—Y entonces apareció él…, ¡el rey!…, como la hoja de una espada… Y Diestro se encogía y temblaba retrocediendo ante él… ¡Y yo creí que era Chispa! De veras, de veras lo creí por un momento, estaba tan…, tan fuera de mí.
—Y bueno —dijo Manzana—, está bien, porque Shinny creyó que tú eras su madre. Cuando estábamos en el malecón mirándote hacer tu entrada majestuosa. Lo besó, imagínate, Tía Alondra. Besó al rey… con toda naturalidad. Yo pensé que a continuación iba a besar al mago. Pero no lo hizo.
—Eso me imagino, ¿a quién se le ocurriría? ¿Qué mago? —preguntó Alondra, con la. cabeza metida en una alacena—. ¿Dónde está el recipiente de la harina, Goha?
—Debajo de tu mano. Un mago de Roke, venía en busca de un nuevo archimago.
—¿Aquí?
—¿Por qué no? —dijo Manzana—. El anterior era de Gont, ¿verdad? Pero no pasaron mucho tiempo buscándolo. Regresaron directamente a Havnor, una vez que se libraron de mamá.
—¡Cómo hablas!
—Dijo que andaba en busca de una mujer —les dijo Tenar—. «Una mujer de Gont.» Pero no parecía muy contento con eso.
—¿Un hechicero andaba buscando a una mujer? Y bien, eso es algo nuevo —dijo Alondra—. Pensaba que esto ya estaría agusanado, pero está perfecto. Voy a hacer una o dos tortillas, ¿os parece bien? ¿Dónde está el aceite?
—Tengo que sacar un poco del cacharro que hay en la cabana de los alimentos. ¡Oh, Shandy! ¡Eres tú! ¿Cómo estás? ¿Cómo está Arroyo Claro? ¿Cómo ha estado todo? ¿Vendisteis los carneros?
Fueron nueve los que se sentaron a cenar. Bajo la luz amarilla del atardecer, en la cocina empedrada, ante la larga mesa de la granja, Therru empezó a alzar un poco la cabeza y habló un par de veces con los otros niños; pero aún estaba recelosa y cuando oscureció más se acomodó para poder vigilar la ventana con el ojo sano.
Sólo después de que Alondra y sus hijos se hubieron marchado a la luz del crepúsculo, y mientras Manzana le cantaba a Therru para hacerla dormir y ella estaba lavando los platos con Shandy, Tenar preguntó por Ged. Por algún motivo no había querido hacerlo delante de Alondra y de Manzana; habría tenido que dar demasiadas explicaciones. Se había olvidado por completo de decirles que Ged había estado en Re Albi. Y ahora no quería volver a hablar de Re Albi. Sus pensamientos parecían ensombrecerse cuando trataba de pensar en eso.
—¿Vino aquí el mes pasado un hombre al que le dije que viniera… para ayudar en la granja?
—¡Oh, se me había borrado de la cabeza! —gritó Shandy—. Hablas de Halcón, ¿verdad?… ¿El que tiene cicatrices en la cara?
—Sí —dijo Tenar—, Halcón.
—Oh, sí, y bien, debe de estar en la Montaña de las Aguas Calientes, más arriba de Lissu, allá arriba con las ovejas, con las ovejas de Serry creo. Vino aquí y nos dijo que tú lo habías enviado y no había ni una migaja de trabajo para él, imagínate, porque Arroyo Claro y yo nos ocupábamos de las ovejas y yo ordeñaba y el viejo Tiff y Sis me ayudaban cuando lo necesitaba, y yo me devanaba los sesos pero Arroyo Claro vino y le dijo: «Ve a preguntarle al hombre de Serry, al capataz de Serry el Granjero allá arriba, cerca de Kahedanan, pregúntale si necesitan pastores en la montaña», eso le dijo y ese Halcón se marchó y eso fue lo que hizo y consiguió que lo tomaran, y ya al otro día había partido. «Ve a preguntarle al hombre de Serry», eso fue lo que le dijo Arroyo Claro, y eso fue lo que hizo y lo tomaron inmediatamente. Así que cuando llegue el otoño volverá con los rebaños, sin duda. Allá está, en Cascadas Altas, más arriba de Lissu, en las praderas de la montaña. Me parece que lo querían para las cabras. Habla bien el hombre. Ovejas o cabras, no me acuerdo. Espero que te parezca bien que no lo hayamos tomado aquí, Goha, pero es verdad que no había ni una migaja de trabajo que darle porque yo y Arroyo Claro y el viejo Tiff y Sis ya habíamos entrado el lino. Y él dijo que había sido pastor de cabras allá, de donde venía, al otro lado de la montaña, en un lugar que queda más allá de Armouth, eso dijo, aunque dijo que nunca había sido pastor de ovejas. Tal vez lo pusieron a cuidar cabras allá arriba.
