—Es mejor que me marche, Tenar —dijo él—. Hasta que aprenda a ser el que soy ahora.
—¿Adonde?
—A la montaña.
—¿A vagar… como Ogion? —Lo miró. Recordó cuando había caminado a su lado por las calles de Atuan y le había preguntado burlonamente:— ¿Mendigan a menudo los magos? —Y él le había respondido:— Sí, pero tratan de dar algo a cambio.
Le preguntó con cautela: —¿Podrías ganarte la vida por un tiempo cambiando el tiempo o encontrando cosas? —Le llenó la copa.
Él negó con la cabeza. Bebió vino y desvió la mirada. —No —dijo—. Nada de eso. Nada de eso.
Ella no le creía. Quería rebelarse, negar, decirle «¿Cómo puede ser, cómo puedes decir eso… como si hubieras olvidado todo lo que sabes, todo lo que te enseñó Ogion y lo que aprendiste en Roke y en tus viajes? No puedes haber olvidado las palabras, los nombres, los actos de tu arte. ¡Aprendiste, conquistaste tu poder!». No lo dijo, pero musitó: —No comprendo. ¿Cómo es posible que todo…?
—Un vaso de agua —dijo él, inclinando un poco su copa como si fuera a vaciarla. Y, al cabo de un rato—: Lo que no comprendo es por qué me llevó de regreso. La bondad de los jóvenes es cruel… Así que aquí estoy, tengo que seguir viviendo, hasta que pueda regresar.
Ella no comprendía claramente qué quería decir, pero percibió un dejo de condena o de queja que, por venir de él, la sobresaltó y la hizo enfurecerse. Dijo con dureza: —Fue Kalessin el que te trajo aquí.
La casa estaba a oscuras, así, con la puerta cerrada y la luz del crepúsculo que sólo entraba por la ventana del oeste. No conseguía descifrar su expresión; pero al cabo de un rato él alzó la copa hacia ella con una sombría sonrisa, y bebió.
—Este vino —dijo—. Seguramente se lo dio a Ogion un gran mercader o un gran pirata. Nunca bebí nada parecido. Ni siquiera en Havnor. —Hizo girar en las manos la copa redondeada, bajando los ojos para contemplarla.— Me daré algún nombre —dijo— y atravesaré las montañas hasta llegar a Armouth y a las tierras del Bosque Oriental de donde vengo. Estarán segando. Siempre se necesita gente para segar y para cosechar.
Ella no sabía qué responder. Frágil y enfermizo como estaba, sólo le darían ese tipo de trabajo por caridad o brutalidad; y si lo conseguía, no sería capaz de hacerlo.
—Los caminos no son como antes —le dijo—. Desde hace algunos años, hay ladrones y pandillas por todas partes. Forasteros, gentuza, como dice mi amigo Townsend. Pero ya no es prudente andar solo.
Observándolo en la penumbra para ver cómo reaccionaba, se preguntó con vehemencia por un instante cómo podría ser el no haber temido jamás a un ser humano; cómo sería el tener que aprender a temer.
—Ogion seguía yendo… —empezó a decir él y luego se calló; había recordado que Ogion era un mago.
— Allá, en el sur de la isla — dijo Tenar —, hay muchos rebaños. Ovejas, cabras, vacunos. Los llevan a las colinas antes de la Larga Danza y los dejan pastar allí hasta el comienzo de las lluvias. Siempre necesitan pastores. — Bebió un trago de vino. Lo sintió como el nombre del dragón en la boca. — ¿Pero por qué no te puedes quedar aquí?
— No en la casa de Ogion. Es el primer lugar al que vendrían.
— ¿Y qué si vienen? ¿Qué te van a pedir?
— Que sea el que era.
El desconsuelo de su voz la estremeció.
Se quedó en silencio, tratando de recordar qué había sentido cuando era poderosa, la Devorada, la única Sacerdotisa de las Tumbas de Atuan, y luego al perder eso, al arrojarlo lejos, convirtiéndose sólo en Tenar, sólo en ella. Pensó qué había sentido cuando era una mujer en la flor de la vida, con hijos y un hombre, y luego al perder todo eso, al envejecer y convertirse en una viuda, sin poder. Pero seguía sin comprender su vergüenza, su dolorosa humillación. Tal vez sólo un hombre pudiese sentir eso. Una mujer se acostumbraba a sentirse humillada.
O quizá Tía Musgo tuviese razón y cuando se sacaba la nuez la cascara quedaba vacía.
Ideas de brujas, pensó. Y para distraerlo y distraerse, y porque el suave vino le soltaba las ideas y la lengua, dijo: — ¿Sabes? He pensado… en que Ogion me enseñaba y que yo no quise seguir aprendiendo, sino que me marché y encontré a mi granjero y me casé con él… Yo pensaba, el día de mi boda yo pensaba: «¡Ged se va a enfadar si se entera!». Se reía sin dejar de hablar.
— Así fue — dijo él.
Ella esperó.
Él dijo: — Me sentía decepcionado.
— Enfadado — dijo ella.
— Enfadado — dijo él.
Él le llenó la copa.
—En ese entonces tenía el poder de reconocer el poder —dijo él—. Y tú…, tú irradiabas luz, en ese lugar terrible, el Laberinto, en esa oscuridad…
—Y bien, entonces, dime: ¿qué debería haber hecho con mi poder y con lo que Ogion trató de enseñarme?
—Usarlo.
—¿Cómo?
—Como se usa el Arte de la Magia.
—¿Quién lo usa?
—Los hechiceros —respondió él, con un dejo de dolor.
—¿La magia son las maestrías, las artes de los hechiceros, de los magos?
—¿Qué otra cosa podría ser?
—¿Es todo lo que puede llegar a ser? El se quedó pensativo, alzando los ojos un par de veces para mirarla.
—Cuando Ogion me enseñaba —dijo ella—, allí… ante el hogar, las Palabras del Habla Arcana, me era tan fácil y tan difícil pronunciarlas como a él. Era como aprender la lengua que hablaba antes de nacer. Pero lo demás… el saber, las runas del poder, los sortilegios, las reglas, la invocación de las fuerzas… todo eso era algo sin vida para mí. Una lengua ajena. Pensaba entonces que podría vestirme como un guerrero, con una lanza y una espada y un penacho y todo, pero que nada me quedaría bien, ¿o no? ¿Qué haría con la espada? ¿Me convertiría en un héroe? Llevaría ropas que no me quedarían bien, eso es todo, y apenas podría caminar.
Bebió un poco de vino.
—Así que me lo quité todo —dijo— y me vestí con mi propia ropa.
—¿Qué dijo Ogion cuando lo abandonaste?
—¿Qué solía decir Ogion?
Eso hizo aparecer nuevamente la sombría sonrisa. Ged no dijo nada.
Ella asintió.
Al cabo de un rato, siguió hablando más suavemente. —Él me acogió porque tú me habías traído. Después de ti, no quería tener pupilos y nunca habría aceptado a una muchacha a menos que tú la trajeras, que tú se lo pidieras. Pero me quería. Me estimaba. Y yo lo quería y lo estimaba. Pero no podía darme lo que yo quería y no pude aceptar lo que tenía para darme. Él lo sabía. Pero, Ged, fue distinto cuando vio a Therru. El día antes de morir. Tú dices y Musgo dice que el poder reconoce el poder. No sé qué vio en ella, pero me dijo: «¡Enséñale!» Y dijo…