ido a la aldea desde su llegada, sólo al bosque, a los lugares deshabitados. No había pensado en eso antes, pero él evitaba ir a la aldea con tanta determinación como Therru.
Seguramente hablaban de él. Era una aldea y la gente hablaba. Pero los chismes sobre lo que hacían los hechiceros y los magos nunca llegaban muy lejos. El tema era muy misterioso, la vida de los hombres de poder era muy extraña, muy distinta de sus vidas. «Déjalo en paz», había oído decir a los aldeanos en el Valle Central cuando alguien empezaba a especular sin reservas sobre un transformador del tiempo que llegaba de paso o sobre su propio hechicero, Haya. «Dejadlo en paz. Él va por su camino, nosotros por el nuestro.»
En cuanto a ella, no les parecía sospechoso que se hubiese quedado a cuidar y servir a un hombre de poder como él; una vez más se trataba de «dejar en paz». Ni siquiera ella había ido mucho al pueblo; los aldeanos no eran afables ni hostiles con ella. Ella había vivido allí antaño, en la casa de Abanico, el Tejedor; había sido la pupila del viejo mago, él había mandado a Townsend a buscarla al otro lado de la montaña; todo eso estaba muy bien. Pero luego había llegado con la niña de aspecto aterrador, ¿quién querría andar por allí con ella a plena luz del día por su propia voluntad? ¿Y qué clase de mujer podía ser la pupila de un mago, la que cuidaba a un mago? Sin duda, habla brujería, y forastera además. Pero, de todos modos, había sido la esposa de un acaudalado granjero lejos de allí, en el Valle Central; aunque estuviese muerto y ella fuera una viuda. Y bien, ¿quién podía entender las costumbres de las brujas? No entrometerse, era mejor no entrometerse…
Se cruzó con el Archimago de Terramar que venía caminando junto al cerco del huerto. —Dicen que hay un barco que viene de la Ciudad de Havnor —le dijo.
Él se detuvo. Hizo un movimiento que controló rápidamente, pero había sido el comienzo de un intento de huir, de alejarse y correr como un ratón que huyera de un halcón.
—¡Ged! —dijo ella—. ¿Qué sucede?
—No puedo —dijo él—. No, no puedo enfrentarlos.
—¿A quiénes?
—A sus hombres. Los hombres del rey.
Su rostro se había vuelto algo ceniciento, como cuando había llegado, y miraba en derredor buscando un lugar donde ocultarse.
Su terror era tan apremiante y desvalido que ella sólo pensó en cómo podría protegerlo. —No tienes que verlos. Si alguien viene, lo echo. Vuelve a casa ahora. No has comido en todo el día.
—Había un hombre allí —dijo él.
—Townsend, poniéndole precio a las cabras. A ése ya lo eché. ¡Ven!
Él entró con ella y, una vez dentro, ella cerró la puerta.
—No te pueden hacer daño, Ged, sin duda que no. ¿Por qué querrían hacerlo?
El se sentó ante la mesa y sacudió lentamente la cabeza. —No, no.
—¿Saben que estás aquí?
—No sé.
—¿A qué le temes? —le preguntó ella, sin impaciencia, pero con cierta autoridad racional.
Él se cubrió la cara con las manos, frotándose las sienes y la frente, con la mirada gacha.
—Yo era… —dijo—. No soy…
Era todo lo que podía decir.
Ella lo interrumpió, diciendo: —Está bien, todo está bien. —No se atrevía a tocarlo para no hacerlo sentir más humillado con cualquier gesto que pudiese parecer compasión. Estaba enfadada con él y por lo que le sucedía.— ¡No tiene que importarles —le dijo— dónde estés ni quién seas, ni qué decidas hacer o no hacer! Si vienen a husmear, pueden marcharse con la curiosidad. —Ése era el adagio de Alondra. Sintió una súbita nostalgia por la compañía de una mujer simple y sensata.— En todo caso, es posible que el barco no tenga nada que ver contigo. Tal vez estén persiguiendo piratas para que regresen al lugar de donde salieron. Eso también será bueno, cuando el rey empiece a hacerlo… Encontré un poco de vino en el fondo de la alacena, un par de botellas, me pregunto cuánto tiempo lo tuvo escondido allí Ogion. Creo que a los dos nos vendría bien una copa de vino. Y un poco de pan y queso. La pequeña ya comió y salió a buscar ranas con Brezo. Tal vez tengamos patas de rana para la cena. Pero por ahora hay pan y queso. Y vino. ¿De dónde vendrá, quién se lo habrá dado a Ogion, de cuándo será? —Siguió charlando, en un parloteo de mujer, ahorrándole el tener que responder o malinterpretar cualquier silencio, hasta que superara la crisis de vergüenza y comiera un poco, y bebiera un vaso del suave y añejo vino tinto.