—Tal vez —dijo Tenar. Se sentía muy aliviada y muy desilusionada. Lo que había querido era saber que estaba bien y que no corría peligro, pero también hubiese querido encontrarlo allí.
Pero ya era suficiente, se dijo, con estar en casa… y quizá fuera mejor que no estuviese allí, que nada de todo aquello estuviese allí, que todas las aflicciones y los sueños y los actos de hechicería y los térrores de Re Albi hubiesen quedado atrás, para siempre. Estaba allí, ahora, y ése era su hogar, esos suelos empedrados y esos muros, esos ventanucos con hojas de vidrio al otro lado de los cuales se alzaban los oscuros robles a la luz de las estrellas; esos cuartos silenciosos, ordenados. Esa noche tardó un rato en dormirse. Su hija durmió en el cuarto contiguo, el cuarto de los niños, con Therru, y Tenar durmió en su propia cama, en la cama de su esposo, sola.
Durmió. Al despertar no recordaba haber soñado.
Después de unos pocos días en la granja, casi dejó de pensar en el verano pasado en el Acantilado. Era un tiempo remoto y un lugar lejano. Aunque Shandy había insistido en que no quedaba ni una migaja de trabajo por hacer en la granja, encontró muchas cosas por hacer: todo lo que no se había hecho durante el verano y todo lo que se debía hacer durante la cosecha en los campos y en el establo. Trabajaba desde el alba hasta el anochecer y si, por casualidad, disponía de una hora para sentarse, se ponía a hilar, o a coser para Therru. Por fin terminó el vestido rojo, un bonito vestido sin duda, con un delantal blanco de adorno y uno de color naranja para todos los días. —¡Mira, estás hermosa! —dijo Tenar con orgullo de costurera cuando Therru se lo puso por primera vez. Therru dio vuelta la cara.
—Eres hermosa —dijo Tenar en otro tono—. Escúchame, Therru. Ven aquí. Tienes cicatrices, cicatrices feas, porque te hicieron algo feo, algo malvado. La gente ve las cicatrices. Pero también te ve a ti y tú no eres esas cicatrices. No eres fea. No eres malvada. Eres Therru y eres hermosa. Eres Therru, que puede trabajar y caminar y correr y bailar, hermosamente, con un vestido rojo.
La niña la escuchaba, con el lado suave y sano de la cara tan inexpresivo como el lado rígido, cubierto de cicatrices.
Therru bajó la vista para mirar las manos de Tenar y luego las tocó con sus deditos. —Es un hermoso vestido —dijo con su voz débil y ronca.
Cuando Tenar quedó a solas, mientras doblaba los restos de tela roja, sintió arder lágrimas en los ojos. Se sentía censurada. Había hecho bien en hacerle el vestido y le había dicho la verdad a la niña. Pero lo correcto y la verdad no eran suficientes. Había una hondonada, un vacío, un abismo, más allá de lo correcto y de la verdad. El amor, el amor que sentía por Therru y el que Therru sentía por ella, levantaban un puente que cruzaba la hondonada, un puente hecho de telaraña, pero el amor no la cubría ni la hacía desaparecer. Nada la cubría ni la hacía desaparecer. Y la niña lo sabía mejor que ella.
Llegó el día del equinoccio, con un brillante sol otoñal que quemaba a través de la niebla. Las primeras pinceladas color bronce cubrían las hojas de los robles. Mientras restregaba las cacerolas para la nata en el establo, con la ventana y la puerta abiertas de par en par al aire fresco, Tenar pensó que el joven rey estaba siendo coronado ese día en Hav-nor. Pensó que los señores y las damas se pasearían en sus ropajes azules y verdes y carmesíes, pero que él se vestiría de blanco. Subiría las gradas de la Torre de la Espada, las gradas por las que ella y Ged habían subido. Le ceñirían la corona de Morred. Él se volvería cuando tocaran las trompetas y se sentaría en el trono que había estado vacío por tantos años, y contemplaría su reino con esos ojos oscuros que sabían lo que era el dolor, lo que era el temor. «Reinad bien, reinad por largo tiempo —pensó—, ¡pobre muchacho!» Y pensó: «Debería haber sido Ged quien le ciñese la corona. Debería haber ido».